Detrás de la Lluvia (16 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Dios no diome una moza, sólo homes —dijo su madre—. Ahora téngolas a ellas, como si fiyas fueran.

La tumba tenía una sencilla lápida. Los nombres de los abuelos paternos, el de su hermano ahogado y, abajo, el de su padre, estaban pintados torpemente. José Manuel rezó, arrodillándose. Lo hizo con devoción pidiendo por él y rogando su perdón por no haber podido cumplir su secreta promesa. Al rato vio acercarse a una rapaza calcada a Georgina. Quedó desconcertado.

—Esta ye mi hermana Soledad, que todos creen gemela, pero ye tres años menor —dijo su joven cuñada, viendo su azoramiento. Rio—. Tien ya mozo que la ronda.

O sea, quince empujados años, uno menos que él, que también aparentaba mayor. Hizo grandes esfuerzos por no mirarla con la prolongación e intensidad que demandaba su admiración. Pero se avino al compromiso que su condición le marcaba. Sin embargo, en los breves chispazos del resto del día, sorprendía la mirada de la muchacha fijada en él.

Más tarde, ya en el pueblo, no todos los vecinos le dieron la bienvenida. Algunos le miraron con el mismo rencor que los desconocidos que le vociferaron durante el trayecto. En la cocina aceptó un generoso vaso de leche. Encontró la casa original muy pequeña. Le pareció imposible que pudieran haber vivido amontonados tantos en ella. Dos años antes tuvieron el acierto de construir sobre una parte de la huerta. Había cuatro habitaciones más, ocupando dos plantas, y ahora ya no estaban tan apretujados.

Los dos hermanos mayores, Adriano y Tomás, estaban haciendo la mili en León cuando ocurrió el deceso. Al quedar como hijos de viuda, fueron licenciados. En ese momento estaban en la mina, allá en Moreda. Llegaron al atardecer, las caras y las manos tatuadas de carbón, las boinas incrustadas. Se dieron un fugaz abrazo y luego, en el
escanu
, intentaron conversar, al principio con monosílabos, ellos
tardiegos
en poner las palabras deseadas. La diferencia entre José Manuel y sus hermanos era tan patente que sintió una punzada de remordimiento, como si fuera culpable de esa distancia cultural. Bajó la mirada, doblegando su costumbre de mirar de frente. Quería evitar interpretaciones engañosas, despegarse de cualquier gesto que ellos tomaran como de suficiencia. Estaba toda la familia, sus tías incluidas, y las mujeres pusieron la cena sobre la mesa. Mientras comían, José Manuel notaba que sus ojos tiraban de él hacia Soledad, a hurtadillas. Y siempre encontraba la mirada de ella, como si fuese la entrada a un mundo mágico.

—Espero que te vaya bien por allá —dijo Adriano, rompiendo la tregua.

—Estoy bien —contestó José Manuel, creyendo notar lo que le pareció un intento de acercamiento en su hermano—. ¿Y vosotros?

—Así vamos. Se acercan malos tiempos. Ye bueno tener a alguien al otro lao.

—¿Qué es eso del otro lado? No te entiendo. Soy de la familia.

Hubo un silencio. Georgina sirvió vino y dijo algo sobre el tiempo, pero nadie la escuchó.

—Por ahí abajo las cosas tan revueltas. El SOMA ta agitando toa la cuenca. Lo questa mañana ta pasao en Campomanes con esos
chavalacos
. Ye una muestra.

—Cosas de guajes.

—Guajes y mozos. No hay respeto ni seguridad. La crispación ye grande. Somos gente de orden. Por eso tamos afiliaos al Sindicato Católico. No queremos dinamitar los sistemas de extracción y carga del carbón, ni las torres, ni hacer sabotaje en las instalaciones. Ye una barbaridad. Provocan pérdidas que a nadie beneficia. Pero el sindicato socialista tien más gente cada vez. Como mineros taremos liaos en las huelgas, a pesar de tar en desacuerdo. Y si hay enfrentamientos, todos quedaremos malparaos.

—Bueno. No entiendo mucho de huelgas. Pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo? —Le miró y supo lo que estaba a resguardo—. ¿Crees también que el enemigo es la Iglesia?

