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Authors: Noelia Amarillo

Tags: #Erótico

Cuando la memoria olvida (16 page)

BOOK: Cuando la memoria olvida
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—¡Ja! —Joder, ya había soltado su típica parrafada llena de palabras incomprensibles—. ¡Excusas! La verdad es que eres fría como un témpano de hielo. Ni más ni menos.

—¡Fría! ¡Yo!

—¡Sí! Aún recuerdo cómo reaccionaste, cómo me tocaste, cómo me agarraste la polla y te la metiste en la boca. —Soltó las manos de su agarre, dio un paso atrás alejándose de ella y se puso en jarras, en una postura claramente chulesca.

—¿Yo? —Parpadeó perpleja. Ella no había hecho nada de eso.

—Sí, tú. No te acuerdas, ¿verdad?

—¿Eh? —¿Pero de qué estaba hablando?

—Te diré por qué no lo recuerdas. ¡Porque no lo hiciste! Mientras yo te lamía, te acariciaba y te follaba, tú permanecías tumbada boca arriba en la cama sin mover un solo músculo, sin siquiera acercar tus manos a mi piel y mucho menos a mi polla. Y eso, querida mía, bajo mi experiencia, es ser un puto témpano de hielo.

—No tenía motivos para hacer nada de lo que dices. —Lo cierto es que se había sorprendido tanto por las sensaciones que la estaba proporcionando que se había olvidado totalmente de él... Ains.

—¡Por supuesto que no! Estabas demasiado ocupada en ti misma como para preocuparte por mí. Así que, si no llegaste a nada no fue por mi culpa, nena. El sexo no solo es recibir, también hay que dar. Tocar. Acariciar. No quedarse tumbada esperándolo todo sin regalar nada a cambio.

—¡Yo no hago eso!

—¿No? —ironizó él—. Demuéstramelo —retó—, déjame ver si fue solo producto de la inexperiencia, o si por el contrario hay un fuego encendido en algún lugar bajo tu aspecto gris y tu moño estirado de bibliotecaria.

Ruth se quedó muy quieta al oír sus últimas palabras. ¿Aspecto gris? ¿Moño estirado? ¿Bibliotecaria? ¿Pero qué se había pensado este neanderthal? ¿Que iba a salir corriendo de allí como hizo siete años atrás? ¡Ja! Miró a su alrededor sopesando los pros y los contras. Era lo suficientemente consciente de su cuerpo como para saber que estaba excitada. Bien. Ya no era la inexperta virginal de antaño. Ahora sabía lo que quería y estaba preparada para obtenerlo. Ni Marcos ni nadie le decía lo que era o no era, lo que tenía o no que hacer. Lo miró a los ojos un segundo y se giró para cruzar la calle.

—¿Vienes? —"Arrojó el guante".

Marcos no contestó, se limitó a seguirla expectante, sin saber bien lo que ella pretendía. Lo descubrió cuando la vio entrar en una pensión y sacar dinero de su bolso para pagar una habitación. Ella no se volvió en ningún momento para comprobar si la seguía. Subió las escaleras con su antiguo porte aristocrático, el cuello bien recto, la nariz alzada, la espalda erguida... Se encaminó a una puerta, introdujo la llave y penetró en una habitación. Él entró apenas dos pasos tras ella.

CAPÍTULO 12

Es mejor estar callado y parecer tonto,

que hablar y despejar las dudas definitivamente.

GROUCHO MARX

Y cual no fue su sorpresa cuando la vio quitarse el tres cuartos que cubría su uniformado traje gris y colocarlo sobre la silla de la habitación para, a continuación, desabrocharse los botones de la anodina chaqueta. La blusa que llevaba debajo ni era anodina ni era uniformada. Era una exquisita prenda gris, sin mangas, de corte entallado que se ajustaba totalmente a sus curvas y que, de hecho, marcaba con absoluta precisión sus pechos altos, dejando adivinar sin lugar a dudas la dureza de sus pezones erguidos. Ruth estiró los brazos hacia su cabeza y los pechos se alzaron marcándose más todavía. Cuando bajó las manos, el moño estirado había desaparecido y el pelo negro caía en cascada sobre sus hombros y espalda hasta pasar la frontera de la cintura. Hundió los dedos en las sienes y se retiró la melena de la cara. Durante todo este proceso no apartó la mirada de los ojos del hombre... Ni de su bragueta, que había seguido creciendo obviando los límites del pantalón y creando una imponente tienda de campaña en el tiro de éste.

