Detrás de la Lluvia

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Madrid, 1941. Un hombre acusado de cuatro asesinatos se alista en la Legión y luego en la División Azul. Coincidente con la orden policial de captura, un implacable asesino lo persigue para matarlo. Su rastro desaparece en los helados frentes de Rusia.

Lena, Asturias, 1928. Un niño se escapa de casa para buscar, en una cueva de las cumbres de la cordillera cantábrica, un fabuloso tesoro rastreado durante siglos y que nunca existió. A finales de 1937, ya adulto y terminada la guerra civil en Asturias, es echado del hogar. Nunca regresará, ni para reclamar su parte de la herencia. Jamás volverá a saberse de él.

Dos vidas diferentes, dos destinos perdidos en el misterio que el detective Corazón Rodríguez, en el año 2005, debe encontrar, indagando de nuevo en tiempos desvanecidos.

Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia

ePUB v1.1

RedentorX
26.06.12

Título original:
Detrás de la Lluvia

Joaquín M. Barrero, 2012.

Editor original: RedentorX (v1.0)

ePub base v2.0

 

A Jesús Catalán Rafael, trabajador indesmayable que un día creyó en el sueño imposible. El Rey de Toledo, mi amigo.

A Antonio Hidalgo Girón, lector infatigable y buscador impenitente de parajes en la todavía inexplorada España.

A Georgina Fernández de la Riva, Teresa Sánchez Muñoz y Mireia Boladeras Bosque, inasequibles a la desesperanza y que siempre están en la parte emocional de mis sentimientos.

Al Club Hernández: Ángel Sotomayor Cerdeño, Mariví y Esther Huerta Parra, Luis Rodríguez Fernández, Valeriano López Díaz, José Antonio Rivera Fernández y Jesús Rivera Ávila, que mantienen vivo el impulso de su juventud huyente.

 

Capítulo 1

Cuando nadie sabe hacia qué puerto navegamos, ningún viento es bueno

ANÓNIMO DANÉS

Madrid, enero de 2005

De repente, el tipo se volvió con una pistola en la mano y disparó. La bala me entró en el pecho. Caí hacia atrás sobre los cascotes del angosto pasadizo, golpeando de lleno el suelo con la espalda. Quedé conmocionado pero sabía que el daño real era el del proyectil. Permanecí inmóvil en la agonizante luz tratando de evitar un segundo disparo, que no se produjo. Oí pasos cortos alejarse a la carrera. Con dificultad saqué un pañuelo y taponé la herida. Luego cogí el móvil e hice la llamada.

Capítulo 2

Audendo magnus tegitur timor.

(Con la audacia se esconden grandes miedos.)

LUCANO

Lena, Asturias, julio de 1928

Llevaban horas caminando por el monte igualado de verdor, cada uno con su boina encasquetada. Se ayudaban con un palo previsor para afianzarse en los desniveles y para descubrir hoyos arteros. Los robles, hayas, acebos y abedules aparecían en grupos como vigías en acampada. Vieron levantarse perdices y más de una liebre saltó rauda ante ellos.

—Olvidé el tirachinas. Pudiéramos cobrar alguna pieza —se lamentó Jesús, de once años, fuerte, corpulento, mirando a su compañero.

—No tamos a eso. No podemos perder tiempo, aunque lo trayeras.

Por esas alturas el sol perdía fuerza. Pero ellos sudaban, las ganas apremiantes, aunque distaban de estar cansados. La aventura emprendida les estimulaba, si bien con intensidad diferente.

—¿Paramos un momento? —dijo Jesús con un tinte de inseguridad en su mirada.

—Sí —concedió José Manuel, adhiriéndose a la idea. Tenía la misma edad que su primo, era delgado como un bambú y miraba siempre con la agudeza del águila.

Se detuvieron y bebieron de las cantimploras. Miraron hacia atrás. Reconcos, Villarín, Piñera y otros se veían lejanos al otro lado del valle del Huera. Y más allá apenas se perfilaba Pradoluz, su pueblo, como si lo hubieran perdido y ya no pudieran regresar a él. Aquí y allá los almiares se erguían aunque muy disminuidos de volumen en esas fechas. Había escasa circulación por la sinuosa y estrecha carretera que unía la mayor parte de las aldeas. Carros tirados por mulos, un camión de tarde en tarde. Vieron un alimoche, el buitre blanco con cara amarilla, flotando en el espacio.

