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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (19 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Julia miró la cámara que sostenía Basia con manos un poco temblorosas y vio que además de proporcionar una copia instantánea poseía una pequeña pantalla en la parte posterior. La imagen estática representada a todo color que mostraba no le causó ningún efecto de mareo y entonces se le ocurrió una idea.

—¿Puedo hacer una foto? —preguntó—. Quiero hacer una comprobación con la foto que saqué de Solsbury’s.

Cuando Basia le pasó la pesada cámara, se levantó e hizo una foto aproximándose cuanto pudo al centro del cuadro. A continuación, subió al salón y cogió la fotografía del medallón ampliado.

La cámara, como había supuesto, disponía de un magnificador electrónico de precisión, con el que amplió la zona del medallón de la segunda dama y la imprimió. Tras comparar las dos inscripciones, Julia apretó el auricular del transmisor.

—Lo tengo —dijo con la voz alterada por la excitación—. Creo que ya lo tengo.

El sonido de pasos apresurados subiendo la escalera precedió a los dos investigadores vaticanos, que se aproximaron a Julia con expresión expectante.

—Mirad —dijo ésta acercándose al mapamundi y pinchando las dos fotos en las partes con agujeros—. La dama del primer cuadro miraba hacia su derecha y la inscripción del medallón no correspondía con nada, pero la del segundo está mirando hacia su izquierda y los símbolos del medallón son idénticos a los de la losa de piedra hallada en el pozo de la isla de Oak. ¿Qué tenemos? —instó haciéndose a un lado para que se pudiera ver el conjunto.

El mapamundi mostraba a las dos damas mirándose a los ojos, una portando un medallón cuyos signos habían sido descubiertos en una losa que tapaba un pozo en Nueva Escocia de procedencia, contenido y profundidad desconocidos. La otra dama estaba colocada sobre Irlanda y su mensaje estaba aún sin descifrar, pero todo apuntaba a que había algo allí, en las inmediaciones del asilo Webster, en la isla de Innishshark.

—Espléndido —exclamó Fabio y se acercó para dar un espontáneo abrazo a Julia—.
Bravo, Giulia
.

Julia trató de controlar el orgullo inexplicable que la embargaba. Sentía una sensación de liberación, de estar saliendo por fin del túnel en el que había estado metida, de dejar por un instante de ser la presa.

Basia seguía mirando el mapamundi en silencio, como tratando de descifrar el secreto de las damas y los enigmáticos mensajes.

—Lamberti, registra la galería —ordenó al cabo de un instante, mientras volvía a conectar el transmisor de la maleta—, todavía no sabemos qué está pasando, y estoy convencida de que la pintora sí lo sabía. Obviamente, nuestro psiquiatra Grosshinger también trató de averiguarlo. Hay que encontrar algo más, algo que nos ponga sobre la pista definitiva de los sellos que mencionan en las cartas, algo que nos dé un motivo para presentarnos en Irlanda.

Fabio desapareció de nuevo escalera abajo y Basia volvió a enfrascarse en una larga conversación con alguien en un tono apremiante y seguro. Un trueno resonó a lo lejos y Julia se envaró, mirando hacia las ventanas con aprensión. El tiempo estaba cambiando deprisa.

Julia cogió su maletín y guardó las fotos. Encima de la mesita estaba el bastón de coral que se le había caído al monstruo del puente londinense. Lo llevó a la luz del sol, que lo hizo relucir con un rojo intenso, y pudo apreciar con nitidez las figuras talladas con abominable exquisitez, unas entalladuras que, sin saber por qué, le produjeron un efecto de náusea. Las formas obscenas que insinuaban los terribles dibujos la hicieron evocar
imágenes de lugares imposibles y ritos profanos con seres amorfos danzando alrededor de un inmenso monolito de basalto negro apenas iluminado por la luz malsana de una luna gibosa…

—¡No toques eso con las manos desnudas! —oyó que le decía Basia mientras notaba que le arrancaban el bastón de las manos. Salió del oscuro trance con un sobresalto y guiñó los ojos al encontrarse rodeada por la claridad del día. Basia había soltado el bastón encima del sillón como si quemara.

—¿Qué ha pasado? —consiguió balbucear, aturdida.

—Esto es un artefacto peligroso y su simple contacto puede conducir a la locura, si uno no tiene la preparación mental necesaria —respondió Basia, con los ojos clavados en el bastón y una expresión de odio en el rostro.

»Siento haberte asustado —añadió, asiéndola del brazo por un breve instante—, pero ya he perdido demasiada gente a manos de estas blasfemias. —Su voz había adquirido la consistencia del acero—. Hemos de partir cuanto antes hacia Londres. Dame tu TP, por favor —concluyó alargando la mano y haciendo un gesto hacia su oreja.

Julia estaba desconcertada y con un cierto temor a ser abandonada allí a su suerte, en Austria, sola y en el punto de mira de los horribles seres.

