Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
El 112 llegó rápido y los sanitarios resolvieron eficazmente la hemorragia. Luego, en quirófano, la operación consistió en extraer la bala e instalar una grapa de titanio en la costilla quebrada, sin olvidar la colocación de un tubo de drenaje intratorácico.
Habían pasado cinco días y ya me habían retirado el tubo de drenaje, una vez que el pulmón quedó reexpandido. En unos días más podría dejar el hospital para hacer la convalecencia en el mejor lugar.
—No creí que pudieras correr tan altos riesgos —dijo Rosa, iniciando una de esas sonrisas que predisponían a entrar en un mundo mágico.
—Viviste uno conmigo, en Caracas.
—Sí, pero una cosa es intuirlo y otra es comprobar sus consecuencias.
—Esa bala no llevaba mi nombre —bromeé. Luego miré a Sara—. Tendrás que ocuparte de todo durante unos días.
Ella tenía la mirada sosegada, sabiendo ya que su jefe estaba fuera de peligro. Para mí fue un hallazgo que ambas mujeres se hicieran amigas desde el principio. No podía esperarse otra cosa de quienes han domado lo más difícil de su juventud. Incluso, cuando la ocasión lo permitía, salían juntas a algún evento mientras yo pateaba para resolver enigmas.
—Trataré de estar a la altura. —Sonrió, y su boca hizo dúo con la de Rosa.
—¿Qué tal Javier?
—Sigue en Chile, en sus peregrinaciones.
—Tendrás que irte con él, al final.
—Sí —dijo, entre ilusionada y dubitativa.
En ese momento se abrió la puerta de la habitación. Allí estaba el voluminoso inspector Rodolfo Ramírez seguido de otro, a quien me presentó como su nuevo subinspector ayudante. Saludó a las mujeres y luego se desparramó en una silla.
Mi caso entraba en la jurisdicción de la comisaría de Chamberí, situada en la calle de Rafael Calvo, al haber ocurrido en la zona. Ramírez había sido trasladado unos meses antes desde la de Leganitos. Así que ambos tuvimos una sorpresa cuando nos vimos al salir yo de la UCI, aunque entonces apenas pudimos hablar. Ahora sí podíamos hacerlo.
—Supongo que el traslado conllevará un aumento de sueldo —apunté.
—Esperanzas. No he subido de escalafón sino cambiado de sitio.
—Estás más delgado.
—¿A que sí? ¿Se nota? Rebajé diez kilos pero aún estoy en la faena. Lo jodido es tener que renunciar al tabaco.
—¿Cómo es que no traes a Martínez? —pregunté.
—El no fue trasladado. Además, está de baja y hecho una mierda. Le han tenido que operar las rodillas. Le colocaron unos hierros para enderezárselas. Eso lleva tiempo. Como lo tuyo, supongo.
—No me digas que no tenéis ninguna pista.
—Dice Sara que te citaron por teléfono. ¿Un tío tan listo como tú y no comprobaste la llamada? Hubieras visto que fue hecha desde una cabina. Estaba claro que no quería ser identificado. Y caíste en el cepo como un principiante. Pero supongo que te dio tiempo de ver cómo era.
—Ya te dije. Estaba demasiado oscuro. ¿Qué hay sobre el arma?
—Fuiste policía. ¿No recuerdas cómo funciona lo de la identificación de un arma?
—Sí. Pero estoy seguro de que querrás ilustrar a las damas.
—El proyectil llega del muerto, en tu caso desde el hospital, al Laboratorio Central de Balística Forense. Allí se le da un número de referencia y se le hace un estudio denominado Balístico Operativo e Identificativo. Para ser más exacto, cuando es de bala se llama Bulestras. Si es de vaina se llama Brastras. —Se tomó una pausa para ver si tenía interesado al auditorio y no ocultó su satisfacción al apreciar nuestra atenta disposición—. El perito del Operativo examina físicamente la bala: el peso, el calibre, las estrías, los campos, el paso helicoidal y si es blindada, semiblindada, esto es, la ojiva descubierta, o de plomo desnudo. También obtiene fotografías. Bien —dijo, moviendo la mano como para refrendar lo dicho—. Tenemos ya la ficha del proyectil, que pasa después al perito del Identificativo, quien comprueba esa ficha en la base de datos, como si fuera la huella dactilar. Porque ninguna otra pistola deja la misma huella. Es perenne, inmutable y diversiforme.