—No, aquí no somos de esa opinión. Pero la Iglesia ye uno de los objetivos. Para muchos ye el mal, el oscurantismo, la opresión. Debes cuidarte.

—¿Por qué me enviaste al seminario?

—No fuera yo. Fuera madre. —José Manuel la miró. A través del escudo de lágrimas percibió en ella un matiz de orgullo, como si tuviera la satisfacción del reconocimiento tardío—. Tábamos de acuerdo en que fuera lo meyor para ti. Ahora tenemos quien nos quite los pecaos.

José Manuel le miró y luego lo hizo con sus otros hermanos, uno a uno, como si estuviera fotografiándolos. Todos allí, menos el desventurado Pedro, como cuando no tanto tiempo antes tropezaban unos con otros. Adriano, Tomás, Eladio y Manolín. No se habían prodigado en afectos. Crecieron sin mucho cariño, o al menos no expresado. Así era esa tierra. Notaba una sensación, como que parecían ocultar algo que pugnaba por salir y quedaba frenado en las bocas apretadas. Pese a ello los sintió cerca de sí, como nunca antes. Supo que Adriano no lo había aojado, como siempre creyó. Y se prometió en esforzarse para no decepcionarlos.

Ya en la noche fue a ver a Jesús. Apreció distancia en el recibimiento de sus primos, no así en el de su amigo. Había equilibrado la estatura a la de él pero éste le doblaba en anchura. Parecía el Sansón de la Biblia. Se sentaron en dos tajuelas junto a la tomatera en la noche plácida. Notó que algo había cambiado en su antiguo compañero de aventuras. Estaba de ayudante de barrenista, como dos de sus hermanos, y su lenguaje había adquirido rudeza. Su padre había muerto el año anterior, también de silicosis, de lo que informaron a José Manuel por carta.

—Ese maldito polvo métese en los pulmones y ahí quédase para darte por culo. Si no inventan filtros, o lo que sea, moriremos tos. Las mascarillas que ponemos son inútiles. —Condujo el cigarrillo a la boca en una de sus grandes manos y soltó un chorro de humo—. Nuestro trabajo ye duro, el que más. Puede que algún día los patronos lo comprendan y nos paguen a la altura, no la miseria que ahora recibimos.

—¿Vas a ser minero, lo has decidido?

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—¿Por qué no has ido a verme a mi casa?

—Tamos enfrentaos. Tus otros hermanos, bueno; pero Adriano ye un gañín.

—Supongo que por el trabajo en las minas.

—Sí. Ellos militan en esa asociación clerical, que no mueve un dedo en defensa de los mineros. Tan con la patronal y con las autoridades. No les conmueven los despidos masivos, las peligrosas condiciones de trabajo, el largo horario. Sin embargo se benefician de lo que el SOMA va consiguiendo. Nunca seremos amigos. Ye otra forma de pensar. No me importa, pero tú sí.

—Creo que me estás preguntando si por estar en el seminario cambiaré respecto a ti.

—La religión ye como una droga.

—Nada me hará dejar de apreciarte como siempre. Mi mejor amigo. Ni siquiera tú si decidieras que la religión es una barrera.

Algo en los ojos de Jesús movió las sombras que los camuflaban. Pasado un tiempo de tanteo soltó lo que lastraba su ánimo.

—Nosotros trabayamos la jodía vida pasando fame y miseria. Y si llegamos a vieyos no tenemos ninguna ayuda, ni una puta pensión del Gobierno, sólo lo poco del Montepío. Nacemos y morimos probes después de una vida de trabayos. Vosotros no trabayáis, nunca lo hacéis, sólo estudiar y dar sermones. Cuando llegáis a cura tenéis la vida resuelta. Y de vieyos, la residencia y dinero guardao. Morís después de una vida sin problemas y sin dar golpe. ¿Ye eso justo?

—Me has dejado de una pieza. Ha sido un gran discurso. ¿De dónde lo has sacado?

—No te burles de mí, joder. No ye falta ser sabio para saber eso.

—Amigo mío, puede que tengas razón. Pero, ¿por qué no viniste conmigo al seminario?

—No quiero ser cura.

—Yo tampoco quería. Y no sé si lo seré. No he llegado a nada todavía. Ahora sólo soy seminarista. Y puedo asegurarte que la vida no es lo fácil que crees.

