—¡Mamá! Vístete ya que llegamos tarde. —Entró gritando Iris en el cuarto que compartían.
—Voy cariño, voy.
La niña asintió con la cabeza y salió corriendo, como siempre hacía. ¡Qué alegría! Su hija se pasaba el día corriendo de arriba a abajo; de hecho, Ruth pensaba que la niña no sabía caminar, porque jamás lo hacía.
En las dos últimas semanas padre e hija se habían ido conociendo mejor.
Ruth sonrió divertida.
Al día siguiente a la reunión, Marcos se había presentado puntual en el parque con un paquete enorme en los brazos. Era una preciosa casita de Tarta de Fresa que no habían tardado ni media hora en montar en mitad de la arena, a pesar de las protestas y razones que Ruth adujo.
Un día después, Marcos volvió a presentarse puntual en el parque, esta vez con un paquete milímetros más pequeño que contenía el patinete de las Bratz. Esta vez no hubo necesidad de montarlo, e Iris disfrutó persiguiendo y atropellando a su padre en todas las ocasiones en que este se dejó atrapar. La velada acabó con la niña agotada y su padre cojeando.
El tercer día, Marcos se presentó con un paquete más pequeño que contenía una portería hinchable —que una vez hinchada ocupaba medio comedor—, y el balón de fútbol —de los de verdad, de los que hacen daño cuando son chutados con fuerza—. La tarde concluyó con Marcos con la nariz hinchada y dando gracias a Dios por no llevar gafas.
El cuarto día, Ruth lo llamó por teléfono a las nueve de la mañana.
—Hola preciosa.
—Hola Marcos. No quiero que traigas más regalos para Iris.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque no puedes ganarte el afecto de los niños con bienes materiales, sino con cariño, respeto y camaradería.
—Si no se lo regalo por eso... Solo quiero ponerme al día con los cumpleaños, Reyes y Papás Noeles en los que no he estado.
—En segundo lugar —interrumpió Ruth—, porque mi casa es muy pequeña y como aparezcas con un solo trasto más, nos vamos a ver en la necesidad de dormir en las escaleras.
—Lo he captado.
—Sabía que lo harías. Nos vemos luego.
Ese día no apareció con ningún paquete enorme, no. Ese día se saco una pequeña cajita del bolsillo y se la entregó a Ruth, eran dos parejas de pendientes pequeños, de oro, con la forma de la cara de una niña con coletas altas. Un par para la madre y otro par para la hija.
La niña estaba entusiasmada con su padre, y la madre esperaba con ansia la hora de verlo en el parque.
El primer problema se presentó el viernes, cuando Ruth comentó a Marcos que Jorge iría a visitarla el sábado. No se puede decir que le sentara bien, pero aceptó. De muy mala gana. No le quedaba otra opción. Ruth dejó muy claro que Jorge era su mejor amigo, y puesto que ellas no podían ir a Gredos —Darío, quien sabe por qué motivos erróneos, le había prohibido viajar—, él venía a verlas a ellas. Ese sábado fue el primer día que Marcos y Darío se vieron tras la pelea.
Marcos en un ataque de imprudencia —celos simple y llanamente— decidió que el sábado era un día perfecto para comer con su nueva familia. En casa, con Darío. Con Jorge. Y bueno, la comida no fue mal del todo. Darío no había con Marcos, Marcos no habló con Darío. Héctor no se atrevió a levantar la vista del plato por temor a que alguna mirada asesina de las que se dirigían Darío y Marcos se desviara y acabara matándolo. Jorge se consagró a remover la comida de su plato y cerrar la boca, no fuera a ser que dijera algo, lo que fuera, que hiciera saltar la tensión que vagaba por la mesa y acabara chamuscado. Ricardo comenzaba conversaciones que nadie le mantenía y que olvidaba a los pocos segundos. Ruth miraba al resto de los comensales gruñendo por la mala educación que estaban mostrando e Iris, como niña que era, se dedicó a negarse a comer ninguna de las asquerosas cosas que había en su plato. Cuando Jorge se fue por la tarde —mucho antes de lo normal—, Ruth reunió a su hermano y al padre de su hija en el salón, a solas y alejados del resto de la familia, y les puso las cosas claras. Si no sabían comportarse como adultos antes, durante y después de la comida, los trataría como a niños: los encerraría a cada uno en un cuarto y les sentaría de cara a la pared hasta que recapacitaran. Ambos parecieron entender la amenaza, porque palidecieron considerablemente.
