Detrás de la Lluvia (14 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Que finalmente se abrió a costa de incontables muertos, muchos de ellos españoles que acudieron a reforzar. ¿Quién tenía la razón?

—Bajo un aspecto estrictamente militar, Hitler.

—Todavía faltaba lo más terrible —insistió Dionisio—, aunque no esta vez bajo la responsabilidad de Muñoz Grandes al haber sido sustituido por Esteban Infantes. Verdad es que ahí no hubo tiempo para pensar, por la ineficacia del Servicio de Información alemán. Me refiero a la batalla de Krasny-Bor ocurrida en febrero del 43. En sólo veinticuatro horas unos dos mil doscientos españoles quedaron despedazados, malheridos y desaparecidos. Casi la mitad de las bajas totales de la División. ¿Qué pelea era ésa? Tres batallones y cinco baterías españolas contra cuarenta batallones, una nube de tanques y ciento cincuenta baterías rusas. Un gato frente a un oso. Este hombre tiene razón, Alfonso. Siempre hablas de héroes muertos. España necesitaba jóvenes vivos.

—Esos jóvenes estarán ahí siempre, para que Falange sea considerada como lo que fue, una organización creada para eliminar la lucha de clases en España —argumentó Alfonso con pertinaz énfasis.

—Fue el canto del cisne de la Falange fundacional —arguyó Dionisio—. Aquí también acertó usted, señor Corazón. La flor y nata de la Falange pura quedó enterrada en la tundra rusa. Lo que después se llamó Falange no fue tal sino unos lameculos al servicio de la dictadura. Franco se vio libre de su principal competidor para manejar el destino de España. Y así nos fue.

Respeté unos momentos el silencio abalanzado y atisbé una oportunidad.

—¿Carlos era falangista?

—No.

—¿Por qué cree usted que se alistó?

—Quizá le obligaron a ir.

—Deja un trabajo en una buena empresa, aunque llamado para la mili, y se marcha a la Legión. Y de allí, a combatir a Rusia. ¿Tan guerrero era?

—Jamás vi a un hombre más templado. Odiaba la violencia.

—Debe de haber entonces una explicación. ¿No tiene cartas enviadas desde el frente?

—No conservo nada.

—Había una joven que lo visitaba en el hospital, antes de ir a África. ¿Qué fue de ella?

—¿Cómo sabe usted esas cosas?

—Ya le dije...

—Y yo también le he dicho todo lo que sé.

—Verá, don Alfonso. Hubiera querido no tener que molestarle. Pero es usted el único familiar que le queda, al menos que yo sepa. No tengo otro sitio donde indagar.

—Pues lamento malograr su expectativa. No sé de Carlos desde hace años. Pero todavía no me ha dicho para qué lo busca. Usted se reserva su secreto y quiere que yo me esfuerce en complacerle.

—Tiene razón. Es un asunto de herencia de un pariente de mi cliente, ya muerto, que tuvo cierta relación con Carlos.

Me miró y vi destellos dentro de sus ojos.

—No suena convincente.

—Para ser un simple tema de herencia, sabe usted mucho de Carlos —apuntó Dionisio.

—En mi trabajo es preciso hacer un cuadro completo de la persona indagada. Y en contra de su afirmación, hay temas de herencia que son complejos y difíciles.

—Déjese de cuentos. Creo que miente y que hay algo más.

—¿Por qué dice eso?

—Carlos ha sido buscado durante mucho tiempo por otros asuntos.

—¿Se refiere a la sospecha de que fuera culpable de la muerte de dos personas, allá por el 41?

A Alfonso se le encendieron los ojos como si fueran bombillas.

—Naturalmente. Le pillé. Eso es lo que investiga en realidad.

—Ese cargo ha debido de prescribir hace años. Se supone que dejó de ser objetivo policial.

—Pero permanece la sospecha en algunos, seguramente en su cliente.

—Tiene usted muy fijado ese asunto, según parece.

—¿Y cómo no? —se sulfuró de nuevo—. Han sido muchos años de acoso. Eso deja huellas.

—¿Por qué cree usted que la policía consideraba a Carlos culpable de aquellas muertes? La familia dice que lo único que tenían eran las balas encontradas en las cabezas de los asesinados. Son del 7,65 mm, un calibre no muy frecuente.

—De mí no va a sacar ninguna información. Creo que no tenemos más que hablar, señor detective —dijo, levantándose.

—En muchos casos, las indagaciones para un asunto propician revelaciones secundarias, no imaginadas. No es descartable que durante mi investigación pueda obtener datos que hagan considerar incluso la no culpabilidad de Carlos.

—A estas alturas, ¿a quién puede importarle una cosa u otra?

—¿A usted no le importa?

Elevó hacia mí una mirada seca.

