Detrás de la Lluvia (2 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Empezaron a caminar con precaución por una galería estrecha que sólo permitía el paso de uno en uno y que en la parte central del piso presentaba una depresión longitudinal, como un canalillo, seguramente labrado durante siglos por el agua filtrada del techo en épocas de lluvia. La galería serpenteaba y, a unos veinte metros, terminaba abruptamente en un pozo. Había una escalera de cuerda bien fijada por la que descendieron unos cinco metros para dar en una sala amplia y alta donde encontraron un pico, una barrena, una maza, dos palas y un candil de aceite. Sin duda que eran herramientas de sus padres, como la escala. José Manuel iba contando los pasos y dibujando con un lápiz en el dorso del plano los espacios que recorrían. No había restos de animales. Los osos y lobos debieron de considerar poco adecuado el lugar, quizá por la humedad y el viento. Ni siquiera los murciélagos lo habitaban. Siguieron por el sumamente estrecho conducto abierto a la derecha, que terminaba diez metros más adelante. La corriente de aire apagó el candil. Lo encendieron. No había ningún paso, sólo una abertura en el techo, a varios metros, como una chimenea. Regresaron a la sala de los utensilios. No podía ser que ahí acabara la cueva. José Manuel miró con cuidado y en otra pared apreció una excavación casi a ras de tierra. Aproximó el candil y el viento volvió a apagarlo. De nuevo con luz vieron que la falta de espacio era por acumulación de detritus de la roca caliza, como si el alfombrado hubiera sido colocado a propósito para disimular el hueco. Allí continuaba el camino.

Reptaron y, a menos de un metro, se encontraron con otra sala mucho más grande, de la que partía una ancha galería. El camino tenía una fuerte pendiente hacia abajo y tuvieron que extremar la precaución. José Manuel se escurrió y la mano de su primo impidió que cayera quién sabe a qué lugar. Apercibidos, se ataron la cuerda corta a la cintura para marchar unidos. Descendieron hasta llegar a una zona plana donde había hoyos y tierra amontonada a los lados, signos de las excavaciones realizadas por los buscadores que también habían agredido el techo de estalactitas. El túnel se extendía sin que se viera el final. José Manuel volvió a estudiar la gaceta. Hablaba de que en una de esas galerías había un gran
duernu
, una cavidad como si fuera un cofre, con el tesoro depositado en él. Decidieron buscar en otra bifurcación. También estaba con cavas. Encontraron un hoyo natural en la roca sólida. Debía de ser el cuenco citado. Contenía agua cristalina que permitió ver el fondo vacío. José Manuel metió el palo y removió. El agua se enturbió pero al poco volvió a transparentarse, lo que significaba que había una corriente de agua inapreciable a la vista. Siguieron adelante. Salieron a una zona más ancha, con grietas de varios tamaños en el borde de las desiguales paredes. Otra corriente de aire les dejó a oscuras. Volvieron a prender el gas y Jesús lo protegió con la mano mientras proseguían. Apenas perceptible oyeron un correr de agua. A su derecha vieron el reguerillo. La tambaleante luz movía los relieves de las paredes pareciendo que había rostros malignos agazapados. Continuaron por el prolongado conducto sumidos en silencio. La humedad dificultaba la respiración y se inmiscuía en la temperatura bajándola a grados insospechados. La simple camisa de manga corta resultaba insuficiente protección.

—Joder, qué frío —dijo Jesús—. ¿Qué tal si salimos a tomar un poco el sol? Podemos volver más tarde.

José Manuel valoró la sugerencia de su primo y la encontró razonable.

—Vale.

Desanduvieron el camino. En el exterior el día se agarraba aún con fuerza al paisaje. Pero las otrora inocentes nubes habían cambiado a otras grandes y henchidas de negror. Ninguna vaca se distinguía en la cercanía por lo que ese aprisco no parecía ser objetivo de pastores. Cuando iban a descender les llegó un ruido de conversación. Se apretaron contra el suelo. Dos hombres salieron de la cabaña de tejado curvo y uno de ellos señaló el ya no muy distante nubarrón. Los vieron entrar y salir de nuevo, esta vez con unos costales vacíos colgados del hombro. No daban señales de haberles detectado. Habrían llegado mientras ellos estaban en la búsqueda para llevar quién sabía qué cosas, seguramente
panoyas
o leños. Esperaron pacientemente hasta verlos desaparecer y quedar seguros de estar solos.