Marcos se marchó el lunes siguiente a Lugo, tenía que hacer un reportaje gráfico sobre La Playa de las Catedrales. Estaría cinco días fuera y volvería el sábado sin falta para comer con la familia, y el "Enano de los anillos" —no se había resistido a poner mote a Jorge— prometió llamar todos los días por la noche. Había cumplido su promesa. Todas las noches, cuando estaban en mitad de la cena, sonaba el teléfono. Marcos era realmente oportuno.
Cobardes son los que corren,
y yo estoy muy a gusto aquí sentado.
JOSÉ URBINO
Jorge llamó el viernes para intentar escaparse de la comida del día siguiente. En primer lugar alegó que tenía pendiente hacer la limpieza de la casa, aunque Ruth no le creyó. En segundo lugar argumentó que quizá la familia estuviera más cómoda sin él, pero Ruth lo rebatió. Por último, confesó que no se tenía por valiente y que prefería con mucho actuar de domador de leones en un circo que comer en su casa bajo la mirada asesina de Marcos. Ruth se rió con ganas y le explicó el posible motivo de esas miradas. Jorge alucinó en colores con la imaginación disparatada del posible, o no, futuro novio/marido de Ruth, y le señaló a su amiga lo fácil que sería sacar del error al susodicho. Ruth se negó porque pensaba que Marcos debía comportarse de manera cabal, confiar más en ella que en sus celos, y en definitiva, actuar simple y llanamente como un adulto.
Jorge llamó a la puerta a las dos de la tarde. Tenía llaves desde hacía dos años, pero ni se le pasó por la imaginación usarlas. Dijera Ruth lo que dijera, no pensaba dar al furibundo Marcos ningún motivo para que cambiara las miradas asesinas por los puños asesinos. Aún recordaba los golpes de la última vez. Y lo malo, lo peor de todo, era que el tipo parecía majo. Siempre y cuando dejara de mirarle como lo miraba. Sacó las gafas de sol del bolsillo y se las puso... ¿Qué mejor escudo contra las miradas asesinas que unas gafas de espejo?
Cuando Iris le abrió la puerta, lo primero que hizo Jorge fue preguntarle por su padre.
—Aún no ha llegado, tío, pero vendrá enseguida. ¿Te has fijado en que he preguntado quién era antes de abrir? ¡A que lo he hecho bien!
—Casi bien, princesa. Te ha faltado esperar a que contestara que era yo.
—Oh, bueno, pero sabía que eras tú —dijo la niña para después salir corriendo.
La siguiente vez que sonó el timbre, Iris preguntó quién era e incluso esperó a oír la respuesta, más que nada porque Marcos no tardó ni un segundo en contestar.
—¡Hola "Coleta"! Llegas tarde. Es de mala educación llegar tarde.
—Lo siento mucho, pero mi madre no conseguía poner su telenovela nueva en el ordenador y hasta que lo hemos conseguido... —se intentó excusar, pero la niña lo interrumpió.
—¿Has escalado alguna iglesia?
—No —respondió patidifuso—. ¿Por qué iba a tener que hacer eso?
—Jopetas, no te enteras de nada. Has ido a la playa esa de las iglesias, ¿no?
—¿La qué? Aps, la playa de las Catedrales.