—No me gusta usted, señor.

—Es una pena que no me facilite el trabajo. Ahora tendré que consultar los archivos policiales, lo que es muy aburrido. Seguro que encuentro algo.

Dionisio permanecía de pie, atildado, la galanura perfecta, como si fuera un dibujo sacado del lápiz de un buen artista. Ya en la puerta, Graziela se dejó ver de nuevo. No supe entonces por qué había tanto desagrado en sus negros ojos.

La puerta se abrió y la claridad rescató los perfiles armónicos de la biblioteca privada de La Rosa de Plata.

—¿Qué haces aquí, solo y a oscuras? —dijo Rosa—. Te echaba de menos.

—Estaba necesitado de luz, que ha llegado. Siempre la traes contigo —dije en el sillón anatómico donde me atrapó la remembranza.

Se sentó en mis rodillas y me besó. La comezón que sentía se eclipsó.

—¿En qué espacios navegaba tu mente?

—Rememoraba una entrevista que tuve con un investigado y su compañero. No imaginas lo intensa y esclarecedora que fue. No dejo de sorprenderme por las reacciones humanas ante calamidades vividas, su percepción de los hechos, que a veces difieren de lo esperable.

—No existe una norma para los comportamientos en las situaciones límites.

—Lo sé.

—Volverás a verles.

—Sí, ahora con otras razones, que no tenía en aquella velada, Pero también debo hacer otras visitas comprobatorias y echar una mano en la agencia. Y, claro está, identificar al pistolero. Creo que está bien de holganza. Llevo aquí tres meses, por un simple disparo.

—No has estado inactivo —dijo, inundándome con su sonrisa. Se levantó y fue a la puerta. La cerró con pestillo y empezó a desabrocharse—. Ahora tienes una misión inaplazable que realizar.

Capítulo 18

Veritas vel mendacio corrumpitur vel silentio.

(La verdad se corrompe o con la mentira o con el silencio.)

CICERÓN

Valdediós, Asturias, septiembre de 1931

José Manuel se despertó al notar que alguien se metía sigilosamente en su cama y se apretaba contra él. Debía de ser plena madrugada porque todo estaba a oscuras y se oían los ronquidos, las toses y los pedos de los durmientes. El miembro endurecido del desconocido porfió entre sus piernas mientras su boca buscaba la suya. José Manuel le puso la mano en el cuello y apretó.

—Quieto. Creo que te equivocas —susurró.

No se veían las caras pero notó el envaramiento del otro al comprender que no había entrado en la cama deseada y apreció que su aguerrido apéndice se desinflaba hasta casi desaparecer.

—Joder. ¿Quién
carayo
eres, ho? —dijo el desconocido en su oído con voz alarmada.

—No el que buscas. No te interesa, ni a mí quién eres tú. Nunca vuelvas a entrar en mi celda.

El visitante salió sin hacer ruido y dejó a José Manuel preocupado porque si alguien se hubiera percatado ambos serían expulsados sin atender a explicaciones. Nadie debía ocultar un hecho semejante y él mismo tendría que decirlo en confesión. Si no lo hacía caería en culpa, pensamiento que flotaba en su mente sin que hubiese entendido su verdadera dimensión porque para la Iglesia casi todo era pecado. Por el contrario, tenía conciencia de lo que significaba contravenir las reglas. No pudo volver al sueño.

Oyó la campanilla sin haber podido pegar ojo. Se levantó e hizo los primeros deberes del día. En el tiempo de meditaciones volvió a martirizarse al sopesar cuál sería la mejor decisión que debía tomar respecto al incidente nocturno. Informar de ello significaba ser un chivato y la consecuencia sería la exclusión del infractor, posiblemente la suya también. Pero si no lo exponía faltaría a un precepto fundamental, la jurada promesa de informar. Y pudiera ser que el otro interpretara su silencio como cómplice y le pusiera bajo extorsión.

Durante el desayuno buscó disimuladamente ojos culpables y encontró más de un par. Allí estaba, mirándole como sólo pueden hacerlo quienes algo quieren decir u ocultar. Y eso no le gustó. Uno de esos chicos tenía espesas cejas negras y grandes pestañas.

Tuvo el impulso de buscar ayuda en otro compañero para clarificar sus dudas, por ejemplo en José María Fernández. Luego comprendió que extendería el problema ya que el otro quedaría involucrado a su pesar. Tendría, como él, obligación de declararlo para no cometer falta o complicidad. En la disyuntiva optaría por lo más razonable: confesar la confidencia. El sería expulsado fulminantemente porque ante un hecho tan grave habría dejado de cumplir con la máxima, además de envolver a un tercero.

En la hora del recreo buscó a su tutor y le informó de lo sucedido, asegurando ignorar quién fue el interfecto.