—Siempre me llamó la atención esa palabreja última —comenté—. No se le da mucho uso.
—Es perfecta por su concreción —sentenció—. Sigo. El estudio se remite luego a la comisaría correspondiente, que abre diligencias. Si el asunto es estimado por un juez, se abren diligencias judiciales e interviene el médico forense, cosa que en tu caso no ha ocurrido porque estás vivo y coleando y no has hecho denuncia. Por cierto, ¿la vas a hacer?
—¿Qué se hace con la bala? —dije, obviando responderle.
—Se guarda el tiempo que sea, mientras no aparezca el arma.
—Vale. Dame noticias de mi proyectil.
Ramírez hizo una seña a su ayudante, que puso unos papeles grapados sobre la sábana.
—Esa es una copia del informe, para que veas que hemos hecho nuestro trabajo. Sabemos que el calibre es de 7,65. Pero en la base de datos no hay eco. Ningún documento que muestre una Bulestras idéntica a la que se confeccionó para tu bala.
—Me extraña que esa pistola no haya sido disparada antes.
—Seguramente lo habrá hecho muchas veces. El calibre es poco habitual hoy día. Será un arma antigua que alguien guarda. Durante la guerra desaparecieron cientos de pistolas. Resumiendo, no podemos seguir la investigación porque no tenemos datos. Y no los tenemos porque seguramente no existen.
—Explícate.
—Está claro. Si hubo balas y estudios relacionados con esa arma habrán sido destruidos o perdidos antes de empezar a almacenarse en las actuales bases de archivo.
—O sea, que lo dejáis.
—No, depende de ti. —Sostuvo mi muda pregunta—. Por ese lado queda abierto dentro de «elementos anónimos». Otra cosa es que tengas un sospechoso fundamentado para poder seguir por otra vía.
—Tengo varios asuntos en estudio pero no un sospechoso.
—No podemos convertirnos en tus ayudantes. Si no puedes denunciar a alguien en concreto, deberás hacer tu trabajo. Lo averiguas y nos lo dices.
—Me resisto a creer que os falte curiosidad.
—Lo que nos falta es tiempo. Estamos al servicio de gente viva. No rescatamos momias.
—No me disparó una momia.
—Creo que lo entiendes. Una cosa es tu caso, buscar a quien te disparó. A nivel de comisaría no podemos continuar. Carecemos de nombres, pruebas y datos. Lo que estás indagando en el pasado para tus clientes no es cometido nuestro.
—Espero que tu visita no haya sido sólo para decirme eso.
Movió la cabeza como si hablara con un niño.
—Vine a ver cómo estás. Y para que me dieras un nombre.
—No lo tengo —mentí.
—Me extraña. Sé cómo trabajas. Estoy seguro de que ocultas cosas. —Sostuvo la afirmación con una mirada sardónica y luego optó por levantarse—. Ponte bien. Y a buscar, tío.
Cuando salieron, las mujeres me miraron.
—¿Por qué no les dices los nombres de los que has entrevistado? —se extrañó Rosa.
—Porque sé quién intentó asesinarme.
—¿Lo sabes? —dijo Rosa, tan admirada como Sara—. ¿Cómo que lo sabes?
—Ramírez acaba de darme el convencimiento —dije, cogiendo el informe.
—Entonces con más motivo deberías decírselo.
—No todo hay que contarlo a la policía. Además, primero tengo que conseguir pruebas, buscar testimonios indiscutibles. Luego he de hablar con él para considerar si es candidato a que la ley le caiga encima o lo que hizo fue por un acto de irreflexión o miedo.
—¿Miedo?
—Pudiera ser. En este caso.
—¿Intenta matarte y te enredas en consideraciones sobre si aplicarle o no el castigo? —Rosa me obsequió con una mirada de incredulidad que derivó luego hacía Sara. La experta secretaria mantuvo su animada sonrisa.
—Más o menos.
—Bueno. Entonces lo primero es ir a la residencia hasta que te recuperes. Uno o dos meses. Lo que dijo el cirujano. Allí tendrás tiempo de discurrir sobre los hechos.
