Volvió a dejar el cubilete en su sitio y siguió buscando algo más que cotillear. No parecía haber nada interesante. No vio fotos familiares sobre la mesa, ni revistas que leer. Estuvo tentado de abrir los cajones en busca de algo, pero se imaginó la reacción de su amiga si lo pillaba cotilleando y se contuvo. Así que sólo le quedaba pensar... Pensó en su madre, a la que cada vez se le iba más la pinza, en Carlos y sus pájaros, en que no le apetecía nada empezar a buscar una casa donde vivir, por lo que seguiría viviendo con su vieja... Al fin y al cabo, cambiaba de personalidad telenovelesca cada día, lo que significaba que no le daba tiempo a aburrirse.
¡Demonios! ¡qué incómoda era la maldita butaca! Cambió de posición con la intención de acomodarse, pero no hubo manera. Era dura como una piedra. Apoyó los codos en los reposabrazos y siguió pensando. ¿Seguiría Ruth nevando el pubis depilado y ese bigotito rosa fuerte? Joder, ¡Ojalá! De ahí pasó al tema de la ropa interior... Como no tenía nada mejor que hacer comenzó a imaginar los distintos estilos de tanga que podría llevar bajo la falda monótona y aburrida, y se le ocurrieron múltiples diseños... Demasiados para su pene, que se rebeló de inmediato saltando dentro de los vaqueros. ¡Joder! Ahora sí que estaba incómodo. Se levantó de la silla y metió la mano por debajo de la tela de los pantalones con la intención de dar acomodo a cierta parte de su anatomía que estaba algo tensa. Lo malo es que ese fue justo el momento que aprovecharon las mujeres para entrar en el despacho.
—He conseguido hablar con el director del centro, el Sr. García, y nos ha hecho un hueco para el miércoles a las cuatro. ¿Te viene bien? —comentó Ruth sonriente. Le había costado un poco convencer a Elena, pero tras conseguir hablar por el móvil con el director, ésta no había podido decir nada en contra.
—Me viene perfecto —contestó Marcos girando para quedar frente a ella a la vez que daba gracias al cielo por estar acomodándose de cara a la pared, y no de cara a puerta. Se cerró rápidamente la chaqueta de cuero, y toda evidencia quedó oculta.
—Magistral —respondió Ruth contenta.
—Magnífico —recalcó irónica Elena— Ahora ¿qué te parece si nos vamos a tomar un café? Son casi las doce y no he almorzado —comentó colgándose del codo de Marcos.
—Vaya, te lo agradezco, pero si no hay inconveniente me gustaría que me enseñarais un poco cómo va el centro y tal... Para ir recopilando información que pasar a la revista y así el miércoles poder acudir a la cita con datos fiables y no sólo conjeturas.
—¿Pretendes que te haga una visita guiada por aquí? No te molestes, te lo Cuento rápido: sólo hay viejos, viejos y más viejos. Les damos de comer, de merendar, un poco de gimnasia, algún taller tonto y a casita —resumió Elena despectiva—. Vamos a tomar ese café.
—Preferiría recorrer el centro —contestó Marcos con toda la educación que fue capaz de reunir. Le estaba cargando la pija.
—¿Sí? Tú mismo. Me temo que yo tengo muchas cosas que hacer como para perder el tiempo oliendo a desinfectante.
—¿Puedes acompañarme tú? —preguntó a Ruth.
—¿Ruth? Imposible, tiene muchísimo trabajo pendiente—dijo Elena señalando las pilas de carpetas sobre la mesa.
—Bueno... —Ruth miró la mesa, calculó el tiempo que tardaría en ponerse al día y decidió, como siempre, acudir un par de horas antes al centro por la mañana, con eso bastaría—. No hay problema. Mañana vendré antes.
—No creo que esa sea la solución —inquirió Elena furiosa.
—Genial —comentó Marcos a su vez—. ¿Por dónde empezamos?
—Bajemos, te enseñaré la planta baja y a partir de ahí, ya iremos viendo.
