Detrás de la Lluvia (12 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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En la mesa de inscripción situada en la planta baja del edificio central, un sargento, flanqueado por dos legionarios escribientes, le hizo las preguntas de rigor: nombre, edad, estado, profesión, años de enrolamiento. No se preguntaba los motivos del alistamiento. Más tarde fue reconocido en el botiquín por un capitán médico, las tres estrellas de seis puntas sobre el bolsillo superior de su bata. Peso, estatura, lectura pulmonar, pruebas de visión y de audición, enfermedades padecidas, lesiones o impedimentos físicos. No se trataba de un examen de relativa profundidad sino de una auténtica exploración médica. A la Legión no le importaba de dónde procedía el material humano pero éste debía estar totalmente sano. Los que no superaban las pruebas eran rechazados y sólo a los admitidos se les ponían las vacunas correspondientes.

Carlos salió con el documento firmado que le acreditaba como recluta del especial Cuerpo, al que debía consagrar los siguientes tres años. Tendría que permanecer en el cuartel hasta la marcha a África y hacer vida de soldado, cumpliendo todos los horarios y servicios, incluido el dormir en el barracón. Por consejo se había hecho con unas ropas viejas para funcionar durante la vida del cuartel, reservándose sus habituales para los paseos.

Había rehuido el trato con los otros reclutas. No quería tener amigos. Todos los que tuvo desaparecieron de una u otra manera, como si algo dentro de él les marcara en el mismo aciago destino. Pero el muchacho alto con el que coincidió en la recluta le abordó con simpatía y tuvo que rendirse a su compañía. Se llamaba Javier Vivas y era de Plasencia. Trabajaba en una cristalería y su sueño era poder instalarse algún día en una propia. Decía ser un lector empedernido, lo que le sorprendió. La afición a la lectura no parecía concordar con hombres de acción. Con él salía a los paseos cuando las circunstancias le impedían hacerlo con Cristina.

Capítulo 17

Residencia La Rosa de Plata

Llanes, Asturias, abril de 2005

Era imperativo que regresara a Madrid para, entre otras cosas, volver a ver a Alfonso Flores. Por su densidad y peculiaridad, y por lo que se derivó de ella, recordé con nítida claridad lo acontecido en la visita que le hice en diciembre del año anterior. No era fácil olvidar la entrevista, abundada de sensaciones.

El vivía en una zona de chalés de buena planta al otro lado de Arturo Soria. Un mayordomo con rasgos indianos me recibió en la verja y me hizo pasar a un gran salón-biblioteca, tras atravesar un cuidado y exuberante jardín colmado de fragancias y de piar de pájaros invisibles. El lugar me dejó pasmado, no sólo por la gran cantidad de libros apretujados en estanterías acristaladas y óleos de temas marinos y bodegones. Entre cuatro grupos de tresillos montaban guardia grandes esculturas de bronce, algunas sobre pedestales. Las dos grandes arañas del alto techo sacaban brillo a las figuras de plata que se exhibían en unas vitrinas.

Alfonso era esbelto y había licenciado sus cabellos.

Mis informes señalaban que tenía superada la barrera de los ochenta, si bien su rostro terso y su expresión de agrado le distanciaban de la cercana ancianidad. Podría concluirse que había sido un hombre guapo. Otro hombre, de estatura media, faz rubicunda y buche abundoso, no me quitaba ojo. Tendría su edad, más o menos, y estaba tan rasurado que al principio creí que era barbilampiño. Vestía traje gris azulado, sin corbata, y ofrecía una imagen de tal pulcritud que pasaba al acicalamiento. En el ojal, un botón que no descifré al principio. Luego supe que era del Arma de Ingenieros. Algo debía de pasarle a su mano izquierda porque la llevaba enguantada.

—Mi amigo Dionisio. Puede usted hablar sin reservas. No tenemos secretos. Permítame que apague las lámparas. Entra suficiente luz desde el jardín.

Me hizo sentar en uno de los sillones, duros como una tabla. Debí de mostrar un gesto de sorpresa.

—Sí —rio al ver mi expresión—. No se hunden. No me gustan los sofás donde la gente se sienta secuestrada, con la barbilla a la altura de las rodillas. —Luego escondió la sonrisa y me miró desde sus grandes pestañas—. Bien, don Corazón Rodríguez. Le he recibido porque ha sido usted muy agradable al teléfono, aunque no convincente. Una cosa antes que nada. ¿Cómo sabe mi dirección?

—No ha sido difícil, aunque en el piso de Ríos Rosas donde usted vivió nadie sabe de usted.

—¿Me ha estado investigando? ¿Por qué?

—No lo considere bajo esa óptica. Es usted una figura de la moda española. Sale con frecuencia en los medios.

—Salía, lo dejé hace años.

—Como cualquier famoso, usted nunca dejará de serlo.

—Pero no viene por lo de la moda. Y creo que no soy el objeto de su curiosidad.

—Cierto. Me gustaría ampliar mis datos sobre Carlos Rodríguez, primo suyo.