—¡Eso! Pues ya que estabas allí podías haber escalado la más alta torre de la Alta catedral...
—Ya, ya —comentó viendo por dónde venían los tiros—. Lo cierto es que sí, he escalado una catedral. —Mentira "cochina", pero Iris no tenía por qué saberlo, y esa mentirijilla se ganaba el permiso de su hija...
—¡Genial! ¿Lo has grabado?
—No.
—¿Tienes alguna foto en la que se vea cómo la escalas?
—Pues no...
—¡Papá! Está muy, pero que muy feo contar mentiras —exclamó Iris para luego cerrar—: Sobre todo si te pillan. Pero no pasa nada, mi boca está cerrada —dijo haciendo como si se cerrara la boca con una cremallera—. Hoy mamá ha hecho arroz... con guisantes y gambas. Puag. ¿Y sabes qué es lo peor?
—No. Cuéntamelo.
—Que mamá ha colocado una silla de cara a la pared en mi cuarto... Eso significa que si me porto mal y no me lo como todo tendré que sentarme a pensar en ella... jopetas. También Darío y Héctor se lo tienen que comer todo, porque ha puesto otra silla en su cuarto. Ufff.
—Aps. —Mucho se temía Marcos que las sillas no eran "por si alguien no se comía la comida".
A las dos y media de la tarde, cuando todos los comensales se sentaron a la mesa, algunos más tiesos que otros, dio comienzo la comida.
—¿Qué tal en Lugo? —inició Ruth la conversación preguntando a Marcos.
—Bien. Es un sitio precioso —respondió el interpelado.
—¿Te acercaste mucho al borde de los acantilados? —preguntó Darío educadamente.
'—Sí, bastante. De hecho tomé una instantánea de las olas rompiendo, impresionante.
—Lástima que no te resbalaras —murmuró Darío un poco demasiado alto.
—No os parece que está haciendo un tiempo espléndido para esta época del año —Inició Jorge otra conversación al ver que Ruth hacía intención de levantarse de la silla.
—Mucho sol —comentó Darío, al que no le había pasado desapercibida la expresión de su hermana.
—Efectivamente. Todas las mañanas salgo un rato a la terraza a tomar el sol, a ver si me pongo moreno —siguió hablando Jorge para llenar el silencio.
—Es una pena que no se te pongan los
piercings
al rojo vivo y te quemen la cara —farfulló Marcos.
—He oído en el telediario que van a sacar una película del libro
Los hombres que no amaban a las mujeres
, de Stieg Larson. —Cambió de tema Héctor al oír Ruth soltar el tenedor de golpe sobre el plato.
—Buen libro —respondió Marcos.
—De esos hay muchos —comentó Darío refiriéndose al título del libro. Deberían cortarles los coj...minos.
—¿"Cojminos"? ¿Qué es eso tío? —pregunto Iris alucinada por la conversación.
Ruth se levantó de la silla lanzando una mirada asesina a su ex hermano y ex futuro imposible novio. Marcos y Darío se pusieron rígidos sobre sus sillas.
—Cariño, ya que estás de pie, ¿te importaría traerme un poquito de agua? —solicitó Ricardo mostrando el vaso vacío.
—Claro que sí papá.
Marcos y Darío suspiraron; se habían librado. Por ahora.
—Marcos, Darío, ¿me echáis una mano en la cocina? —ordenó más que preguntó Ruth.
No se habían librado. Ambos se levantaron de la mesa y la acompañaron hasta la puerta de la cocina. No pudieron pasar de allí. Ruth se volvió, los miró fijamente y señaló con la barbilla la habitación de Darío, luego la suya propia.
—Iros cada uno a una habitación.
—¡Vamos ya! ¿No estarás hablando en serio? —exclamó Darío, que para ciertas cosas era más valiente que Marcos, que en esos momentos tenía las manos metidas en los bolsillos y miraba muy interesado el dibujo del suelo.
—¿Tengo cara de estar bromeando?