Se olía la lluvia que llegó a ellos de golpe y acompañada de relámpagos. Corrieron hacia el
teito
, la cabaña más cercana. La puerta estaba sin trancar. Eran cuatro paredes de piedra protegiendo un suelo de tierra. Había costras de humo enredadas en las paredes, testimonio de largas vigilias. En un rincón ennegrecido la
llábana
señalaba el lugar asignado al fuego. Cerca, un montón de
panoyas
desgranadas para utilizar como combustible. Un tablón sobre unas cajas de madera hacía la suerte de mesa. Encima, unos vasos de hojalata, botellas vacías, un cenicero lleno de colillas y un cuchillo. De unos clavos colgaban dos monos, que ambos reconocieron como pertenecientes a sus padres. Por tanto, estaban en la cabaña que ellos construyeron mano a mano y donde pasaban las noches de las cortas vacaciones de verano dedicadas a la obsesionante búsqueda. En el ambiente podía percibirse el sudor de tantos años gastados. Los amigos se miraron y tuvieron un mismo sentimiento de respeto y temor. Era como estar en un lugar sagrado, rezumante de esfuerzos, esperanzas y desesperación.

No hicieron fogata a pesar de que hacía algo de frío por las alturas y la lluvia. Se refugiaron en la paciencia esperando que escampara. Horas después la nube seguía aposentada en el lugar. Lo más aconsejable era esperar al día siguiente para continuar la exploración. Tomaron otra parte de las
fayuelas
, del maíz y de los arándanos. En otro rincón había un colchón informe de hojas de
panoya
con pinchos y una gastada manta. Se echaron encima del jergón tapándose con el cobertor e intentaron dormir.

Capítulo 3

Ya asomaba la fúlgida estrella que viene entre todas a anunciar en el cielo la luz de la Aurora temprana cuando recta avanzaba a la isla la nave crucera

ODISEA, Canto XIII

Madrid, junio de 1940

La estación de Príncipe Pío era un hervidero cuando el tren procedente de Gijón se detuvo con una hora de retraso aportando su ración de humo al de los otros trenes recién llegados. El arribo casi coincidente de los grandes expresos de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España pintaba de niebla el aire cobijado en la enorme estructura metálica. Los numerosos viajeros tardaron en dejar vacíos los coches dado que la mayoría cargaba con grandes bultos y enormes maletones de madera atados con cuerdas, como si estuvieran de mudanza. Había familias completas con colecciones de niños, todos sudando bajo el implacable calor.

Carlos y su circunstancial amigo Andrés avanzaron apretujados por el tupido andén buscando la cantina para asearse un poco. Como casi todos los que hicieron el trayecto en los atiborrados pasillos, no durmieron en toda la noche pero recogieron su ración de carbonilla, codazos y pisotones. Hubo quienes viajaron sentados en sus maletas, pero ellos estuvieron de pie todo el tiempo porque las suyas eran pequeñas. El largo convoy con coches de tres categorías llevaba la tercera clase atestada, lo que había forzado a situaciones complicadas durante el desplazamiento, como era habitual, especialmente cuando alguien necesitó utilizar los retretes, que algunos habilitaron como lugares innegociables donde pasar las largas y traqueteantes horas. Era de admirar el esfuerzo que debía realizar el revisor para cumplir con su misión en esa masa compacta.

Comprobaron que era labor imposible encontrar sitio ante la barra en tiempo razonable, lo mismo que en el raquítico retrete para ambos sexos del local. Decidieron intentarlo en el retrete de la estación. Allí, y tras esperar turno, pudieron enjuagarse las caras, secándose con los pañuelos. Andrés pensó lo curioso de que ambos buscaran quitarse el tizne antes de entrar en la ciudad. El tenía una inclinación natural al aseo, pero con seguridad su compañero no partía de las mismas motivaciones. Sin duda que su disposición para el esmero personal era diferente, pero ese factor común les acercaba.

Salieron a la gran plaza que daba al paseo de Onésimo Redondo cuando el gran reloj de la fachada frontal señalaba las 9.45 horas. Estaba nutrida de alboroto por el ruido de las carretillas y los gritos de los botijeros y de los vendedores ambulantes de cervezas y gaseosas. Vieron a guardias civiles registrando los bultos de algunas mujeres y, a un lado, otras con aspecto de estar detenidas y cuyas cestas, con género considerado como procedente del estraperlo, habían sido confiscadas. Observaron la frialdad de los agentes ante la amargura y el llanto de las mujeres que, con grandes sacrificios, traían alimentos para familiares necesitados, o para ganarse la vida, y debían volver a sus pueblos sin haber cumplido y, además, multadas. Era sabido que en la mayoría de los casos la mercancía requisada se repartía entre los propios guardias sin llegar a los depósitos de Arbitrios.

Subieron por la acera de la izquierda, donde se concentraban varias tabernas. Entraron en una y pidieron café con leche que les fue servido en vasos grandes desde jarras de aluminio, ya mezclado e hirviendo a pesar del calor.

—Bueno, tenemos que despedirnos. —Los ojos de Andrés tenían un atisbo de pesar.

—Sí —dijo Carlos, pagando una peseta por la consumición.

—Cogeré un tranvía hasta la estación de Atocha. Creo que es la línea 60.

—No podrás ir. Ni en el tranvía ni en el metro permiten las maletas.

—¿Tú adónde vas?

—Tengo que hacer algo cerca de Neptuno.

¿Dónde está eso?

—A corta distancia de Atocha.

—¿Y cómo piensas ir?

