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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (7 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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El inspector Blanco era un hombre maduro, delgado, de estatura media. Vestía con esmero un usado traje cruzado. Vivía solo y él mismo se lavaba la ropa y se la planchaba. Por las noches se cepillaba los zapatos y todas las mañanas se rasuraba. Intentaba mirar con altivez para camuflar su decepción por no haber podido llegar más alto en su carrera. Y todo por la República que, al depurarle durante nueve años, le robó su tiempo. Por eso odiaba tanto a los que participaron de ese régimen. Sabía que nunca podría dirigir una comisaría porque una hornada de jóvenes había tomado el relevo tras la Victoria. Además tenía pocos resquicios donde actuar porque los de Seguridad Interior y de Falange se apropiaban de casi todos los casos, incluso de los que siendo meramente civiles ellos convertían en políticos.

Cruzó la plaza por el centro en línea recta, sorteando el tumulto de carros tirados por animales, tranvías y viandantes, y pasó a la plazoleta de Sánchez Bustillo. Dejó a la izquierda la entrada principal del Hospital Provincial, también llamado Palacio de Sabatini, y se dirigió al de San Carlos, un enorme edificio que ocupaba el lateral oeste de la plazoleta y cuyo acceso general se hacía por la calle de Atocha. Buscó la parte trasera, justo al final de la calle de Santa Isabel. Un largo, alto y lúgubre pasadizo con acceso para carruajes unía las dos fachadas interiores del hospital. Parecía la antesala al más allá, como si las ánimas estuvieran en compás de espera. Había automóviles negros detenidos y gente vestida de oscuro con rostros de circunstancias. Subió los tres escalones situados ante una puerta de hierro abierta en el bloque de la izquierda. En la espaciosa sala de espera del Instituto Anatómico Forense unas personas esperaban los ataúdes con los cadáveres de sus familiares para llevarles a las pequeñas capillas y encomendarles que fueran recibidos en un mundo mejor o para acompañarles directamente al cementerio. Se identificó al funcionario.

—El director médico está ocupado. Tendrá que esperar a que termine.

—¿Dónde está?

—En la sala de Disección, con el jefe de Tanatología de la Escuela de Médicos. Están practicando una autopsia.

Blanco se hizo guiar hasta ella y miró a través del cristal de la ventanilla de la puerta de doble hoja. La sala era grande y en el centro un gran hueco dejaba ver lo que parecía un jardín. En la parte cercana al acceso había cinco mesas de mármol, cada una con un soporte del que colgaba un grifo conectado a un tubo de goma para el lavado de los cuerpos. Sobre una de ellas yacía un cadáver iluminado por una potente lámpara. Un hombre en bata verde con peto de hule, gorro ajustado y manos enguantadas daba explicaciones a un grupo de unos veinte jóvenes —supuso que alumnos de Medicina Legal y también en peto pero con batas negras— que se agolpaban en unos bancos corridos y escalonados. Otro hombre de verde miraba hacer al primero. Blanco volvió al despacho. Tiempo después apareció el hombre de verde que miraba. Blanco le saludó sin quitarse el sombrero. Había visto muchas películas americanas y los policías nunca se descubrían. Además le daba la importancia necesaria a la autoridad que representaba.

—Al fin la policía. Al hombre hay que enterrarle ya.

—La notificación llegó hoy a la Brigada.

—La otra vez vino otro agente.

—Inspector —corrigió Blanco—. Estoy al mando del puesto.

—Venga conmigo.

Salieron al tenebroso callejón y entraron en el depósito de cadáveres situado en el bloque de enfrente. Bajaron al sótano, medianamente iluminado. En un extremo había varios cajones de madera vacíos.

—Qué frío hace aquí. ¿Cómo lo consiguen?

—Hielo.

—¿Qué olor es éste?

—¿No ha estado nunca en una morgue?

—No —dijo Blanco, después de dudar. No quería parecer inexperto pero si afirmaba quedaría como un ignorante.

—Desinfectantes. Entre otros usamos mucho formol. No sólo permite una asepsia total de la sala sino que es fundamental para retrasar la descomposición de los cuerpos.

En una mesa de mármol había un bulto tapado con una sábana. El médico se puso unos guantes de goma, encendió un gran foco encimado sobre la mesa y apartó la tela. El cadáver tenía algunas partes corroídas y mostraba un color verdusco. Debió de haber sido joven por la textura del cuerpo y los rasgos faciales. Tenía algunas incisiones y le faltaban porciones de carne en los muslos. Blanco miró al forense.

—Perros —dijo el médico—. Habían comenzado a devorarle. Al otro casi lo hicieron.

—¿Qué otro?

—El encontrado hace unos meses en el mismo lugar, según ustedes. Esos cementerios. No me diga que no lo recuerda. No hace tanto tiempo de eso. Estaba muy descarnado. Hicimos el informe.

—Pues la verdad... Seguramente estará en la Central —dijo Blanco intentando evadirse de la imagen de ineptitud que proyectaba—. ¿Por qué lo trae al caso? Aquí llegarán muchos muertos por causas diversas, indocumentados la mayoría.