—¿Cuánto queda?

—Tamos cerca —aseguró José Manuel.

—No pregunté eso.

—Pasando la Tesa, ya mismo. —Le miró—. ¿Qué te ocurre, ho?

—Nada. —Jesús golpeó distraídamente un terrón con el palo—. Bueno... Espéranos una buena felpa.

—Con eso ya contamos.

—¿Merece la pena, verdad?

Amigos desde los primeros reconocimientos. Tan distintos en todo salvo en su pelo incendiado y en sus ojos celestes. No hace tanto, siendo chiquitajos, iban a coger grillos durante los veranos hasta que se les terminaban las meadas necesarias para hacerles salir de las cavidades pétreas. Los retenían en los puños, riendo, los dientes alzados al sol hasta ver quién aguantaba más las cosquillas. Luego los dejaban ir y los veían desaparecer entre las rendijas. También cogían pomas, chiquitas y verdes, que su fuerte dentadura desmenuzaba. Y escalaban los
teixos
y los carbayones hasta que las ramas les advertían del peligro de seguir. Pero aunque ya no eran rapacinos tampoco tenían el cuerpo maduro. Habían emprendido algo serio, más allá de todas sus travesuras. Algo que era cosa de mozos, y ellos estaban en medio de ese tiempo lento en el que no se es nada todavía.

—Lo habláramos muchas veces. Hiciéramos un plan.

—Hiciéraslo tú y pareciome bien. Pero ahora... No sé...

José Manuel rehusó responder. Se calmó los tobillos, que no cubrían los muy remendados pantalones de dril. Las ortigas y raíces habían dejado sus huellas también en las alpargatas de suela de esparto. Cuando fueran mayores quizá podrían tener botas de cuero con cordones o esas polainas con hebillas que protegían las piernas hasta la rodilla y que usaban algunas autoridades de esos pueblos y señorones de Oviedo, cuando llegaban para vigilar sus quintanas arrendadas. Echó a andar hacia arriba y su primo le siguió. No había pistas ni senderos en las amplias
erias
, sólo la referencia de los altos montes con los picachos surgiendo como centinelas. Para guiarles allí estaban la Mesa y la Marujas, al frente, en plena Sierra Negra. Antes de llegar a ellos los prados competirían con los roquedales.

Habían salido de casa cuando la noche aún palpaba los contornos de las cosas y un presentir de palideces se agazapaba para reclamar su turno. Habían caminado por la
caleya
para no pisar la gleba y, cuando la ruta impuso la dirección adecuada, se afanaron por los prados, algunos todavía henchidos de pasto, la siega retrasada, con la oscuridad difusa sosteniéndose alrededor. Escapaban de la vigilancia familiar y del lento despertar del domingo. Apenas hablaban. Eran herederos de una forma de vida donde las palabras salían menguadas y los esfuerzos se prodigaban. Además se perdían fuerzas y lo sustancial lo habían tratado con todo detalle a lo largo de los últimos meses. Llevaban una bolsa cada uno colgada a la espalda conteniendo los candiles de carburo y otros pertrechos. Aparte, un rollo de cincuenta metros de cuerda y otra más corta. La lista la había hecho José Manuel y Jesús no se sorprendió de su meticulosidad porque era posiblemente el más listo del pueblo. Debían tener gran cuido de esos utensilios porque costaban un montón de perronas y el conseguirlos supuso sacrificios para sus padres. En cualquier caso, no les iban a perdonar el haber dispuesto de su uso.

Siguieron adelante por la empinada ladera refugiándose en su vitalidad, caminando los ribazos y sorteando montañuelas. En las brañas altas y lejanas las vacas ponían puntos rosas en el verdor inacabable. Cuando dejaron atrás la Tesa y se asomaron al río Foz, el sol estaba al otro lado y les daba en la espalda. De la ribera hicieron acopio de arándanos. Bajo una ristra de laureles oyeron un canto melodioso. El pájaro, totalmente blanco, simulaba sonidos con galanura.

—Ye un mirlo —dijo José Manuel.

—No. Ningún mirlo ye blanco.