—Caminando. Mi maleta pesa poco.

—La mía igual. Si te parece podemos ir juntos y luego me indicas.

Subieron paseo arriba oyendo los pitidos de los semáforos y giraron por Bailén. Vieron a los lecheros, que iban en carros tirados por muías. Voceaban su mercancía por las casas y servían la leche a las mujeres midiéndola en recipientes de hojalata desde las cántaras de estaño. Carlos miraba todo con ojos nuevos, la mirada desconcertada, incluso con expectación. Descubría rincones de la ciudad enorme que la guerra trastornó. Aunque andaba despacio y medido, sus largas zancadas forzaban el ritmo de su acompañante. Al pasar por la plaza de Oriente, Andrés se detuvo.

—Espera.

El edificio era el más grandioso que nunca viera. Lo admiró un momento y luego observó a Carlos, que permanecía absorto. No dejaba de extrañarle su vestimenta. La mayoría de los hombres iba con petos o ropas combinadas de mal corte y, por el calor, muchos en mangas de camisa con persistencia de sandalias, alpargatas y hasta zapatillas. Él mismo vestía de acuerdo a las circunstancias. Sin embargo, su alto y parco compañero llevaba traje cruzado, si bien con desgaste: corbata y zapatos lustrosos, lo que no era una excepción, ni mucho menos, pero establecía una diferencia. Pese a tener cedidas las hombreras de la chaqueta y negro de hollín el cuello de la camisa, su aspecto destacaba integrándolo en un indefinido aire de misterio. También le sorprendió que los policías del tren pidieran la documentación a casi todos los hombres, él mismo incluido, pero no a Carlos, como si llevara en la mirada un salvoconducto. Toda la noche juntos y no tenía idea de quién era. Sólo sabía que regresaba al hogar en que nació y que, al igual que él, estaba sin trabajo. Pero le gustaba y trataría de que su amistad perdurara.

—Eres de Madrid pero miras todo como si fuera la primera vez, igual que este paleto.

—Salí con ocho años —respondió Carlos tras un rato de silencio—. Y nunca pasé por estas calles.

—¿Por dónde vivías?

—Por Cuatro Caminos, lejos de aquí.

Llegaron a la Puerta del Sol, llena de gente cruzando por entre los tranvías. Había gran cantidad de soldados de permiso ya a esas horas esperando a las chachas en su diario paseo de los niños.

—Nunca vi tanta gente y tan variada, salvo en las evacuaciones —observó Andrés.

Carlos coincidió en silencio con su acompañante. De forma especial miraba a las mujeres y lamentaba apreciar que la mayoría carecía de atractivo. Sin duda que por efecto de la guerra y de las carencias. Eran un tanto de aluvión y ninguna paseaba. Iban deprisa a sus quehaceres, con los rostros grises y vestidos humildes. Le recordaban a las mujeres de los mineros y campesinos de las tierras del norte. Sabía que en Princesa, Serrano y otros lugares las había atrayentes, pero dudaba de que fueran como las inalcanzables mujeres de clase de Oviedo.

Frente a los leones de bronce de las Cortes Españolas hicieron una parada.

—Allí ves Neptuno. En la plaza gira a la derecha y llegarás a Atocha. De allí a Vallecas tienes un paseo.

—Ha sido bueno conocerte —dijo Andrés—. Si no encuentras curro ya sabes que yo tengo puesto en la estación.

Se dieron la mano después de anotar sus direcciones. Carlos caminó por la calle de Duque de Medinaceli y entró en el templo, grande, lleno de bancos. Allá al fondo, en tamaño natural, el Cristo Nazareno resaltaba del policromo retablo. Se colocó frente a la escultura de madera ennegrecida. Sabía que había sido enviada a Ginebra en febrero del año anterior por el Gobierno republicano, junto a los cuadros del Prado y otros muchos objetos artísticos, para salvarlo de las bombas de la aviación nacionalista; un exilio que duró hasta septiembre del mismo año. Carlos miró los ojos abatidos, el gesto sufriente que el artista anónimo del siglo XVI puso en la talla, la corona de espinas clavada en la frente, las manos atadas con cuerdas. Se estremeció porque daba la sensación de querer latir. Luego se concentró en la promesa hecha en recuerdo de aquella mujer que muriera tan joven y que tan poco disfrutara de su hijo. Un turbión de sensaciones le poseyó. Tanto tiempo. El templo estaba casi vacío, unas pocas beatonas murmurando letanías. Había un silencio casi sepulcral y dejó que formara parte de él.

Capítulo 4

Cuando nadie sabe hacia qué puerto navegamos, ningún viento es bueno

ANÓNIMO DANÉS

Madrid, enero de 2005

La bala me había atravesado una costilla, obstáculo suficiente para que perdiera fuerza. Rompió la pleura y, por fortuna, sólo contusionó el pulmón, sin perforarlo, lo que impidió que alcanzara el íleo pulmonar, zona donde confluyen el bronquio, la arteria y la vena.

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