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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (10 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—No te pregunté.

—Tampoco yo te he preguntado si mataste a alguien en tus andanzas por Asturias. Eres mi primo.

—Puede que haya quitado la vida a alguien, en el frente. No lo sé. En cuanto a matar por venganza, quién sabe el agua que estaremos obligados a beber —contestó Carlos, sosteniendo la mirada. Añadió—: ¿Cómo llegué hasta aquí?

—Como no aparecías te buscamos por todas las comisarías, hospitales y casas de socorro. Estabas aquí. Cristina ha estado junto a tu cama día y noche, vigilando tus palpitaciones.

Alfonso se fue y con él quedaron esos ojos negros llenos de agua y esa boca cubierta de silencios. Su vecina, que ahora le cogía la mano sana y se la llevaba a la mejilla con una expresión colmada de amor y preocupación. Las palabras habían sido abolidas pero el intenso mensaje, la confesión silenciosa, no estaban disociados de su mirada. Y él percibió que le sería muy difícil exiliarse de ese hechizo que podría impedirle realizar lo que tenía concebido para su futuro.

Un día más tarde aparecieron el médico y Alfonso acompañando a dos hombres. Iban enfundados en gabanes y con sombreros. Su aspecto era inequívoco.

—Inspector jefe Perales —dijo el más joven, sin descubrirse, al igual que el otro—. Éste es el inspector Blanco. ¿Tienes unos minutos?

Carlos se limitó a mirarles.

—Procuren ser breves —dijo el doctor, alejándose.

Perales miró a las otras camas. Los heridos dormitaban, y los despiertos, así como los familiares en visita, apartaron sus ojos al ver los del inspector.

—Fuiste atacado de forma brutal —dijo Perales, sentándose en una silla—. ¿Tienes idea de por qué?

—Quizá para robarme la ropa.

—Pocos ladrones quedan pues estamos acabando con ellos. Pero no fue por tus ropas. Nadie desnuda a una víctima y luego le pone un mono.

—Muy interesante. Pero no tengo idea.

—Necesitamos ver tu documentación, señor Rodríguez.

Carlos indicó el cajón de la mesilla. El policía miró la cédula, emitida por la Diputación Provincial de Asturias, el salvoconducto concedido por el Gobierno Militar de Oviedo y un certificado de Falange, Jefatura Provincial de Oviedo.

—Joder, vaya credenciales —se admiró el sabueso, lanzándole una mirada penetrante. Volvió a los papeles—. Nacido en Vallecas, en 1917. Profesión, minero. —Le miró—. ¿De qué trabajas? Aquí no hay minas.

—De lo que sea.

—¿Dónde trabajas?

—En Espasa-Calpe. Supongo que saben a qué se dedica esta empresa.

—¿Qué haces allí?

—Estoy de ayudante de tipógrafo.

—¿Dónde trabajabas antes?

—En una obra de la calle Maldonado, un edificio de viviendas.

—¿Qué hacías exactamente?

—Estaba de ayudante de albañil.

El inspector regresó los documentos al cajón y volvió a mirarle con el descaro amparado. Trabajos de peón. Le miró las manos. Ásperas, con cicatrices; uñas sin brillo y con injertos negros en los bordes pero fuertes aunque delgadas. Todo encajaba, lo que le producía malestar porque tenía muy arraigado el sentido de la desconfianza. Buscaría por dónde agarrarle.

—¿Por qué crees que han intentado matarte?

—Quizás el atacante se confundió. ¿Por qué tantas preguntas? ¿Soy sospechoso de haber intentado estrangularme?

—Es el procedimiento normal, cuando no hay otras fuentes. Queremos hallar algún indicio que nos permita deducir por qué te han atacado de esa forma. Verás: ocurre que en un periodo de ocho meses otros dos hombres han sido agredidos como tú. Exactamente igual. —Señaló su cuello con un dedo—. Aquí. La misma marca. Creemos que no es una simple coincidencia.