—¿Carlos Rodríguez? —Movió la cabeza y no pudo disimular la atmósfera de cautela en la que se envolvió—. ¡Ah, Carlos! ¿Puedo preguntarle el motivo de su interés?

—Desapareció. Intento encontrar su pista.

—¿Por qué?

—Alguien quiere saber si vive o no.

—Eso no es ampliar datos.

—Tiene razón. Me expresé mal.

—¿Qué es lo que tiene?

—Sé que estuvo en la Legión y luego en la División Azul. Según los archivos él fue uno de los aproximadamente mil trescientos hombres que fueron repatriados en el primer contingente en mayo del 42. Consta su nombre y que estuvo enfermo del pecho por el frío del terrible invierno del 41. Había una Jefatura de Servicios de Retaguardia que tenía el control de tránsito de los divisionarios pero, según parece, no ejerció bien su trabajo porque algunos se perdieron por el camino. Carlos salió de Rusia pero no llegó a España. Se quedó en alguna parte del camino, probablemente en Francia. Ahí se pierde la pista.

Sus ojos estaban fijos en mí pero no me miraban.

—La División Azul, la Blaue División para los alemanes y la Galubaya Divisia de los rusos... ¿Sabía por qué ha quedado con ese nombre, cuando su registro militar es otro?

—Supongo que porque hubo muchos falangistas —dije, presintiendo lo que me esperaba.

—Más que eso. Ellos impulsaron la creación de esa unidad militar. La inventaron. Sin ellos nunca hubiera existido. Franco, siempre atento a capitalizar impulsos e ideas ajenas, como ocurrió con el Alzamiento, la transformó en División Española de Voluntarios. Pero no cuajó. Para siempre será la División Azul, una fuerza nacida de unos espíritus acerados capaces de conquistar lo infinito.

—Disculpe, no deseo remover sus recuerdos —dije, esforzándome en parecer sincero. Sabía que el alterar pasiones dormidas entraba en el trabajo. La gente mayor siempre aprovecha para soltar lastre. Pero he de convenir que a veces sus fantasmas son de gran provecho.

—Fue la mayor gesta hecha por jóvenes visionarios desde la Conquista de América. Nunca habrá nada igual en España... ¿Y sus hazañas? ¿Sabía usted lo de la marcha de mil kilómetros a pie en un país desconocido, acosados por un enemigo agazapado? Ella sola basta para engrandecer a aquellos tíos. Se ha mitificado la de los diez mil kilómetros de Mao Zedong. No hay parangón porque aquélla fue la marcha de todo un pueblo por tierras más o menos conocidas, sin fecha de llegada. La de nuestra División era de voluntarios y hubo de hacerse en tiempo récord. —Se avino a un silencio—. Dio muchos héroes, que sólo aparecen cuando se bucea en esa no bien enjuiciada epopeya. ¿Conoce ese tango de Carlos Gardel que empieza: «Silencio en la noche, ya todo está en calma...»? Cuenta de cinco hermanos que fueron a morir a Francia en la Primera Guerra Mundial. Cinco fueron también los hermanos García Noblejas, todos tan jóvenes y con tanta pasión que su recuerdo enternece. ¿Oyó hablar de ellos? Una tremenda historia de la que nadie hizo una merecida película, como esa de
Salvar al soldado Ryan
. Tres de ellos y el padre murieron durante la guerra civil. La familia de siete se había reducido a la madre y dos hijos. Cuando se crea la División Azul, los dos hermanos vivos, jefes de milicia de Madrid y falangistas de los primeros años, son parte activa de los impulsores de aquel voluntariado. Los dos van a la URSS. Rafael muere al caerle una bomba. Lo enterraron en el cementerio de Gringorowo, un miserable pueblo de Rusia, siendo velado por su hermano Ramón y por los otros camaradas. Es de los pocos que poseen la Palma de Plata, máxima condecoración falangista creada por José Antonio. ¿Le aburre el relato?

¿Qué podía decirle, si estaba en su casa y había alterado su sosiego? Me vino a la memoria la conversación mantenida con la hija de Andrés Pérez de Guzmán cinco años antes. Parece que me hallaba ante un mismo fervor falangista, como si tuvieran algo pendiente de reparación y aprovecharan las ocasiones para demandarlo. Negué y le rogué que siguiera.

—Vea lo que ocurrió. La madre se pone en contacto con Franco y le expresa que la familia ha cumplido sobradamente con la Patria, por lo que le pide que le devuelva al único hijo vivo. Franco llama a Muñoz Grandes, y éste, como en la película americana, hace regresar al muchacho en noviembre del 41. Ramón, absolutamente inmerso en su dolor y dominado por su fervor falangista, meses después, a la salida de unos funerales por el aniversario de la muerte de Alfonso XIII, encabeza un grupo de camisas negras que tildan de cobardes a los oficiales monárquicos y a todos los emboscados que vivían instalados en el Régimen mientras la juventud creativa moría. Acusa al Ejército por su injusto protagonismo en la División Azul, y a Muñoz Grandes por su negativa a que el cadáver de su hermano Javier pudiera ser repatriado a España y no quedara para siempre en tierra roja. Regresa al frente ruso, del que le hacen volver con el cargo de desacato e insulto a la fuerza armada. Parece que no estuvo en prisión, pero le apartaron de toda actividad. Y en agosto del 42 muere en accidente de automóvil, como si el destino le impulsara a juntarse con sus hermanos y padre sin más demora. ¿No es para estremecerse con la tragedia de esa familia?