Perfecto. Le tenía justo donde quería. Atontado y pensando con el cerebro de abajo. Observó la habitación y se decidió por la pequeña cómoda de cajones que había en un lateral. Se acercó hasta allí y de un salto se sentó sobre ella, cruzando las piernas a la altura de las rodillas y dejándolas caer lánguidas sin que sus pies tocaran el suelo. Apoyó las manos en la mesa inclinándose un poco hacia atrás y esperó. Él seguía pasmado. Lo había cogido totalmente desprevenido.

—¿Y bien? —preguntó inocentemente. ¡Ja!—. ¿Hablamos?

—¿Hablar? ¿Me has traído aquí para hablar?

—Por supuesto. No pretenderías que siguiéramos con nuestra discusión en la calle, delante de viandantes anónimos a los que no conciernen nuestros avatares, pero que están dispuestos a seguir morbosamente una discusión. —Balanceó las piernas como quien no quiere la cosa.

—Tampoco imaginaba que vendríamos a una pensión a hablar —contestó Marcos obviando la parrafada. ¡Demonios! el vaivén de sus piernas era hipnótico y por si fuera poco hacía que la falda subiera poco a poco por sus muslos, mostrándolos tan perfectos y torneados como recordaba.

—¿A qué entonces? Espera... Ya sé. Esperabas que te tumbara sobre la cama, rasgara los botones de tu impecable camisa blanca, mordiera los tímidos pezones que se asoman entre el vello de tu torso y devorara sin compasión tu pene. —Se echó hacia delante, apoyando los antebrazos en la rodilla y dejando de paso que la blusa se abriera más de lo previsto, mostrando retazos de color fucsia.

—Más o menos —contestó Marcos pasmado. ¿Qué había pasado con la seria, aburrida y sensata Ruth? ¿Eso que se asomaba por el escote de la blusa era fucsia? No. Imposible— Quiero decir, no. Sí. No lo sé.

—Aja. Recapitulando, me has acusado de huir de un continente por temor a la discusión acaecida tras haberme acostado contigo. Me has atribuido ingratamente la responsabilidad del peyorativo recibimiento que te han otorgado mis amigos. Me has atropellado y empujado contra un portal en plena calle, dañándome la muñeca en tu afán de despojarme del
spray
que llevo como defensa personal. Has aseverado que tengo alguna clase de disfunción sexual en base a una única experiencia en común; experiencia que, todo sea dicho, aconteció en un claro estado de embriaguez por parte de ambos, y en la que si bien reconozco que mi pasividad pudo de alguna manera ser relevante para el desenlace desventurado del acto, así mismo debes reconocer que tu rapidez en finiquitarlo fue determinante para su conclusión apresurada y calamitosa. ¿Me sigues?

—Eh, más o menos. —¿Conclusión apresurada y calamitosa? ¿Rapidez? ¿Le estaba acusando de eyaculador precoz? Joder, o Ruth empezaba a hablar claro o a él le empezaría a salir humo por las orejas en el intento de comprender lo que decía.

—Y si no he entendido mal, la solución que propones para zanjar esta discusión es que yo demuestre que no soy una virginal bibliotecaria.

—Mira, lo que yo...

—No he terminado —interrumpió bajando de la mesa de un bote—. Estoy totalmente de acuerdo en tener un poco de sexo. —Caminó sinuosa hacia él—. No porque yo tenga que demostrarte nada, en absoluto. Ni tampoco porque tú tengas que demostrarme que eres capaz de aguantar en la cama más de cinco minutos. Ni tampoco acepto porque tenga curiosidad en saber si eres capaz de darle mejor uso a tu pene tras siete años, en los que, sinceramente, espero hayas ampliado tu experiencia y conocimientos sobre cómo emplearlo de manera satisfactoria. —Estaba a escasos centímetros de él. El cuerpo relajado, los brazos cayendo lánguidos a los costados, la boca formando una sonrisa sensual que prometía toda clases de placeres—. Acepto única y exclusivamente porque me has excitado, y siendo como somos dos adultos que saben lo que buscan, sexo seguro y sin compromiso, estoy segura que tras la experiencia carnal, tú volverás a tu rutina y yo a la mía. ¿Estás conforme con los términos?

