Detrás de la Lluvia (4 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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No le despertó el ronquido acompasado de su primo ni las vaharadas de su respiración contra su oreja, porque en su casa dormían apretados y echándose los alientos, sino el ruido cercano del agua. La lluvia se filtraba entre el ramaje del techo y los chorros habían formado charcos, afectando todo el suelo. Una débil claridad hacía perceptible los trazos de las cosas. Miró a Jesús, pegado a él, que dormía con todos los sentidos involucrados en la tarea. Sabía que, al contrario que él, nunca soñaba. Le dio una punzada de pena despertarle, pero tenían una tarea que realizar. Tuvo que empujarle rudamente. Luego se asomó. El día se anunciaba pero el sol tardaría en aparecer. Se lavaron con el agua de las cantimploras y dieron cuenta del resto del alimento. El aguacero parecía tener empeño en prolongarse. Echaron una carrera y entraron empapados a la cueva. Dentro se oía el circular del agua, que sería por filtraciones de la lluvia porque el día anterior no la oyeron. Se adentraron hasta situarse en el punto que dejaron. José Manuel buscó la fina corriente de agua y la siguió hasta verla desaparecer por una estrecha grieta.

—Espera —dijo, súbitamente alertado, como si tuviera
quecabú
.

Se echó al suelo e introdujo la cabeza y hombros. Alargó la mano con el candil. La luz mostró un pozo esquinado que ocultaba su fondo. Se incorporó y siguió inspeccionando la galería, seguido por el confiado Jesús. Se volvió de nuevo, la corazonada empujando, y regresó a la grieta donde se perdía el agua. Colocó el candil bien apoyado en un saliente.

—Sujeta bien ese extremo de la cuerda con las dos manos —dijo, mientras se ceñía con decisión el otro a la cintura. Luego procedió con el otro farol y prendió el gas.

—¿Qué vas a hacer?

—Bajar ahí.

—Tas loco. Ye peligroso. Puédete pasar algo. Además, ¿quién
carayu
pensara en meter nada por ahí? No ye lógico.

—Tú ve soltando cuerda. Cuando vaya a acabarse sacude dos veces. Cuando quiera volver, daré tres tirones. Entonces empiezas a recogerla. Aguanta fuerte.

José Manuel reptó e introdujo los pies en la grieta. Aplastó su cuerpo y fue deslizándose hacia atrás con dificultad. Jesús le vio desaparecer y arrastrar consigo la luz hasta que también ésta se desvaneció. Dejó correr la cuerda lentamente. El movimiento de la soga cesó y él tomó conciencia de que estaba solo y ello le desasosegó. Nunca había estado en tal soledad. Sintió que el miedo le inundaba. De repente la cueva se llenó de pequeños ruidos y otra vez creyó ver figuras en las paredes danzantes. Era fuerte, capaz de cargar grandes pesos, pero no era tan valiente como su primo. Si José Manuel hubiera tenido un accidente, él estaría con grandes dificultades porque, con tantas vueltas, había extraviado el rumbo. Era su primo quien se manejaba en aquel laberinto, dibujando en sus papeles el camino seguido. Si no aparecía, él vagaría perdido. Y si lograba encontrar la salida, ¿cómo iba a enfrentar solo ese desastre ante las familias? No sabría qué hacer. Siempre fue José Manuel quien dio la cara por los dos en las travesuras anteriores.

El tiempo pasó. Nervioso, se esforzó en meter la cabeza por la fisura, consiguiéndolo tras arañarse. No entendió cómo su primo pudo entrar aunque fuera tan delgado. Asomó el candil. La luz no llegaba para distinguir lo de abajo y tampoco vislumbró el resplandor de la lámpara de su amigo.

—¡José Manuel! —gritó.

No obtuvo respuesta. Repitió la llamada. Silencio. Desprendió la cabeza de las rocas y se sentó en el suelo, atemorizado. ¿Le habría pasado algo finalmente? Sacudió la cuerda varias veces y suspiró cuando recibió tres tirones en respuesta.

—¡Tira con cuidao! —oyó.