—¿Qué dijeron los otros?

—Nada. Estaban muertos. Y parece que tú no lo estás por un milagro. ¿Puedes decirnos dónde te encontrabas cuando la agresión?

—En Vallecas. Iba a coger el metro después de visitar a un amigo.

El inspector Blanco tomaba notas.

—¿Viste a tu agresor?

—No. Fui atacado por detrás.

—¿Seguro que no lo viste? —insistió el policía, apretando la mirada—. Tómate tu tiempo.

—Estoy seguro. No recuerdo nada de lo que ocurrió después del ataque. Hable con el doctor. El anotó el nombre de la afección en su informe.

—¿Viste alguna vez a este hombre? —dijo Blanco, enseñándole una foto—. Fue hecha en el depósito de cadáveres.

Carlos reconoció a su amigo Andrés. Se guareció en un oportuno silencio. Luego elevó su ojo sano hacia los dos hombres.

* * *

—Nunca lo he visto.

Cuando los policías marcharon, Alfonso investigó a Carlos con la mirada llena de alarma y estupor.

—¡Andrés muerto! No puedo creerlo. Tus temores se confirmaron.

—Sí.

—¡Qué cabrones! ¿Quién haría una cosa así y por qué? Pero si era un chico estupendo... ¡Dios! ¿Cómo es posible?

Carlos observó el profundo disgusto que embargaba a su primo. Le causó cierta extrañeza que la noticia le consternara tanto. Al fin, la muerte era una constante en aquellos tiempos.

—Malos momentos. Es la España que nos toca vivir.

—¿Por qué dijiste que no le conocías?

—Tengo mis razones.

Capítulo 15

Nihil est quod non expugnet pertinax opera et intenta ac diligens cura.

(Nada hay que no sea vencido por el trabajo asiduo y por el cuidado atento y diligente.)

SÉNECA

Valdediós, Asturias, octubre de 1929

En el largo año transcurrido desde su llegada, todo su mundo había ido desapareciendo. José Manuel ya estaba en el segundo curso. La ausencia de libertad era lo que más añoraba. Ello se acentuó cuando en los primeros días supo que debía permanecer enclaustrado la mayor parte del tiempo. Y no podría jugar al guá ni al cascajo por consideraciones lúbricas, según dijeron; algo que no sabía lo que significaba. Tampoco podría pescar en el río ni dar caminatas por los montes a su albedrío. Sería como un pájaro enjaulado tras muros agobiosos y docenas de ojos vigilantes. No creía que fuera capaz de soportarlo.

Por eso al principio pensó seriamente en escapar. No le sería difícil desaparecer porque su cuerpo menudo era resistente como el carbayón y ágil como la ardilla. Si le habían negado volver a casa podía ir a Oviedo o a las minas de Langreo y Mieres. Allí había guajes más pequeños que él ayudando en duras faenas.

La idea persistió en él durante un tiempo porque en las primeras noches de invierno sentía el ulular del viento, algo desconocido para él cuando estaba en la aldea, o puede que entonces no lo apreciara, y que se asemejaba a grandes jaurías de lobos aullando a la vez. Lo mismo ocurría con la lluvia, el golpear del agua contra las viejas tejas allá en lo alto del tenebroso techo, como si alguien hubiera soltado miles de piedras. Eran ruidos nuevos, a veces amedrentadores, nunca antes notados en su aldea por lo que consideró que sólo existían en ese lugar y le hacían pensar que podrían ser mensajes de ese Dios en ese mundo distinto. El era inmune al temor y recibía esos fenómenos, como todos los que iban llegando a sus sentidos, convencido de que se presentaban para la ampliación de su conocimiento sobre las cosas que ignoraba. Buscaba respuestas a su insaciable curiosidad que pocas veces satisfacían o no le explicaban con la necesaria claridad, por lo que se frecuentaba de inopia hasta que obtenía la solución por sí mismo.