—Eh... sí. —Se iban a acostar, ¿no? Esperaba que sí, porque estaba duro como una piedra.

—Perfecto. —Cogió su bolso, abrió un bolsillo interior y sacó un par de preservativos de colores— ¿Cuál prefieres, fresa o plátano? Yo me inclino por la fresa, pero no pongo objeciones al plátano.

—¿Eh? Fresa.

—Perfecto. —Rasgó el envoltorio, sacó el preservativo, se lo colocó en la boca y mientras se arrodillaba ante él, posó las manos en la bragueta de sus pantalones. Bajó la cremallera, sacó su pene duro y pesado, y acto seguido le puso el preservativo usando labios y lengua.

—¡Dios! —Jadeó Marcos. Lo último que alcanzó a pensar de manera más o menos racional fue: "¿Cómo es posible que tras esta parrafada interminable Ruth esté haciendo lo que está haciendo sin el más mínimo aviso de que pensaba hacerlo?"

Sintió los cálidos labios femeninos rodeando su pene, la lengua aleteando en cada centímetro de su piel tersa y suave descendiendo hasta la base, mientras sus finos dedos le acariciaban el escroto. Era como estar en el paraíso. Al menos hasta que Ruth se separó de él y se puso en pie de nuevo.

—Listo. Ya estamos protegidos —comentó sonriente.

Marcos miró hacia abajo, su pene ahora de color rosa fosforito. Se bamboleaba ansioso y olvidado en el aire. Los pantalones estaban hechos un gurruño a sus pies, mientras los bóxer se arrugaban justo por debajo de sus testículos. Levantó la mirada para encontrarse cara a cara con la sonrisa descarada de la mujer, que no se parecía en nada a la persona con la que había discutido en la calle ni, ya puestos, tenía nada que ver con la niña de coletas desparejadas de su infancia, ni con la adolescente virginal y asustadiza de hacía siete años. ¿Sufriría su antigua amiga de alguna clase de trastorno bipolar de esos? ¡A la mierda! Se quitó de un tirón la camisa y la chaqueta, salió del enredo del pantalón, se deshizo del bóxer y arremetió en el acto contra su amiga.

Ruth se encontró de repente envuelta en un abrazo apasionado. Marcos devoraba su boca a la vez que una mano la sujetaba fuertemente contra él y la otra se escabullía bajo la falda y se la levantaba. ¿Había despertado a la bestia?

Le fue subiendo poco a poco la falda, recreándose con el tacto de los pantis que cubrían sus piernas, hasta que de repente desaparecieron dando paso a la piel suave y tersa del interior de los muslos. Se demoró un momento en esa suavidad, lamiéndole la comisura de los labios, mordisqueándolos incluso, insistiendo para que los abriera a su asalto. Cuando ella le permitió la entrada a su boca, lamió el cielo del paladar para al segundo siguiente encontrarse inmerso en un pulso de lenguas. Ambas ávidas, ambas dominantes. Los dedos que acariciaban las piernas continuaron subiendo hasta encontrar la unión entre estas y la tela empapada que las cubría. Una tela suave y diminuta que dejaba gran parte del pubis al descubierto. Entre las brumas del deseo un pensamiento acudió a la mente de Marcos. Estaba seguro de haber acariciado encaje bajo la falda, a la altura de las caderas pero lo que estaba tocando ahora acababa un poco por encima de la vulva... ¿Y qué había pasado con los pantis? ¿No se suponía que llegaban hasta la cintura? Logró apartarse de ella con una fuerza de voluntad que le asombró a él mismo. Se la veía ruborizada, con los labios hinchados y enrojecidos, la mirada incrédula.