—¿Qué… qué va a pasar conmigo? —tartamudeó, moviendo la cabeza en dirección al transmisor de la maleta—. ¿Os han dado instrucciones respecto a mí?

Basia se la quedó mirando y lanzó un suspiro mientras guardaba los pequeños transmisores.

—Sólo tienes dos opciones, y ninguna de ellas es agradable —anunció haciendo que a Julia le volvieran a quemar las entrañas—. Puedes volver a España y seguir con tu trabajo, pero no podemos garantizar tu seguridad, y menos en un puerto de mar como Barcelona. Deberás seguir un proceso de acondicionamiento y después de eso, estarás sola. La otra opción —prosiguió sin darle la oportunidad de contestar— consiste en unirte a nosotros y continuar la lucha hasta el final, pero para eso has de desaparecer de la luz pública y jamás volverás a ver a nadie conocido.

Con un gesto brusco, cerró la maleta transmisor y se volvió hacia Julia.

—Es así de simple. Piénsalo bien —le advirtió, y una sombra empañó la gélida mirada—. No hay vuelta atrás en ninguno de los dos casos. Piénsalo mientras Lamberti y yo acabamos de recoger el equipo. Sal afuera, si quieres; el aire fresco te ayudará a tomar la decisión correcta… si es que la hay.

Al salir de la casa, tras haber pasado en ella casi dos días enteros, la sensación de frescor de una atmósfera limpia y la tibieza del sol de febrero que todavía luchaba en el cielo casi cubierto hicieron en su ánimo el efecto de un bálsamo. Cerró los ojos con fuerza e inspiró el aire frío y cortante hasta que le dolieron los pulmones.

Por un momento, quiso imaginar que todo aquello había sido una elaborada pesadilla de la que iba a despertar de un momento a otro. Parecía imposible que los bucólicos bosques vieneses coexistieran con el infierno al que había sobrevivido. Se alejó un poco de la casa y entonces vio los restos de los horribles seres que habían atacado la noche anterior.

Esparcidos como grotescos enanos de jardín, los cadáveres de formas imposibles que habían empezado a descomponerse hicieron añicos su esperanza. El viento cambió de dirección y se dio cuenta de que apestaba a sudor y a suciedad. Una breve mirada al desaliñado atuendo que llevaba puesto desde su partida de Inglaterra la hizo desear una ducha de manera ferviente, algo que pudiera alejar el hedor a miedo que parecía habérsele incrustado en las ropas y en la piel.

Se sentó a horcajadas en uno de los muros bajos que separaban el sendero de la entrada. Había llegado el momento de decidir qué camino tomar. Fuera cual fuera, la decisión iba a cambiar su vida para siempre y no había vuelta atrás.

Regresar a Barcelona tras el tratamiento —que sospechaba consistiría en ayuda psicológica para aceptar la abominación, si no resultaba ser una desprogramación al estilo militar, mucho más radical—, supondría volver a casa y al trabajo y fingir que no había ocurrido nada. Volver a su vida anterior supondría mirar cada día por encima del hombro para comprobar si la seguían, sentir el terror a salir por la noche, evitar puertos, barcos y ríos. No volvería a ser dueña de su vida, sino una esclava malviviendo un miserable periplo agónico hasta el día de su muerte.

«No —decidió con un súbito arranque de coraje—, no voy a caer tan fácilmente, jodidos hijos de puta.»

Ahora sabía parte de la verdad, había visto muy de cerca la espantosa cara de un destino al que la humanidad se estaba acercando a pasos agigantados. Sabía que el precio de ese conocimiento podía representar la locura más terrible, y una muerte aún más espantosa, pero, al menos, moriría luchando y viendo venir al enemigo y no de pronto, ignorando quién o qué había hecho añicos el espejo en el que se reflejaba el apacible mundo de los mortales para revelar el terrible caos ancestral que se agazapaba al otro lado.

—¡Julia! —Un grito la sacó del torbellino de pensamientos. Alzando la cabeza, vio a Fabio en la puerta de la casa haciendo gestos para que se acercara. Ya no hacía sol, y la lluvia había empezado a caer una vez más.

Encontró a Basia hojeando un pequeño cuaderno y mirando con expresión ceñuda el mapamundi con las fotos pinchadas. Fabio, con los ojos centelleantes como el cristal, sonreía y movía las manos con nerviosismo.

—Encontré el resto del diario de Grosshinger —explicó sin dejar de mover los hombros espasmódicamente y sorbiendo por la nariz—. Había una caja fuerte detrás de uno de los cuadros y en su interior estaba el diario y… esto.

Julia vio que sobre la mesa había un libro de aspecto antiguo, bastante grueso y encuadernado en algo parecido a piel, de un color amarillo apergaminado y con manchas oscuras diseminadas por la superficie. En la cubierta se podían leer unos caracteres de trazo oriental que le recordaron a las ilustraciones tibetanas que había tenido colgadas en las paredes de su habitación durante la época más joven y alocada de su vida.