Capienda rebus in malis praeceps via est.
(En la desgracia conviene tomar algún camino atrevido.)
SÉNECA
Lena, julio de 1928
José Manuel tardó en conciliar el sueño. La lluvia repicaba fuera y fue consciente de la soledad en que se encontraban. La realidad mostraba que la escapada era diferente en vivo que la imaginada. No tenía miedo pero había fuerzas incontrolables, como esa lluvia intempestiva que podía malograr el proyecto. Oyó el fuerte respirar de su amigo y admiró su lealtad para con él. Tenía razón en lo de las tundas que les esperaban. A pesar de ello, sabiéndolo, le había secundado, como en todas sus ocurrencias. Siempre tan unido a él como su sombra. Su misteriosa ausencia habría sembrado la alarma en las familias porque eran muchas horas sin aparecer y no tendrían idea de dónde podrían estar. Seguramente habrían llamado a la Guardia Civil y les estarían buscando por todos los sitios. Pero nunca se les ocurriría pensar que fueron a descubrir el escondrijo del tesoro. El tesoro. Un asunto del que llevaba oyendo desde que tuvo uso de razón. Había sido testigo de discusiones entre sus padres, tíos y vecinos cuando se agrupaban durante los inviernos ante el
llar
, rodeando el fuego instalado en el suelo de piedra, entre vaharadas de humo y vino. Y la verdad es que ninguno de los que visitaron la cueva descubrió nada nunca. En noches macilentas, cuando el viento y la nieve atemorizaban fuera y el hambre hacía crepitar las tripas, su padre repetía a su madre que el único camino para salir de la pobreza era encontrar el tesoro. Hablaba de él como si lo tuviera delante. Cuando le miraba a hurtadillas creía verlo en el reflejo de la lumbre en sus ojos extraviados, tal era el hechizo que embargaba a su progenitor. José Manuel creció viendo arder esa fiebre en ese hombre amordazado de palabras, el tesoro atrapando sus pensamientos.
—Sólo quiero que tengamos un poco de felicidad —oyó susurrar una noche a su madre.
—¿Qué felicidad puede haber en la maldita miseria? Mira al indiano. Ese cabrón sabe lo que ye vivir. A lo meyor debiera haber marchado como él, como mi tío Antón, como tantos otros...
—Entonces... —el susurro se volvió brisa—, entonces no me conocieras...
—Y qué más da. Tuviéramos mejores vidas, seguro —sentenció, sin atender al dolor que se instalaba en el rostro de ella—. Pero no sigamos por ahí. Lo importante ahora ye encontrar el tesoro.
El y su tío Miguel, el padre de Jesús, lo habían buscado muchas veces, pero la cueva fue reacia a mostrarles su secreto. Les había visto a los dos salir muy temprano en las mañanas de los festivos cargados con cuerdas, mochilas, picos y palas. Los veía regresar en la noche desplomada con el gesto amargo pero el mismo fervor en los ojos. El resto de la semana trabajaban en El Chaposo, la mina de antracita de Campomanes, adonde iban caminando sobre sus madreñas aunque cayeran rayos, por lo que no disponían de más días. Durante las cortas vacaciones marchaban al mismo destino, del que volvían dos semanas después sin éxito pero no vencidos. Hasta que llegaron al convencimiento de que el único modo de profundizar en ese terreno rocoso que mellaba los metales era utilizar dinamita, algo muy difícil de conseguir por su alto precio y sus escasos ingresos. Tendrían que demorar la búsqueda hasta que pudieran ahorrar para el explosivo y los pertrechos, lo que supondría la paralización de la exploración durante un largo tiempo, quizá dos veranos, porque lo primero era alimentar a las proles, seis hijos la de su padre y los mismos la de su tío Miguel, cuyas hambres se equilibraban y nunca desaparecían.