—¿Qué pasa?

—Estás demasiado vestida. Ni más ni menos.

La falda había vuelto a resbalar por sus caderas, tapándole las piernas e impidiéndole confirmar el tacto que había sentido en las yemas de los dedos. Buscó apresurado el cierre y lo abrió de un tirón que mandó volando el botón al otro lado de la habitación y casi hizo añicos la cremallera. Deslizó bruscamente la prenda por debajo de las caderas y la ley de la gravedad se ocupó de que acabara en el suelo.

—¡Joder! —siseó.

Llevaba un liguero de encaje fucsia a la altura de las caderas unido a las medias por cuatro tiras finas que no tapaban en absoluto el tanga diminuto, del mismo color, con lo que parecía un candado bordado en el centro. Un tanga tan pequeño que apenas sí tapaba tres centímetros de su pubis. Un pubis que, por cierto, estaba completamente depilado. Levantó la mirada con la intención de observar detenidamente el rostro de su amiga y cerciorarse de que no se había equivocado de persona, pero no llegó hasta tan arriba. Sus ojos se detuvieron sin poder evitarlo en la ceñida blusa. En realidad en su escote. Ese escote por el que habían asomado retazos de color fucsia. Empezaba a adorar ese color. Sin pensarlo dos veces agarró el escote y tiró de él hasta que los botones saltaron.

—¡¿Estás loco?! —exclamó Ruth—. Esta blusa es una de mis favoritas, no tienes derecho a... —Se calló al ver la expresión de Marcos.

—¡Dios! —jadeó él totalmente alucinado.

Esos retazos eran en realidad un sujetador del mismo color que el tanga, con una llave bordada en cada copa y tan escotado que apenas tapaba los pezones, revelando ante su atenta mirada que las fantasías a veces se hacían realidad.

No sabiendo exactamente por dónde empezar el festín se decidió, al menos por el momento, por lo convencional. La levantó en brazos sin dejar de besarla y en dos zancadas llegó a la cama. La dejó caer y se tiró sobre ella sin más miramientos: lo salvaje había ganado a lo convencional, y resolvió dedicar apenas dos segundos a investigar las "llaves", plenamente consciente de la última vez que habían estado juntos y de que a su amiga las caricias en esa zona la dejaban fría. "Sólo dos segundos", se repitió mentalmente mientras de un mordisco retiraba la tela que cubría los pezones, ¡Dios! Seguían tan tersos y firmes como recordaba, "Sólo dos segundos", reiteró a la vez que apretaba la mejilla contra uno de ellos para a continuación morderlo delicadamente, tan dulces, tan tentadores. "Sólo dos segundos", mientras sus dedos los recorrían veloces, apretándolos y soltándolos, recorriéndolos en espiral, tan exquisitos, tan fascinantes.

Ruth sintió el pene contra su pubis y se olvidó por completo de que Marcos era igual que todos, asentándose en sus tetas sin llegar a ningún lado.

Lo notaba cálido y pesado contra ella, tan grueso y dilatado, tan suave y rígido. Si tan solo estuviera ubicado un poco más abajo... justo donde se concentraba todo el calor y la sangre de su cuerpo. Arqueó las caderas en un intento de calmar su deseo Con el único sustituto del pene que tenía a mano: el muslo de Marcos. Este notó el movimiento y se reprendió a sí mismo. ¡Mierda! Se le habían pasado volando los dos segundos. Abandonó renuente los pezones y descendió con pequeños besos por el abdomen, recreándose en cada escalofrío de pasión que surcaba el vientre de la mujer, deteniéndose en el ombligo para investigar tortuosamente cuan suave era y cuánto podía resistir ella sin hacer nada. Dos segundos. Resistió dos segundos inmóvil antes de agarrarle del pelo y obligarlo a seguir bajando hacia el pubis mientras sus piernas se abrían impacientes y su espalda se arqueaba. Marcos sonrió astuto. Si pensaba que ella tendría el control, estaba muy, pero que muy equivocada. Él llevaba la batuta. Una batuta grande y dura.

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