—¡Cojonudo! —exclamó Elena— Tú verás, Ruth, querida, pero mañana a las ocho de la mañana quiero todos los archivos pendientes sobre mi mesa.
—Los tendrás —aseveró Ruth seria.
La imaginación está hecha de convenciones de la memoria.
Si yo no tuviera memoria no podría imaginar,
BORGKS
—El centro, para que te hagas una idea, cumple la función de una guardería, solo que para niños grandes. Tenemos personal cualificado para atender ancianos de dependencia moderada e incluso severa, es decir, aquellos que necesitan ayuda para realizar ciertas acciones básicas, pero no dependen de la presencia constante e indispensable de otra persona. Por tanto, nos encontramos ante personas que no necesariamente deben ser internadas en geriátricos, puesto que con algo de ayuda pueden continuar con sus vidas, pero que por otra parte no pueden permanecer solos en sus domicilios. Las familias de estos ancianos cuentan con el centro para que los cuide en las horas que dedican a sus trabajos, y a su vez el anciano puede seguir viviendo en el hogar familiar, algo que, aunque puede parecer de poca importancia, para ellos es vital pues no se sienten abandonados por sus familias en residencias extrañas, lejos de su
nido
—comentó Ruth guiándole por el vestíbulo hacia el ala derecha del edificio—. El horario es de ocho de la mañana a seis de la tarde, y tenemos un geriatra permanente que vigila las condiciones de cada anciano y elabora informes médicos mensuales con los que hacemos un seguimiento personalizado de sus necesidades y carencias. Una vez a la semana pasan consulta otros especialistas y, en caso de que algún residente requiriese de cuidados más especializados, se informa a la familia y se le desplaza al hospital o centro que pueda solucionar en mejor grado su dificultad. Nuestro centro tiene un ratio de un cuidador para cada seis, siete ancianos que, aunque no es lo ideal, tampoco está nada mal. Además contamos con voluntarios que nos ayudan enormemente en la tarea.
—¿Voluntarios?
—Sí. Personas, ángeles en realidad, que ocupan su tiempo libre en acompañar, charlar, comprender y sobre todo escuchar a los ancianos. Son en su mayoría mujeres de entre sesenta y setenta y cinco años, sin excesivas cargas familiares. Para nosotros su apoyo es extremadamente necesario; imprescindible de hecho.
—¡Vaya! —dijo Marcos impresionado. No le cabía duda de que Ruth también ejercía de voluntaria, o que al menos trabajaba más horas de las que realmente tenía en nómina.
—Esta es la sala polivalente. —Le mostró una gran sala de parquet viejo y rayado, con grandes ventanales, cortinas de tonos suaves y muy iluminada, estaba ocupada por mesas y sillas avejentadas pero cómodas, perfectas para levantarse aquellos con problemas de movilidad. Varios ancianos estaban sentados observando a una mujer vestida con bata que tenía dos barreños enfrente: uno de ellos lleno de pinzas de tender la ropa de color rojo y el otro con pinzas azules. Tenía un cartón en la mano e iba pinzando alternativamente una pinza de cada color. Los ancianos la imitaban—. Como verás están trabajando en series de colores. Una azul, una roja. Dentro de un rato, cuando todos lo hayan conseguido lo complicará un poco más. Dos rojas y una azul...
—¿Eso es complicado?
—No para ti, pero mis
niños
tienen problemas de memoria. —Cerró la puerta—. No me gusta decir delante de ellos Alzheimer, demencia senil, ni nada que se le parezca... Me da la impresión de que si algún incompetente les repite continuamente que son tontos al final se lo acaban creyendo y no se esfuerzan por superar sus
hándicaps
. Pero si en vez de eso, exclamas: "¡Vaya, casi lo consigues!" O "¡Te ha faltado nada!", su autoestima crece y llegan a hacer cosas sorprendentes. Por tanto, ninguno de mis
niños
tiene enfermedad alguna. —Sonrió picara—. Solo algún leve olvido de vez en cuando. —Caminó hacia otras puertas de color salmón que se notaba habían sido pintadas recientemente—. Este es el comedor.