Y así el carácter de su padre se agrió aún más del que ya manejaba. Cuando le llegaba el arrebato cogía el cinto y zanjaba a golpes las disputas, las hubiera o no, siempre acompañándose de nutrida ristra de blasfemias. Sus hermanos salían de estampida y sólo quedaba la madre para aguantar los demonios que habían invadido al hombre. Entonces, y como siempre desde que era neñín, él se abrazaba a ella y recibía parte de los golpes hasta que el furor se diluía. Luego el hombre les miraba con ojos llorosos y se iba, dejándoles con sus dolores. Nunca entendió por qué el pegar era costumbre en los hogares, pues su casa no era la excepción. Incluso muchas mujeres habían enfermado y muerto por las palizas de los fieros maridos. Y ello no venía de un mal congénito sino de locuras que invadían a los amos inesperadamente.
Un día en que curaban de los correazos, él dijo a su madre que odiaba a su padre y que de mayor se vengaría por lo que le hacía. Su madre, una mujer dócil y sufrida, que había perdido los encantos que reflejaba la foto de boda, le sorprendió al disculparle. Le dijo que de soltero su padre era alegre y simpático y que las miradas de las rapazas le perseguían esperando que él las apagara con un noviazgo. Dijo que nunca le había pegado hasta que las carencias y la abundancia de hijos, a los que era muy duro mantener, le apagaron la felicidad y le volvieron así. Descubrió que aún estaba enamorada de él.
—Si los fiyos somos una carga, ¿por qué nos tienen? Padre y usted pudieron tener sólo uno o dos.
—Los fiyos mándalos Dios. No debemos oponernos a su voluntad. Si vienen, vienen. Porque son una bendición.
Él no lo entendía, a la vista de la realidad, y empezó a desconfiar ya de ese Dios que mandaba tener muchos hijos para mal alimentarlos, hacerles trabajar sin descanso, recibir palizas y llevar la infelicidad a las familias. Hasta entonces tenía por cierto que su madre les quería pero que su padre no participaba de ese sentimiento, o bien les consideraba a su manera, especialmente a él, el más pequeño, nacido debilucho y aparentemente más torpe que los otros. Era verdad que aunque ponía gran empeño en hacer las faenas, pocas veces conseguía realizarlas con el debido acierto. En sus primeros años, con frecuencia arruinaba un trabajo aparentemente sencillo, como ordeñar las vacas o colocar los tochus en la leñera. Entonces su padre le miraba con desprecio.
—¡Rediós! Este guaje non vale ni pa tomar por rasca.
Esa escasa aptitud por los trabajos del campo le hizo preguntarse si servía para algo. Y a pesar de la desconsideración con que su padre le distinguía, no por ello dejaba de querer ganar su reconocimiento haciendo cosas diferentes, como limpiar la casa, los establos o los pucheros.
—Eso ye cosa de muyeres. ¿Ye tú una muyer?
Supo desde siempre que, posiblemente como compensación a su ineptitud, tenía más imaginación e inteligencia que sus hermanos, que trabajaban en la huerta y con el ganado sin hacerse preguntas. O quizá las tenían pero la dura realidad diaria fue borrándolas de sus cabezas. El hambre y el temor al padre deshacían cualquier iniciativa que no fuera el trabajo. Y por esa curiosidad se enteró de repente de que su padre no era lo malo que parecía sino que la suerte le había dado la espalda, lo que explicaba ese llanto contenido que veía en sus ojos cuando dejaba de golpear. A partir de ese momento, y de forma imperceptible al principio, una fuerza irreprimible le fue impeliendo a buscar la forma de ayudarle con algo grande, diferente a los simples trabajos que nunca les darían el bienestar necesario. Y así empezó a sembrarse en su cabeza la idea de buscar el tesoro. Él podía conseguirlo dado su espíritu sufrido y sus ganas de reivindicarse. Buscaría el tesoro que tan necesario era, lo encontraría y se lo entregaría para que le regresara la felicidad perdida, el amor hacia su madre y la sonrisa hacia los hijos. Ese impulso fue tomando forma y desarrollado desde meses atrás, cuando los días fríos dejaban muchas horas para pensar. Y ese año, justo cuando acontecía el segundo paréntesis de la búsqueda patriarcal, se sintió lo suficientemente fuerte y con todo previsto en su mente para acometer la aventura. Después de Semana Santa consideró que era tiempo de hacer a Jesús partícipe de sus planes. Con él ultimó los detalles para hacerlo al principio de las vacaciones. Y ahora estaban allí, aunque no sabían cómo hallar el famoso tesoro.