—Vea. —El médico señaló un gran moratón en el cuello—. Aquí. Tiene hundida la tráquea.

—¿Un accidente?

—No. Un golpe accidental afecta normalmente a la nuez, la parte saliente del cartílago tiroideo. La presión mortal que refleja el cuello es más abajo, en el gaznate. No hay huellas de dedos pero sí de óxido. Este hombre fue asesinado. Debieron estrangularlo con algún objeto de hierro. Exactamente como al otro que no recuerda. —Se acercó a una repisa y cogió un papel—. Tenga el informe. En él está todo detallado.

Blanco se inclinó y miró el rostro del muerto. Había visto muchos en los campos y en las carreteras. Los ojos de ese hombre desconocido estaban abiertos y en vez de tener un velo neblinoso mostraban un color celeste limpio. Estuvo mirándolos un rato como si una fuerza misteriosa se desprendiera de ellos y le reclamara.

Blanco llegó a la comisaría del distrito de Mediodía, situada en la calle de Tres Peces, en pleno barrio de Lavapiés. Era un vetusto edificio de tres plantas con la fachada saliente sobre la línea, haciendo más estrecha la calzada. La planta baja y la primera estaban alquiladas por las fuerzas del orden al casero, que vivía en la segunda planta. Junto a la entrada una fuente de hierro vertía agua de manantial. Blanco bebió de ella porque decían que era buena para los riñones. Luego saludó al guardia de la entrada, subió los dos escalones y golpeó la puerta del despacho del jefe situado a la izquierda de la planta baja. La oficina era grande, suma de dos habitaciones una vez tirado el tabique medianero. Una luz matizada entraba por las dos ventanas enrejadas. El comisario estaba enfermo desde hacía tiempo, al menos eso se decía, y quien ostentaba el mando era Perales, el inspector jefe. Era un tipo de ojos de halcón que parecía haber salido del pincel de Alex Raymond. Impecable en su traje cruzado de buen paño y excelente corte. Blanco se preguntaba, siempre que le veía, de dónde sacaría los dineros para ese vestir diferenciado cuando bien parcas eran las asignaciones para el personal policial. Sin duda que tendría quien le lustrara los zapatos, no como él. Además, fumaba cigarrillos Camel con profusión, un lujo en esos tiempos en que el tabaco, como casi todo, estaba racionado. Aferraba una palmeta en su mano derecha como si fuera un cetro. De vez en cuando la abatía sobre una mosca que indagaba sobre la mesa, a veces sobre un grupo de ellas, en un gesto que la reiteración hacía mecánico. Luego movía la palmeta hasta el borde, barriendo los cuerpos aplastados hacia una papelera.

Blanco se quitó el sombrero porque con ese tío no valían otras consideraciones que la rigidez ordenancista. A él no le gustaba el tuteo, empleado con total falta de respeto durante la República. En esos años cualquier gaznápiro llamaba de tú a todo el mundo con la mayor desvergüenza. Los nacionales habían traído la necesaria diferencia de clases. Se acabó el que todos fueran iguales, porque era un disparate. Un obrero nunca podría ser igual que un hombre con carrera. Él participaba de esa diferenciación y, además, le gustaba ver en la gente la intranquilidad, a veces temor, cuando les decía que era policía. Eso estaba bien. Pero Perales, que pertenecía además al Servicio de Seguridad Interior, era demasiado extremoso con las jerarquías. Nunca al menor resquicio donde pudiera colarse algo parecido a la confianza. Siempre una pared por delante entre él y los demás. Ninguna vez le ofreció asiento ni compartir sus cigarrillos americanos, y menos preguntarle sobre cuestiones distintas a lo policial. No era peor que otros en ese aspecto, porque, con buena o mala salud, el comisario era prácticamente inabordable, tan lejano que parecía no existir. Y qué decir del jefe superior de Policía, tan inaccesible como Franco.

—¿Qué ocurre, Blanco? ¿Qué coño le pasa?

—Disculpe, jefe —dijo, bajando velozmente de las nubes y poniéndose tieso—. Quisiera hablarle del muerto encontrado hace unos días en los restos del cementerio de San Nicolás.

—¿San Nicolás? ¿Qué cementerio es ése?

El subordinado se contuvo de exponer su sorpresa. Si señalaba la ignorancia, el otro lo tomaría como afrenta y se lo haría pagar caro más tarde por cualquier motivo.

—Sí, jefe —dijo, compadreando—. El que estaba por Méndez Álvaro, abajo. Hace años que fue derruido pero todavía quedan nichos entre los escombros.

—Ya sé, ya sé. Siga.

—Hicimos el informe, que luego enviamos a esta comisaría. He traído una copia para no perder el tiempo.

El inspector jefe cogió el informe con la mano izquierda y empezó a leerlo, mientras levantaba la mano derecha y la dejaba quieta en el aire, sin dejar de mirar el papel, como si tuviera la visión de un camaleón. De repente abatió el mosquero sobre la mesa, sin dar tregua al díptero. Lo barrió sin mirar y volvió a colgar el brazo del aire.