Le mostró un gran salón con mesas amplias, sillas altas y suelos resplandecientes. Todo estaba impecable, aunque se notaba el paso del tiempo en los cantos de las mesas y en los respaldos de las sillas. Luego pasaron a la zona de cocinas, en la que le enseñó los distintos menús, adecuados a las necesidades de cada anciano: colesterol, tensión alta, diabetes, problemas digestivos,..
—¿Tienen varios menús de cada tipo para elegir? —preguntó Marcos mirando la pizarra en que estaban escritos.
—Varios, lo que se dice varios, no. Tienen un par de primeros y un par de segundos para cada menú especial.
—Yo pensaba que esto eran "lentejas, si las quieres las tomas y si no las dejas".
—¡No! Eso sería... ¡Horrible! Si queremos que los
niños
... —Según iba contándole cosas se entusiasmaba más y más, y se olvidaba de que eran ancianos—... se sientan como en casa deben tener capacidad de elección, tanto a la hora de comer, como a la hora de asistir a talleres, elegir sus amistades y demás. Deben ver el centro como un sitio donde aprovechar su tiempo libre lejos del hogar, no como una prisión en la que son abandonados porque molestan. Su autonomía es muy importante. —Terminó sonriendo.
—Aja. —Dios, estaba preciosa cuando se olvidaba de parecer seria y se dejaba llevar por su amor a sus
niños
. Marcos daría cualquier cosa por hacer que le sonriera a él de esa manera. Lo que le llevó a pensar que casi estaba tan hermosa sonriendo como cuando disfrutó entre sus brazos la última vez. Mmm... mejor no pensar en eso.
—Esta es la sala de estar —dijo mostrándole un recinto enorme lleno de mesas con mayores reunidos en torno a ellas, con periódicos, cartas, domino, etc.—. Algunos juegan, pero la mayoría charlan y comparten enfermedades comentó sonriendo a la vez que señalaba dos señoras que discutían sobre si su enfermedad era peor o mejor que la de la otra. Una de ellas aseguraba tener Sida—. No prestes atención a Mercedes; está perfectamente sana. Más que tu y que yo —comentó señalando a la supuesta enferma de Sida—. Salgamos al exterior.
Al salir del edificio, se sumergieron de lleno en un jardín de césped verde, con árboles crecidos que daban buena sombra y senderos de cemento totalmente liso por los que caminaban los ancianos, algunos con bastón, otros con muletas, varios en silla de ruedas y casi todos acompañados de mujeres de entre sesenta y setenta años.
—Estas son las voluntarias de las que te hablaba. Escuchan a los
niños
, los acompañan y si surge algún problema dan aviso rápidamente. Sin ellas no conseguiríamos hacer ni la mitad de las cosas que hacemos.
—Asombroso. —Marcos inspiró una buena bocanada de aire puro. En el interior del edificio el aire estaba más cargado pero no sabía cómo mencionarlo sin hacer sentir mal a su amiga.
—Se nota el olor, ¿eh? —comentó ella al verle respirar— Para tenerlo todo perfectamente desinfectado usamos productos bastantes fuertes, que no son nocivos para la salud en modo alguno, pero dejan su impronta en el ambiente. No obstante, es preferible oler a lejía a tener alguna plaga. Las defensas de mis niños suelen ser bastante bajas y toda precaución es poca.
—Aja. —Marcos frunció el ceño—. ¿Ese no es tu padre?
—Sí. Ven. —Le cogió de la mano y lo llevo hasta Ricardo— Papá, ¿te acuerdas de Marcos? Venía a estudiar a casa de críos.
—¡Muchacho! ¡Lo que has crecido! Casi no te reconozco. ¿Ya has vuelto de América? ¿Qué tal por aquellos lares?
—Hola, Ricardo —saludó Marcos con una par de palmadas en la espalda—, llevo algún tiempo por aquí.