Poco a poco fue subiendo la cuerda viendo el resplandor creciente al otro lado. Apareció el candil, empujado por una mano. No fue sencillo sacar a José Manuel por la abertura. Cuando salió del todo, Jesús se asustó al verle. Estaba lleno de raspaduras sangrantes, su ropa rota por varios sitios y había perdido el gorro. Tiritaba.

—¿Qué pasó, ho?

—Nada. Busqué pero eso ye muy largo, sin fin. Se adentra en la tierra.

—¿No viste nada?

—No. Salgamos un rato.

José Manuel recogió la cuerda con ayuda de su primo y echó hacia la salida. El sol había abierto brecha en el manto nuboso y un gran arco iris les dio la bienvenida. Los colores estaban definidos con tanta nitidez que el arco impalpable parecía hecho de materiales sólidos. Nunca vieron uno así. Se sentaron en una piedra y lo miraron embelesados hasta que se deshizo. Toda la tierra rezumaba agua pero recuperaron el calor dejado en la cueva. José Manuel sacó la gaceta. No parecía corresponder con la realidad. Quizá fuera un
engañu
, como decía su madre. Luego miró el plano y lo comparó con el que él había hecho. Sólo había semejanza al principio. Juzgó que el suyo era más fiable. Se aplicó en él y en las notas mientras su primo oteaba la lejanía. Lo estudió girando el papel lentamente. Se fue concentrando como viera hacer a don Celestino cuando jugaba a eso que llamaban ajedrez, aislándose de las sensaciones que a su alrededor imponía el campo vivo. Y de pronto recordó algo que le quedara flotando en los rincones del cerebro. El agua que entraba en la grieta no caía al fondo del pozo. Estuvo allí y en el conducto lateral que salía de él y no se mojó los pies. Debía tomar otra dirección. Tan fácil y tan indetectable a la vez porque los papeles no reflejaban sonidos. Tendría que comprobarlo.

—Volvamos.

—¿Qué? ¿Otra vez adentro? Dijeras que ye imposible ver nada.

José Manuel ya caminaba hacia la cueva y Jesús le siguió a regañadientes. Ya en la grieta, José Manuel se deslizó nuevamente por ella con el candil. Jesús apreció que la cuerda iba hacia un lado, no abajo como la vez anterior. Esperó un buen rato y de repente oyó un ruido y sintió el tirón de la cuerda, tan fuerte que le lanzó contra la abertura y casi se le escapa de las manos. Notó que se tensaba hacia abajo.

—¡Sujeta fuerte! —gritó José Manuel. Luego añadió—: Tira despacio.

Poco a poco Jesús izó la cuerda. José Manuel apareció. Le ayudó a salir de la grieta y le tendió en la roca.

—¡Joder! ¿Qué pasó?

—Escurrime y caí. Quedara colgando. Hubiérame estrellado abajo como el candil de no ser por ti. Creo que tengo quebrada una pierna.

La sangre salía de una raja alargada que iba desde la rodilla al tobillo. Se quitó la camisa y con ella envolvió la pierna. La tiritona les envolvió.

—Átame la cuerda corta al muslo. Aprieta fuerte.

Jesús procedió. Luego enrolló la cuerda larga, recogió los bártulos y se los echó al hombro. Agarró a José Manuel por la cintura e inició el camino de salida.

—No podrás arrastrarme por el camino de escombros ni subirme por la escalera de cuerda. Y menos llevarme luego tanto camino.

Pero Jesús lo hizo, obviando la discusión. Fuera, el verde cercano estallaba de brillo como si acabara de ser pintado por una brocha gigante. No se apreciaba vida cercana, salvo un buitre balanceándose allá en lo alto. De nuevo el sol acudió en su ayuda para quitarles los temblores.

—No puedo caminar. Ties que bajar y pedir ayuda.

Jesús no hizo caso de las protestas de su primo. Lo cargó a horcajadas sobre su espalda y echóse a bajar el monte con determinación valiéndose del cayado. Caminaba lentamente, el pisar precavido. A cada paso José Manuel estallaba de dolor, sujetándolo dentro de sí, venciendo el impulso de calmarse en el grito. Pasaron minutos y minutos, largos, renuentes, el avance inapreciable, esquivo el momento de toparse con otra presencia. El aire circulaba demasiado lento, allá lejos las vacas herbajeando, los carros sin descargar ante algunas tenadas y nadie en las aldeas a su vista, como si todos hubieran abandonado el valle. Jesús sudaba, empeñoso en la porfía, sin ceder al reposo necesario.