—Te digo que ye un mirlo.

El ave les miró y se eclipsó en el ramaje. Ellos quedaron un momento en silencio esperando verlo reaparecer.

—Nos traerá suerte —aseguró José Manuel, mirando el rostro cada vez más desanimado de su primo.

—Vamos a necesitarla —respondió Jesús.

Nunca se habían alejado tanto de su casa solos y era la primera vez que subían a esos parajes. Pero no se extraviarían porque él había hecho un plano basado en datos que fue recogiendo de las conversaciones de unos y otros. En lontananza, a la derecha, los imperturbables Peña Vera, Pico Almagrera y Peña Ubiña señalaban la provincia de León. Ellos no llegarían tan lejos. No tenían reloj pero calcularon que habrían empleado unas cuatro horas cuando vislumbraron las praderas antesala de los puertos de la Ballota, donde pastaban más vacas. Dieron un gran rodeo para evitar ser descubiertos por los pastores, que mostraban su indiferencia a la festividad del día. Vieron venir unas nubes de inocente apariencia por el oeste. Pararon a repostar. Comieron una parte de
las fayuelas
, único alimento que llevaban de casa, y unas
panoyas
requisadas de un maizal, finalizando el avío con los arándanos. Luego examinaron la copia de la gaceta que él había ido copiando poco a poco cuando nadie en casa le observaba.

La gaceta era una simple hoja que alguien había manuscrito en castellano dudoso y con nutridas faltas de ortografía no se sabe cuándo. En ella se decía que en la cueva había un tesoro, pero no su lugar exacto ni en qué consistía. En otro papel, unos trazos confusos querían representar el dibujo de algo no comprobado. Esa era la misión que se había impuesto: descifrar o establecer si el asunto se enraizaba en lo real o en lo imaginario. Porque si el tesoro era tan importante, ¿cómo es que todavía nadie lo había encontrado? Decían que podía haber sido guardado por los moros. ¿Qué moros? Allí nunca los hubo desde que Pelayo los echara a todos. Podría ser de los caballeros cristianos, esos que llevaban cota de malla y que fundaron el reino Astur-Leonés. O quizá de cuando los franceses, los que vinieron con Napoleón. Ficticio o no, lo cierto es que el asunto venía de muchos años atrás, según pudo saber cuando indagó. Y eso era a tener en cuenta.

Siguieron subiendo y caminaron por un
mayao
, vacío a esas horas, en un extremo del cual se empinaban las montañas con tiznes de verdor. Habían llegado a la zona llamada Veguina Llarga. A un lado se destacaba una vetusta cabaña de piedra y techo de tejas curvas, que supusieron se destinaba como refugio para los pastores de vacas. Más allá vieron otra cabaña apoyada en la roca, también de piedra pero con techo de escoba. Buscaron en las paredes del peñasco. Por allí debería estar la famosa cueva. Tardaron en encontrarla porque se ocultaba tras una gran hendidura y se había mimetizado con otras oquedades. Eran dos cavidades separadas por un prominente cinturón escarpado, una alta y otra a ras del suelo. La de arriba semejaba un balcón asomado al interior. Había que saltar a tierra desde allí. La inferior, bajo un arco en forma de ceja, era el acceso lógico a pesar de tener menos de un metro de altura. Avanzaron de rodillas varios metros hasta alcanzar un espacio alto donde pudieron ponerse de pie. Apenas se veía a esa distancia de la entrada. El suelo era de roca y desigual, con tramos escurridizos. José Manuel desenroscó uno de los candiles mineros, echó en el compartimiento inferior un puñado de carburo de calcio que sacó de una bolsita, lo cerró y reguló el paso del agua. Prendió el gas acetileno que salía de la espita y una luz vivísima inundó el lugar. Miró los rasgos danzantes en la cara de su primo, notando en él la excitación por la aventura a pesar de no ser propenso a la inventiva. No cargaban con aparejos para excavar porque José Manuel descartaba el hacer ese trabajo. Confiaba en dar con el lugar soñado aplicando la intuición. Su padre había consultado en Oviedo con una
alduvinona
que le dio unas indicaciones evidenciadas como falsas por la realidad. Esa gente era poco de fiar y probablemente la gaceta tampoco decía verdad.

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