—Entonces puedes hacer algo para que ambos vivamos meyor, y también nuestras familias. —La oscuridad no permitía ver sus ojos pero José Manuel supo que le miraba con toda intensidad—. Sí, lo que estás pensando. Creo que llegó el momento de que cuentes si viste el tesoro.

—Un filósofo griego dijo hace muchos años que
Studia vel optimarum rerum sedata tamen et tranquilla esse debent
. Significa que el afán, aun de las cosas muy buenas, debe ser templado y reposado.

—No tengo tiempo para reposo.

—¿Crees que había algo?

—Sí, y te diré una cosa: llevelos a los dos, a padre y al tuyo. Buscáramos pero no encontré aquella puta grieta donde entraras. Aquel día diéramos muchas vueltas por las galerías. Pintaras un plano. Tu padre buscáralo en tus cosas, pero no estaba.

—Volviste allá —derivó José Manuel, repentinamente abstraído—. No me lo contaste.

—Bueno, dígolo ahora. También interviniera don Abelardo. El pusiera dinero para dinamita y las cosas. Fracasamos. Y nadie creyome. Pensaran que habíalo inventao. Pero yo te viera dibujarlo.

José Manuel entendió entonces la evasiva de sus hermanos al hablar de don Abelardo en la mañana y también el misterio que vio en su familia durante la cena.

—¿Dónde pusiste el jodido plano, hom?

—Lo quemé.

—¿Quemástelo? ¿Cómo la encontraremos ahora?

—¿Encontrar qué? ¿La grieta o el tesoro?

—No me jodas. Lo uno y lo otro.

—¿Qué te hace pensar que vi un tesoro? Puede que hayas metido en danza a mucha gente por algo que no existe.

—Pero sí taba la grieta. Entraste en ella.

—Con las voladuras que harían, todo estará distinto. Puede que sea imposible encontrarla.

—El asunto ye si viste algo, coño. Si así fuera, ¿a qué cojones esperabas? Debieras haberlo contao. Si hay un tesoro y hubiéranlo encontrao, quizás ahora nuestros padres no tuvieran muertos.

José Manuel consideró lo que su primo decía. Ahí estaba el razonamiento natural, que siempre sorprende cuando sale de boca de un
payotu
. Ninguna formación académica puede superar los chispazos de la lógica más simple. Ese hombretón que tenía delante nada se parecía al guaje de sus aventuras infantiles. Pero tenía la misma autenticidad, su mirada no estaba doblada. Seguía lleno de la pureza telúrica que él había ido perdiendo. Sintió cuán lejos quedaba de sí mismo y envidió la nobleza de su amigo, la seguridad en sus deseos y actitud. Por el contrario, él estaba en algo que seguía sin columbrar, esperando el milagro del entendimiento como si el tiempo le perteneciera.

—Jesús —dijo lentamente—. Perdóname. Nunca me olvidé de ti.

—No quiero morir enfermo y en la miseria. Haré caso a los del sindicato y si hay que pegar tiros...

—No sé lo que vi allá. Fueron segundos, mientras el candil descendía, antes de estrellarse y apagarse. Quizás era algo que no merece la pena. Si ellos buscaron tanto y no encontraron, es que no había nada.

—¿Pero viste algo o no?

—Sí, creo que sí. Pero en este momento no es posible que lo comprobemos.

* * *

A la mañana siguiente José Manuel se levantó temprano según hábito, con el sigilo aprendido, todavía las estrellas sujetándose al cielo. En mitad de la noche había oído partir a Adriano y Tomás hacia la mina. Ya se había despedido de ellos, así como de los demás después de la cena. A un lado del establo se lavó y luego salió a cumplir con el vientre. Volvió a su cuartito y recogió sus cosas. Al bajar vio luz en la cocina. Soledad estaba esperándole. En la mesa, un cuenco de leche con pan. Y sus ojos.

—Ties que alimentarte —dijo ella, con un hilo de voz.

José Manuel se sentó e hizo el honor. Sabía que no podía hacer rechazo sin ofenderla. Luego ella le acompañó a la puerta, aún las sombras pertinaces. El le dio la mano pero ella la ignoró. Alzándose sobre sus pies le dio un abrazo y le besó en la mejilla. Un roce, como si hubiera sido tocado por un copo de nieve.