—Espera, espera —rogó José Manuel con los ojos llenos de lágrimas—. Descansa, déjame aquí.

Pero Jesús seguía, obstinado, mirando el suelo, sabiendo que si paraba podía ser vencido. Una eternidad más tarde, entre la neblina que distorsionaba su mirar, José Manuel vio algo verde moverse sobre el verde quieto.

—Allí —dijo al oído a su primo—. Un coche de los picoletos, delante.

Jesús se paró y José Manuel alzó los brazos para llamar. El movimiento descompuso el conjunto y ambos cayeron al suelo, el bastón despedido lejos. Mientras rodaban buscaron con desespero agarrarse a algo para no despeñarse en la deslizante pendiente. Clavaron sus manos en los surcos húmedos como si fueran
fesorias
hasta conseguir frenar la caída. Quedaron boca arriba sobre el herbazal viendo cómo el cielo giraba en una nada inédita.

Los guardias civiles les habían visto y caminaban hacia ellos. El vehículo era una excepción y significaba un cambio en su rutina porque los uniformados siempre iban caminando. Seguro que les estaban buscando, como habían sospechado. Pero cuando se acercaron, algo en sus rostros oscuros y abigotados activó la premonición que llevaba un tiempo rondándole a José Manuel.

—¿Sois José Manuel y Jesús?

—Sí señor.

—¿Qué pasó, ho?

—Éste rompiose una pierna, pero tamos bien —respondió Jesús, jadeante.

El uniformado miró la pierna sangrante.

—Debe verte un médico —dijo, cogiendo al herido y cargándoselo al hombro. Fueron hasta el coche, detenido a un lado del camino.

—Taban buscándonos, ¿verdad? —preguntó José Manuel mientras el coche bajaba dando tumbos.

—Sí. ¿Dónde tábais metíos?

—No ye sólo eso. Algo pasara, ¿verdad?

La iglesia de Piñera estaba abierta, hecho tan sorprendente para un lunes como ver a tanto paisano arracimado. Allí estaban las gentes del valle, las que no vieron en sus tareas. El cura, el alcalde pedáneo y el maestro, todos en silencio.

—¡Padre! —gritó uno de los guardias, parando el coche—. Venga acá.

El sacerdote se apartó del grupo de prebostes y corrió hacia ellos seguido de las madres, los hermanos, las tías, el maestro, el pedáneo y algunos vecinos. Se hizo cargo de la situación y quitó las cuerdas y la empapada camisa de la pierna de José Manuel.

—Dios —dijo, al ver la enorme herida sangrante—. Hay que llevarlo enseguida a Campomanes.

—¿Qué ha pasao, madre? —dijo José Manuel viendo sus lágrimas e intuyendo que sólo una parte eran para él.

—Lleváoslo rápido —urgió el cura.

José Manuel no podía evadirse de una congoja que iba creciéndole desde que viera el silencio flotando sobre tanta gente.

—Quiero ver qué pasa.

—Ya lo verás, primero hay que curarte.

—¡No, ahora! —gritó—. Ayúdame, Jesús.

Con la pierna a rastras y colgado de su primo, José Manuel avanzó y entró en el templo. La gente se apartó para dejarles paso. Al fondo, tendido en el altar de madera, había un cuerpo sin vida. José Manuel se acercó y reconoció a su hermano Pedro. Le miró durante un largo tiempo, sin entender, como si todo fuera un invento de su imaginación. Miró a su madre y a los demás. Los ojos de Adriano, su hermano mayor, se clavaron en él con tan gran rencor que le llenó de aprensión. Era un jayán de dieciocho años, recién casado con una rapaza de la aldea, a la que tenía preñada.

—¡Me cago en las pestañas de la puta Virgen! —le espetó sin que nadie pusiera gesto de escándalo—. Saliéramos a buscaros. Pedro escurriose y cayera al río. Ahogose. Y tú llegas descalabrado.