A ello había que añadir el frío, tan terrible a veces que la débil ropa no mitigaba y que le llenaba de sabañones los pies y las orejas; tanto que incluso el hablar suponía un tremendo esfuerzo. En los inviernos su madre le ponía periódicos debajo de la camisa porque en el pueblo caían heladeras semejantes. Hubiera sido bueno proceder de la misma forma, pero en el monasterio no había periódicos por estar prohibidos, además de que soportar el helor era prueba de sacrificio. Por las noches en su casa dormía, como toda la familia y como todos los de la aldea, encima del establo porque el calor natural del ganado mantenía el suelo cálido. Pero aquí, debajo de esa cama, el suelo era como la escarcha y, más abajo, sólo había salas frías con témpanos por suelos.

Y también estaba lo del cagatorio. La loza era tan fría que al principio muchos se encaramaban a los bordes, sabiendo que era una falta. Los cuidadores miraban por el hueco debajo de la puerta y les pillaban, al no ver los pies apoyados en el suelo. Se castigaba con la pérdida de puntos. Así que nadie volvió a hacerlo. Tenían que poner papeles en las orillas del aparato sanitario porque a algunos se les quedaban pegados los muslos, provocándoles heridas. Con lo fácil que lo tenían en la aldea. Allí, durante los inviernos desalojaban el vientre en los establos, acuclillados sobre el
cuchu
, y luego las gallinas se encargaban.

Otra cosa que no entendió y a la que no acababa de acostumbrarse era hacer deporte con la sotana. Los pantalones cortos estaban prohibidos por lo que jugar al fútbol provocaba no pocas caídas al enredarse con los faldones. Y el uso obligado de los zapatos ocasionó heridas a sus silvestres pies, que tardaron en curar. La suma de tantas novedades adversas eran barreras para integrarse en ese tremendo escenario.

Pero poco a poco fue admitiendo la idea de que podría sobrevivir a esas pruebas. Porque el sermón versaba siempre sobre la superación de los deseos terrenales y la voluntad de alcanzar la virtud en beneficio de Dios, que estaba en todos ellos, lo que significaba llegar a encontrar la verdad sobre uno mismo, algo que parecía muy importante en la vida. Y ello sólo podían lograrlo los de espíritu fuerte. En definitiva, un nuevo reto. Conocía su capacidad para el esfuerzo y el sufrimiento y eso le decidió a seguir, al menos durante un tiempo. Así que se concentró en cumplir de forma efectiva, mientras dejaba su ánimo abierto para la, según decían, indefectible conjunción con ese Dios tan desconocido como incomprensible. Y siguió fielmente las líneas marcadas.

Le quedó claro que había dos comportamientos a administrar. Uno, el estudiantil. Los que no llegaban al 5 en los exámenes quedaban eliminados automáticamente. El otro comportamiento era el realmente difícil porque atañía a la actitud respecto a la observancia de los valores religiosos, morales y espirituales. En todo momento debían demostrar su obediencia, austeridad, respeto, silencio y disciplina. Muchos que alcanzaron altas puntuaciones en los exámenes fueron expulsados porque en ellos no germinaban las aptitudes necesarias para aceptar la pureza que vibraba en cada pensamiento y que llevaba a la rectitud y a lo divino. Recordó el primer día del curso en la gran iglesia, donde los alumnos ocupaban los bancos próximos al altar. El rector apareció desde un lateral y se acercó como si se deslizara, casi echándoseles encima. Hizo un exordio con palabras que no entendía, y que más tarde le dijeron que eran en latín, mientras se persignaba reiteradamente, lo que todos imitaron. Luego saludó a los congregados y habló con voz que intentaba ser cautivadora pero que mostraba inflexiones que producían cierto temor.