—Me prestó hacerlo —dijo ella en un susurro, al despegarse—. Todavía no yes cura.

Él echó a caminar por el pedroso sendero, acosado de confusión. Llegó a Campomanes, lamentando no haber podido ver a su viejo maestro por estar fuera, de vacaciones. Ya en el tren comprendió que eran muchas las cosas que debía confesar cuando estuviera en el seminario.

Capítulo 21

¿Quién enterró ayer la última bala?

JUSTO BOLEKIA BOLEKÁ

Madrid, abril de 1941

Los inspectores Perales y Blanco llegaron a la hora de la comida, la mejor para sorprender a quienes buscaba la policía. Alfonso les abrió la puerta, pero no les invitó a pasar.

—¿Podemos...? —inició Blanco.

—No a estas horas. Vengan más tarde.

—No es por ti. Buscamos, a ese familiar tuyo, Carlos Rodríguez. Tenemos unas preguntas que hacerle.

—No está.

Perales le apartó y entró en el comedor seguido de Blanco. Tía Julia estaba sentada a la mesa y les miró por encima de las gafas. Perales no intentó disimular su impaciencia.

—Le mandamos un aviso de comparecencia. No contestó.

—¿Cómo iba a hacerlo si no vive aquí? Se lo dijimos al agente que vino con el aviso.

—¿Cómo que no vive aquí?

Alfonso hizo una seña a su madre, que se levantó y salió de la casa.

—Digan qué es lo que quieren.

—No seas pesado. Dinos dónde está.

—Haciendo la mili. Fue llamado a filas.

—¿A qué lugar?

—¿Para qué lo buscan?

Los dos policías se miraron. Blanco notó la frustración de Perales. Le vio cerrar y abrir la mano derecha y supuso que echaba de menos la palmeta.

—Han aparecido dos cadáveres en el cementerio donde fue encontrado tu primo. —Alfonso puso un gesto de estupefacción—. No estaban desnudos pero les faltaban los documentos. Aun así pudimos saber quiénes eran porque los identificaron las personas que denunciaron su desaparición.

—Eran dos hermanos y trabajaban de encargados en unas contratas ferroviarias, en la estación de Atocha —añadió Blanco.

—Sigo sin entender.

—Tu primo, antes de trabajar de albañil también estuvo en esa contrata.

La puerta se abrió y fueron entrando ocho hombres jóvenes, todos vestidos de azul y los escudos del yugo y las flechas refulgiendo en sus camisas. Desprendían gran vigor y sus ojos no albergaban propósitos de amistad. La tía Julia se quedó en la puerta, expectante.

—Ahora —dijo Alfonso— van a quitarse los sombreros y dar los buenos días a la señora. Estoy seguro de que se les pasó por alto mostrar la educación, que sin duda poseen.

Los ojos de Perales se llenaron de tormenta. Era inspector y miembro del Servicio de Seguridad Interior. Podía llevarles detenidos a todos a punta de pistola. Pero la realidad del momento pintaba otra cosa. El poder no estaba sólo de su lado. Sabía que Serrano Súñer había dejado la titularidad de Gobernación en octubre pasado para asumir Exteriores y que el Ministerio estaba dirigido temporalmente por el subsecretario José Lorente Sanz, falangista y fiel colaborador de Serrano, a quien tenía puntualmente informado de las cuestiones internas. Era como si el presidente de la Junta Política de Falange siguiera ejerciendo de ministro de Gobernación. También sabía que el director general de Seguridad, de quien dependía, seguía siendo José Finat y Escrivá de Romaní, falangista de la vieja guardia, secretario personal en su momento de José Antonio Primo de Rivera, aunque se hablaba de que lo nombrarían embajador en Berlín. No tuvo dudas de que a la mínima esos energúmenos ofrecerían resistencia y hasta les podrían dejar malparados. Y pudiera ser que en las actuaciones posteriores él llevara las de perder porque, además de invocar allanamiento de morada respetable, sin justificación ni orden judicial, los hombres de azul estaban tan protegidos de autoridad como ellos. Así que optaron por obedecer.

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