Como en un mal sueño miró a su progenitor. Se acercó a él pero su mirada le detuvo. —Padre...

El hombre se volvió a la madre.

—Non quiero verle —dijo.

Capítulo 6

Cobertores y colchas vistosas odié desde el día que de vista perdí las nevadas montañas de Creta...

El suelo mi lecho será: ¡tantas noches pasé en él sin dormir sobre infame yacija esperando que asomase la Aurora divina de espléndido trono!

ODISEA, Canto XIX

Madrid, septiembre de 1940

Acomodó las maletas en la carretilla hasta alcanzar el peso máximo y se dirigió por el andén de servicio al gran almacén de consigna. Las depositó en el lugar indicado, donde otros las llevarían a los lugares marcados según destinos. Regresó al pie del vagón en el muelle de descarga situado en el terminal de carga de la línea de Gran Velocidad de la estación de Atocha, y repitió la acción, esta vez con un baúl, cruzándose con los que hacían su misma función bajo el machacón ruido de las ruedas metálicas. Todos se movían con rapidez porque los encargados tenían inacabable colección de gritos, que repartían al menor respiro. Los mozos hablaban poco, de vez en cuando algún comentario sobre la marcha o una breve parada para encender un cigarrillo, ir a mear o sonarse los mocos. Carlos llevaba cuatro meses en ese trabajo y no le costaba mantener una actitud amable con los demás a pesar de que su figura imponía una sutil equidistancia.

La jornada tocó a su fin con el vaciado de los vagones. Había una segunda tanda, en la noche, para embarcar los bultos que saldrían en los trenes nocturnos. Carlos se lavó las manos y la cara en las desconchadas pilas del destartalado retrete, se quitó el peto y se vistió con traje y corbata, lo que contrastaba con las ropas que vestían los otros. Cerró la taquilla y caminó hasta la oficina poniéndose en la fila para el cobro, que se hacía a diario.

—Siete horas a seis pesetas. Aquí tienes las cuarenta y dos —dijo el pagador, poniendo el dinero sobre la mesa. Carlos lo cogió y salió. Se encontró los ojos de águila del encargado de la Contrata clavados en él. Era un tipo alto y fornido, vestido con traje sin arrugas y corbata.

—¿Qué hay con lo de anoche?

—Ya dije lo que pienso —contestó Carlos.

Se miraron con distinta intensidad.

—No es lógico que algo así se rechace. Deberías pensarlo mejor. ¿No quieres ganar más dinero?

—El dinero es necesario, pero sólo para vivir.

—Llevas corbata y traje ramplón pero te sienta mejor el mono de trabajo. Eres un simple mozo de descarga, al parecer sin oficio. ¿Qué esperas de la vida?

Carlos le miró.

—Trabajar. Y que me dejen en paz.

Salió por la puerta número 4 que daba a Méndez Álvaro y entró en la taberna La Ferroviaria, llena a esas horas de ruidosos comensales. Allí le esperaba Andrés con la sonrisa encajada en sus grandes ojos negros. Trabajaba en otra Contrata en las líneas de Pequeña Velocidad. Tomaron lentejas, melón, pan y agua mientras, como siempre, Andrés ponía el derroche verbal. Se despidieron y él caminó hasta la gran plaza, deteniéndose en la parada frente al abandonado hotel Nacional, donde esperó un tranvía de la línea 45 con dirección a Hipódromo. Era un vehículo cuadrado, pintado de amarillo, con gente aprisionada en las plataformas y muchos hombres colgados de los cuatro estribos. Circulaba con lentitud y daba continuos saltos en las vías mal ajustadas sobre los rotos del pavimento. Una vez más Carlos fue contemplando el paisaje urbano de ese Madrid añorado en tantas noches de infelicidad. La ciudad soñada seguía siendo un lugar cerrado, como en los años de guerra precedentes por imposición del cerco nacionalista. Ahora el motivo era diferente. Los habitantes no podían salir sin permiso y, como aquellos que pretendían entrar, habían de responder ante cuestionarios selectivos y comprometedores.

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