—Muy eficiente —dijo, taladrándole con la mirada. Luego comentó—: ¿Qué pasa con este muerto? Son muchos los que tenemos. El informe es incompleto. No pone su nombre.

—Como ha podido leer, no llevaba ningún documento que lo identificara. Joder, jefe. ¿Ha estado en una morgue alguna vez? —dijo, sin poder contenerse, aunque se arrepintió al momento cuando miró sus ojos.

—¿Qué mierda de pregunta es ésa?

—Quise decir que si recuerda cómo son esos depósitos. Dan escalofríos.

—Déjese de gilipolleces. ¿Dónde está el informe del forense?

—Aquí lo tiene.

Perales leyó y volvió a bajar el brazo. Plaf. De repente se escucharon gritos de dolor procedentes de los calabozos situados justamente detrás, en el patio. Torturas. Los desgraciados que pasaban por allí, a veces hasta ocho hacinados en cada celda, eran llevados posteriormente a la Dirección General de Seguridad.

—¿Qué le ocurre? —dijo el inspector jefe, mirándole—. Se ha quedado como su apellido.

—No me pasa nada.

—¿Le afectan esos gritos?

—A nadie le gusta oír sufrir a la gente. Pero supongo que los agentes estarán cumpliendo con su cometido.

—Usted lo ha dicho. Muchas veces nos vemos obligados a ejercitar la dureza para cumplir con nuestra misión, que es la de mantener la paz. ¿Vio esos calabozos?

—Una vez.

—¿Qué le parecieron?

Blanco había estado en esos calabozos en una ocasión en que sorprendentemente estaban vacíos. Eran dos, de unos seis metros cuadrados con un escaño de cemento alargado y un agujero en un rincón del suelo para las evacuaciones. No había ventanas ni luz eléctrica. La puerta, de madera sólida, tenía un ventanillo que permitía pasar el aire. El piso y las paredes eran de cemento. No quiso volver a verlas porque le fue insoportable el olor mezclado de sudor, humedad y excrementos que despedían. En el aire se sentía el sufrimiento y el llanto, todo el dolor humano. Las paredes, de color indefinido, tenían manchas de sangre e incluso apenas perceptibles tiras de carne secas.

—Por su gesto entiendo que le impresionaron. Igual que a mí. Es la huella de los rojos, no nuestra. Aquí llevamos sólo unos meses. Quizá no sepa que durante la guerra hubo en Madrid sesenta y cinco mil muertos en retaguardia, la mayoría por responsabilidad de la canalla marxista. De ellos, más de diez mil asesinatos, muchos correspondientes a «sacas» y otros sin aclarar. ¡Cuántos de ellos habrán pasado por esta comisaría! Con esas paredes y ese suelo que no hemos querido pintar. Es el testimonio de lo que encontramos al hacernos cargo. Y eso lo hicieron gentuza como la que ahora grita. ¿Le sigue pareciendo desagradable?

Blanco no respondió. Sabía que el otro mentía porque había muchas huellas recientes, y agentes de la Armada, como el Fraile, a los que se tenía verdadero pavor en el barrio por sus métodos. Además, en las comisarías no se maltrataba a nadie durante la República. Los guardias de Asalto no torturaban. Lo hacían los milicianos en las checas, en las cárceles y en sótanos de Asociaciones, aunque no eran tormentos físicos, porque su obsesión era fusilar a cuantos fachas y reaccionarios activos pudieran, de los numerosos que atrapaban bajo denuncias. La tortura de aquellos desgraciados no era menor, acaso más tremenda por ser mental, el miedo a saber si citarían su nombre en cada amanecer. Pero eso no dejaba rastros sangrientos en las paredes. Blanco se preguntó de dónde sacó Perales los datos. Estaba demasiado cercana la guerra como para tener una evaluación de los daños sufridos por una población cerrada para los nacionales durante tres años. En cualquier caso, muchos de los muertos los causaron los bombardeos y no sería justo cargar a los republicanos todos los homicidios habidos. Los quintacolumnistas alguna culpa tuvieron al respecto, como otros desconocidos sin fundamentos políticos.

Perales llamó a un guardia.

—Diga a los del calabozo que paren un momento.

—Miró a Blanco mientras el agente salía—. Esta comisaría es una mierda. Todo se oye, hasta los pedos del casero. —Movió la cabeza con irritación—. Dicen que harán una comisaría como Dios manda aquí al lado, en Escuadra. Tienen el solar y los planos. Sólo hace falta el dinero, lo principal. No sabemos cuánto tiempo estaremos aquí, jodidos. —Suspiró—. Volvamos al asunto. ¿Qué tiene de especial este muerto para que perdamos el tiempo con él?

—Hubo otro hombre que aparentemente murió de la misma forma hace meses, también encontrado sin documentos y sólo con un mono. Se le calificó como «muerto por causa desconocida». Ahora sabemos cuál fue la causa. Vea el informe que hicimos entonces con base al del forense.

El jefe cogió el papel pero no lo miró.

—Diga lo que tenga que decir y no se ande por las ramas.

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