—¿Tengo pinta de tener diez años? —profirió Darío.
—No. No llegas ni a los cuatro.
—No pienso ir a mi cuarto a pensar. Me niego en rotundo.
—¿Cuándo he oído eso antes? —preguntó Ruth con retintín. Era la frase que Darío decía de niño cuando lo castigaba.
—¿No crees que estás exagerando? —repuso Marcos uniendo fuerzas con Darío.
—A mi mesa solo se sienta una niña: mi hija. El resto se supone que son adultos. —Los miró amenazadora—. Primer y último aviso. Si no os comportáis como tales, os trataré como a niños. Podéis volver al comedor.
El resto de la velada transcurrió sin incidentes —siempre y cuando no contemos las lágrimas de cocodrilo de Iris por verse obligada a comer guisantes ¡PUAG!— y sin conversaciones destacables, de esas con muchos monosílabos, y algún que otro exabrupto rápidamente silenciado por la mirada de Ruth.
—¿Desde que tu padre es portero ganáis a la pandilla "Basurilla"? Me alegro muchísimo Iris —respondió Jorge a la niña, que no paraba de hablar de su padre, del fútbol y de ¿torres altas en castillos?
—Sí. Es genial. Se pone de portero y no le cuelan ni un gol. Y eso que apuntan colita para ver si se asusta y se quita. Pero papá se tapa con las manos y recibe el balonazo con tal de que no nos metan gol. ¡Es genial!
—Ahora entiendo por qué los llamas la pandilla "Basurilla". ¡Eso es juego! —exclamó Jorge cerrando las piernas con fuerza y mirando a Marcos con admiración.
—Qué va, no nos manchamos nada. Bueno un poco, pero no subimos muy sucios... Bueno el agua del baño sale negra, pero no es porque estemos sucios, sino que los grifos la sacan negra. De verdad de la buena.
—Así que estás contenta con tu padre —comentó Jorge mirando a Darío, tratando de romper una lanza a favor de Marcos, a ver si así dejaba de mirarle como si lo fuera a matar... Cosa que seguro haría si Ruth no estuviera presente.
—¡Muchísimo!
—¡Así cualquiera es padre! —protestó Darío mirando a Ruth—. Se presenta solo para ir al parque, jugar un poco al fútbol y luego, adiós muy buenas. Nada de llevarla al cole, ni darle de comer, ni vestirla... ¡Así cualquiera es un tío genial! —finalizó irritado.
—¡Yo no me niego a hacer nada de eso! —exclamó Marcos indignado.
—Ya veo cómo lo haces —se burló Darío.
—¡Nadie me ha dicho que tenía que hacerlo!
—¡Es que eso tiene que salir de ti!
—Basta. Los dos —interrumpió Ruth los gritos.
La mesa quedó en silencio. Un silencio pesado. Resentido. Un silencio que solo esperaba un susurro para convertirse en gritos.
—Ruth empieza a trabajar el lunes —comentó Darío suavemente—, así que yo llevaré a Iris al colegio a partir de entonces. A no ser que a alguien se le ocurra ofrecerse... claro, que se está más a gusto en la cama, arropadito, que haciendo lo que se tiene que hacer —finalizó Darío con mesura.
—El lunes a las nueve menos cuarto vendré a buscarte para llevarte al cole, Iris —dijo Marcos entre dientes.
—Claro, no llegues demasiado pronto, no vaya a ser que tengas que vestirla y hacerla el desayuno, —ironizó Darío.
—¡Ven pronto papá y me vistes tú! —exclamó Iris entusiasmada— ¡Di que sí! Jopetas, yo quiero, mamá, dile a papá que venga pronto y así lo hacemos todo juntos.
—Bueno, Iris, verás... —comenzó Ruth que no sabía bien qué decir.
—Vendré a las ocho.
—No llegarás —rebatió Darío apoyando las manos en la mesa.