—Es la primera copia que encontramos del
Libro de Dzyan
—dijo Fabio—, aunque parece bastante reciente, quizá una compilación medieval.

Julia contempló el grueso volumen con reverencia. El
Libro de Dzyan
era tan antiguo, según lo expuesto por Madame Blavatsky, que los anticuarios podrían pasar toda una vida admirándolo sin ponerse de acuerdo en el tipo de material de que estaban hechas sus páginas.

Se decía que de su contenido habrían salido los primeros libros de ocultismo hebreos, el
Siphra Dzeniouta
, o el mismísimo
Sepher Jezirah
atribuido al patriarca Abraham, y libros tan dispares como el
Shu-King
, la primera biblia china, o los textos caldeos prohibidos de
El Libro de los Números
.

Recordó haber leído veladas referencias acerca de las historias que narraban las estancias, nombre con el que se identificaba a las distintas estrofas que lo componían. Los terribles pasajes describían inquietantes revelaciones de un pasado olvidado y un futuro profetizado y oscuro. Se contaba que un monje benedictino que consiguió entrar en uno de los monasterios tibetanos para estudiar los textos sagrados de los lamas huyó del templo despavorido, y los escritos que dejó antes de suicidarse, quemándose vivo en el claustro de una abadía italiana, relataban con letra temblorosa ritos blasfemos celebrados en templos secretos y consagrados a dioses malditos.

Julia apartó la vista del fascinante volumen con esfuerzo y se volvió hacia Basia, que continuaba leyendo las últimas páginas del pequeño tomo encuadernado en piel marrón. Se acercó y echó una ojeada a la apretada escritura que ya había visto en las páginas del otro diario de Markus Wilhem Grosshinger. Era la misma letra, estaba redactado en alemán y en primera persona, con fechas encabezando párrafos cuya caligrafía denotaba una inquietud mayor a medida que pasaban las páginas.

—Ésta es la pieza que nos faltaba —afirmó Basia, cerrando el pequeño libro y pasándoselo a Julia. Estaba un poco más pálida y su mirada era puro hielo—. Grosshinger estuvo tratando a Ûte durante casi un año y esta parte del diario describe con minuciosidad malsana los cambios a los que alude en el otro fragmento. Al parecer, Ûte mantuvo relaciones
contra natura
con los Profundos en alguno de sus viajes. Poco a poco, su fisiología empezó a cambiar, adoptando el aspecto de uno de esos seres, metamorfosis que el profesor describe con la precisión de un cirujano. Alguien debió descubrir a Ûte cuando estaba pintando un autorretrato en alguno de los lapsos de cordura que le quedaban y la hizo internar en el asilo Webster para ocultar el horror en que se estaba convirtiendo.

—Tal vez su propio marido no huyó con la nueva modelo —intervino Julia mientras se sentaba en el sofá. De repente se sentía cansada y sin energía—. Quizá fue él quién la descubrió en el apartamento y la trasladó a Irlanda. Probablemente nunca lo sepamos.

—Sea como fuere —continuó Basia, dejándose caer en el sofá al lado de Julia—, el cambio continuó y una noche de tormenta el ser horrendo que una vez fue Ûte Firsch-Pieke consiguió huir del asilo y se lanzó al mar sin que los aterrorizados médicos pudieran impedirlo. Nunca recobraron el cadáver, pero, y cito textualmente al profesor, «sospecho que sigue aún viva, nadando con el resto de los Profundos en las cercanías de la ciudad submarina y esperando el despertar del dios que yace soñando en el fondo del océano».

»El profesor se hizo con los cuadros del matrimonio justo antes de que estallase la guerra —prosiguió tras una pausa, masajeándose la nuca con suavidad—, después volvió a Austria y dedicó buena parte de su vida y su fortuna a buscar el
Libro de Dzyan
, que al parecer encontró entre los restos carbonizados del monje benedictino. Los otros monjes habían enterrado el cuerpo en tierra desacralizada con todos los escritos, negándose horrorizados a albergar en el cementerio tamañas blasfemias.

Julia ató más cabos sueltos. Ésa era la justificación de las apreturas económicas que habían obligado al profesor a vender parte de su patrimonio pictórico. Había estado viajando por toda Europa, buscando sin descanso el libro maldito, y después había estado estudiando su extraordinario contenido, perdiendo poco a poco la cordura con sus aterradoras revelaciones.

Mientras cavilaba, Julia había ido hojeando distraídamente el manoseado diario. De vez en cuando, entre las anotaciones había algún dibujo garabateado con mano poco hábil, la mayoría de las veces indescifrable. Uno de ellos, sin embargo, captó su atención sin motivo aparente. Era una sucesión de trazos burdos de contorno irregular coloreados a mano que formaban un dibujo abstracto, parecido a un cuadro de Hans Hoffman llamado
La tercera mano
.

Algo en el esquema trazado con mano temblorosa irradiaba familiaridad, y se encontró mirando de nuevo el gran mapa.

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