—Cuéntame, ¿a qué te dedicas? ¿Cómo te va todo?
Y mientras paseaban Marcos procedió a contar a grandes rasgos lo que estaba haciendo. Apenas llevaban cinco minutos conversando cuando Ricardo se salió del camino, se agachó cerca de un árbol y cogió algo.
—Es un broche —comentó enseñándoselo a su hija.
—Mmm... creo que sé de quién es. —Se lo cogió de la mano—. Lo entregaré en recepción.
—Perfecto —respondió Ricardo para al segundo siguiente agarrar la mano de Ruth y dirigirse hacia las mesas del centro del jardín, ignorando a Marcos totalmente—. Tengo sed, ¿sabes si puedo conseguir agua por aquí? —Miró su hija—. La una y media, ¿he tomado café?
—Sí, papá —respondió besándole en la mejilla—, hace un ratito, justo después de la comida. Ahora te pido un poco de agua.
—¿Para qué quiero agua? Aunque... lo cierto es que tengo algo de sed. Siempre sabes lo que quiero. Eres un sol —dijo besándola en la mejilla.
—¿Te acuerdas de Marcos? —Ruth se giró para coger a su amigo de la mano presentárselo de nuevo—. Venía a casa a hacer los deberes conmigo de críos.
—¡Anda, mi madre! Lo que has crecido, chaval. Te hacía en América. ¿Vas a quedarte? Cuéntame, hombre, no te quedes tan callado, que no me como a nadie.
—Bueno... —Marcos, sorprendido, miró a Ruth, que estaba totalmente seria, ninguna sonrisa iluminaba su cara—. Llevo... llevo aquí unos meses... yo...
—¡Ricardo! —llamó un hombre en silla de ruedas—. He visto un águila ahora mismo. Ven hombre, que te lo pierdes.
Ricardo acto seguido se volvió hacia ¿su amigo? y dejó sin ningún reparo a los dos jóvenes plantados.
—¿Un águila? ¿Aquí? —Marcos estaba bastante confuso.
—¿Por qué no? Cada cual es libre de ver lo que quiere —comentó Ruth con una sonrisa mientras le guiaba hacia el final del jardín.
—¿Qué le ha pasado a tu padre? ¿Por qué se olvidó de lo que le había contado?
—Bueno, sufrió una enfermedad... —Ruth se mordió los labios—. Ha perdido la capacidad de crear recuerdos. Es como un ordenador sin disco duro, puedes bajarte una película y verla, pero cuando acaba no queda en la memoria del PC, por tanto no puedes verla de nuevo y pierde constancia de que la ha tenido en algún momento. Todo lo que pasa es siempre nuevo para él.
—¡Joder! ¿Lleva mucho tiempo así?
—Algunos años.
—¿Y siempre que me vea va a sorprenderse de... verme?
—Mmm, no.
—¿No dices que no guarda recuerdos?
—Efectivamente, pero la memoria cotidiana, intuitiva, por llamarla de alguna manera, no la ha perdido. Cuando ve a alguien de manera continuada, su subconsciente lo recuerda, no el nombre o quién es, pero sabe que esa persona no es peligrosa, que puede hablar con ella... No lo relaciona con alguien físico, pero sabe que puede confiar en ella. No sé si me explico.
—Más o menos —asintió Marcos.
—Entremos —dijo Ruth cambiando de tema y dirigiéndose hacia la entrada del centro—, te enseñaré lo que queda de la planta baja.
De nuevo en el interior le fue mostrando las diversas aulas para los talleres, la biblioteca, etc. Y mientras desgranaba dato a dato cada una de las funciones, virtudes y necesidades del centro, descubrió asombrada que lo hacía de manera casi automática, sin poner toda su mente en ello. Y eso era debido a la persona que la acompañaba. No porque Marcos se mostrara indiferente a sus explicaciones, ¡qué va! Era porque ella estaba demasiado pendiente de otras cosas que no eran el centro. Otras cosas con dos piernas, dos brazos y una melena rubia hasta casi la cintura.