—Me dirijo fundamentalmente a los nuevos alumnos aunque el mensaje para los antiguos, no por oído les será menos importante. No todos los que estáis aquí seréis curas. La mayoría no llegará ni siquiera a los cursos medios. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Los rechazados, que no lo serán por su escasez de bondad como personas sino por su inadaptación a lo exigido, tendrán que dedicarse a otros oficios fuera de la Iglesia y desde ellos también pueden ser útiles al Señor, además de a la sociedad. Aquí sólo llegarán los que cumplan con las condiciones contenidas en nuestras normas, que pueden resumirse en tres: obediencia, estudio y comportamiento. No importa que ahora tengáis dudas sobre Dios y sobre muchas cosas. Si avanzáis en la línea marcada, El se os aparecerá y tendréis la gloria de formar parte de esa legión de discípulos que ofrecen su existencia en bien de las almas.

A los pocos días José Manuel comprendió que no debía buscar un amigo entre los demás porque la regla era la de estar en armonía con todos pero sin inclinaciones por ninguno en particular. En las clases les cambiaban frecuentemente de sitio y en los paseos por el cercano exterior o por el enorme claustro, el más grande de los existentes en Asturias según decían, debían ir solos o en grupo, nunca en pareja, ni siquiera un trío porque así se evitaban las confidencias entre los alumnos. Sin embargo, había tomado relativa amistad, apaciguada por el sistema, con José María Fernández Martín, un chico mayor que él y que iba por tercer curso.

—Dijéronme que vienes de Lena. ¿De qué parte, ho?

—De Pradoluz, en el Huera.

—¡Ah!, por allá sois muy parrulos. Yo soy de Muñón Cimero, más al norte, a un paso de Mieres.

—Bueno, nosotros tenemos el aire más puro del Concejo, con los montes más altos. Los vieyos viven más tiempo.

—¡Ah, no! Mi pueblo ta junto a los altos del Muñón, en la Sierra Diego. Vemos la Sierra de Aramo y al este tenemos el Pico de Campusas. Somos igual de serranos pero no tan payotus.

—Esto... —tentó José Manuel, un tanto confuso—. Tamos presumiendo. ¿Eso no ye vanidad?

El otro se echó a reír.

—Qué cojones. Vanidad ye otra cosa. Ser orgullosos de nuestras aldeas no hace daño a nadie aunque ye estúpido porque son lugares en los que todos mueren de pura fame.

Al poco de llegar se percató de que el monasterio no era un edificio aislado. Junto a él, formando armonioso conjunto, se emplazaba una iglesia de menores dimensiones a la que llamaban el Conventín. Les explicaron que fue construida en tiempos prerrománicos con el nombre de San Salvador por la Orden del Císter que, posteriormente, también erigió el convento donde vivían, en ofrenda a Santa María y ahora dedicado a Seminario Menor. En él se cursaba el primer periodo de cinco años o cursos llamado Latinidad porque la asignatura principal era el latín. Cada día después de misa iban al aula grande para recibir clases de esa lengua que luego supo no se usaba en la vida real, sólo en los cánticos y lecturas de los curas, y que les capacitaba para los periodos siguientes de Filosofía y Teología, que se impartían sólo en ese idioma del pasado. También recibían lecciones de matemáticas, literatura, lenguaje, geografía, ciencias, historia, griego y otras. Incluso música y solfeo, ya que algunos querían aprender a tocar el órgano y otros deseaban cantar para ingresar en los coros. Un piano y un acordeón con evidentes años de uso les permitían desarrollar la formación práctica. Después de comer disponían de un tiempo para pasear por los largos pasillos y los dos claustros, uno de ellos techado, o para repasar las lecciones en las mismas aulas. Y en los juegos, únicamente carreras, fútbol y frontón porque no estaban autorizados aquellos en los que pudiera haber contacto físico, no había que mostrar deseos de obtener la victoria porque eso era vanidad. Sólo adiestrar el cuerpo para que estuviera sano al servicio de Dios, única finalidad de su estancia allí.

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