Dejé que calmara su ánimo mientras simulaba que escribía en mi bloc. Noté que Dionisio no me quitaba ojo, como si me estuviera analizando.

—¿Qué opina usted de lo que dice Alfonso? —inquirió, rompiendo su mudez.

—En realidad sólo vine a buscar pistas. Mi opinión sobre el tema sería extemporánea, además de que podría chocar con su convencimiento sobre los hechos.

—No, diga, se lo ruego. Siempre viene bien otro punto de vista.

—Bueno. Supongo que en cuanto a hermanos caídos, habrá habido casos semejantes en el bando republicano durante la guerra civil.

—Posiblemente, aunque yo no conozco ninguno ni me interesa. Estamos hablando de la División Azul. Mencioné la guerra civil en relación con esa familia. Y añadiré que hubo otras familias falangistas y no falangistas, españoles fervientes con idénticos y trágicos destinos. Está la de Chicharro Laramié de Clairac. Cinco hermanos, dos muertos en la guerra civil y otros dos en tierras soviéticas. Y la de Ruiz-Vernacci, con tres hermanos en el frente ruso, dos caídos en aquel infierno...

—¿De qué sirvió todo eso? —dije, notando su desconcierto.

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero a todos los que murieron en la División Azul. Creo que fueron unos cinco mil, la mayor parte jóvenes emprendedores, con carreras y oficios, necesarios para hacer grandes cosas en aquella España destrozada. Doy por hecho que muchos eran amigos de usted. Eligieron el peor de los destinos: claudicar de la vida, lo más preciado. Jóvenes tan ilusionados quizás hubieran podido modificar la historia posterior de nuestro país. Por eso repito si aquella gesta valió la pena.

—Bueno... —Se agitó—. Desde esa perspectiva, nada sirve para nada. Pero cada acción tiene su reacción. El tiempo demostró que el comunismo es malo. Como creo en Dios estoy seguro de que tanto las almas de los supervivientes como las de los perdidos en tumbas anónimas habrán recibido el mensaje divino de que lucharon por una buena causa. La vida es breve y la mayor parte de los humanos no dejamos enseñanzas. Ellos sí dejaron magníficos ejemplos en muchos de los que respiramos. Y tengo por cierto que si hubieran podido revivir repetirían aquellas hazañas.

En ese momento entró una joven con un punto exótico en sus rasgos. Se paró y me observó sin decir nada, poniendo en sus ojos una mirada desconfiada. Estaría en la veintena. Era guapa, delgada, de estatura media y proyectaba un ligero aroma a jazmín. Un tajo carmesí invadía su mejilla izquierda hacia la oreja. Llevaba unos vaqueros ajustados y zapatos de tacón corto.

—Es Graziela, mi ahijada —dijo Alfonso, ensayando otra sonrisa—. ¿Un café, algún refresco?

Negué y ella se fue sin decir palabra, no sin antes obsequiarme con otra enigmática mirada.

—Esa chica es una belleza —ponderé.

—Lo es, a pesar de la cicatriz en su cara. ¿La vio?

—Sí. Podría hacerse la cirugía y no le quedaría señal.

—No quiere. Dice que es como penitencia por lo que hizo. —Le miré—. Sí. Perteneció a una de esas bandas latinas. Cometió algunos delitos graves y la enviaron a un reformatorio. Era menor de edad. El centro enviaba boletines invitando a que familias normales acogieran a estos adolescentes marcados por la violencia. Adopciones. Cuando vi su foto decidí ir a verla. Y me la traje. Es colombiana. Su padre la violó muchas veces hasta que reunió años y la valentía necesaria para escaparse. Buscó refugio en las calles, como tantos niños en algunas de las grandes ciudades de Iberoamérica. Unos tipos la trajeron a España, junto a otras chicas, como si fueran sus padres. Su destino, la prostitución. Ella ejerció de nuevo su rebeldía, escapándose e integrándose en una banda, que la protegió contra los proxenetas a cambio de ser una «guerrera». —Se concedió una pausa—. La prohijé. Fue una apuesta que salió como yo deseaba. Es la chica más fiel y honrada que puede darse. Aquí encontró el calor y el hogar que nunca tuvo. Es libre y nos..., quiero decir, me cuida mejor que si fuera una hija. Siempre está pendiente de mí y tiene la casa como un espejo.

—¿No tiene compañero? —me sentí obligado a preguntar.

—Odia el contacto carnal, comprensible tras años de ser obligada.

Yo escuchaba con la debida atención como siempre hago cuando mis entrevistados cuentan sus historias. Es curioso, pero en general sueltan con gran detalle confidencias que no se les piden mientras que son remisos a responder sobre lo que se les pregunta. El relato de Alfonso quitaba tiempo a mi verdadera función. Por eso agradecí a Dionisio cuando dijo:

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