—Pero dejaría un rastro. La oscuridad no es tan absoluta como para no poder identificar algunos signos.

—Estaba sorprendido y asustado. Todo fue muy rápido. Por un momento llegué a pensar que lo soñaba.

—Debiste confesarlo en la meditación de la mañana. ¿Por qué este retraso?

—Tuve dudas, padre. Aún las tengo.

—¿Qué dudas? Cometió una falta grave de la que debiste alejarte de inmediato.

—Las dudas incluyen también el temor de que me crean parte del asunto o que cuando atrapen al infractor, en caso de que lo consigan, él me señale por simple deseo de venganza.

—No hay que tener tan maquiavélicos pensamientos. Aquí buscamos la verdad. Nuestra experiencia y la observación nos aseguran descubrir quién es culpable y quién no. Y puedes estar seguro de una cosa: daremos con él y con la verdad.

Eso de dar con la verdad le sonó a amenaza, como si hubiera generado sospechas de ser partícipe y no víctima en el asunto.

—Hay algo más. —Miró al superior, sin ambages—. Me refiero a la consideración negativa que existe hacia quienes son gustosos del mismo sexo. Es un hecho palpable, padre. Y me gustaría entenderlo.

—No hay nada que entender. Es una desviación, una enfermedad. Necesitan curarse fuera de aquí.

—Si Dios los hizo así, debería haber una razón.

—No estamos en este mundo para enjuiciar las decisiones de Dios sino para obedecerlas. Pero el pecado no es ése. Lo sería igual si lo hubiera intentado con una mujer o con él mismo. Es una indisciplina pero, abundando en el tema, cabe insistir en que para los que estamos en el camino de Dios esas acciones degradantes son instigadas por pensamientos malsanos. Por eso hay que desecharlos de inmediato. Aquí no hay cabida para quienes se apartan del camino de la virtud, sean cuales sean los motivos.

A los pocos días notó que estaba siendo vigilado. Se desasió de caer en el entorpecimiento, centrándose en el estudio y en el deporte. Rehuyó el contacto habitual con los demás alumnos, procurando no dejar en ellos sensación de anormalidad. Estaba siendo obligado a aprender las reglas del disimulo, lo que enfrentaba con su carácter llano. Pero no le era fácil soportar las miradas de los dos sospechosos cada vez que los veía, apreciando que siempre se mantenían alejados uno del otro.

Y las semanas fueron pasando mientras la crestería de las cimas se engalanaba de oro y el suelo del valle se alfombraba de hojas agotadas. Y una tarde hubo un gran ruido.

—¡Fuego en el bosque!

Salieron todos. Las llamas se habían extendido por la seca árgoma y amenazaban el castañal. Corrieron con cañas y varas y golpearon el ramoso arbusto mientras otros hacían viajes con cubos de agua. José Manuel estaba concentrado en la labor cuando sintió el roce reiterado de otro cuerpo. Entre el humo cegador vio al chaval de cejas grandes que le hacía el gesto de silencio, el dedo índice sobre la boca. Rediez. Seguro que estaban siendo observados en ese momento. José Manuel se alejó a otra zona y siguió en la tarea. Cuando el incendio quedó extinguido volvieron todos al convento. Después de lavarse, José Manuel fue al despacho del vicerrector.

—Qué traes, hijo.

—Me voy del seminario.

—¿Qué dices? ¿Por qué?

José Manuel había tenido tiempo de constatar que todo el profesorado dominaba el arte del fingimiento. Pero el cenceño religioso parecía realmente sorprendido y tal vez pesaroso.

—El convento se transformó en prisión para mí. No puedo soportar esta vigilancia y tensión.

—¿Qué vigilancia?

—Vamos, padre.

—Bueno... —Era extraño que hombre tan templado dudara. Dio unos pasos por las esterillas que luchaban contra la humedad—. Bien. En realidad no eres el objeto de nuestra vigilancia sino el cebo. Creemos que el rapaz que te asaltó volverá a hablarte.

—¿No tienen otro medio de pescarle? Han pasado semanas.

—Te pido paciencia. Y también comprensión. Hay una mala hierba que debemos eliminar. Nuestro acecho dará fruto pronto. —Le puso una sarmentosa mano en el hombro—. Desecha esa idea de marchar. Eres de los mejores estudiantes.

Dos noches después hubo una pequeña conmoción. Se oyeron pasos apresurados, palabras apagadas y luces temblorosas desplazándose.

—Seguid todos en vuestras camas —dijo una voz.

Luego la perturbación se alejó y todo volvió a quedar en silencio y a oscuras.

Al día siguiente en el desayuno José Manuel procuró no mostrar un interés anormal en su mirada. Pero apreció que los dos muchachos sospechosos ya no estaban. Supuso que los habrían descubierto tras una vigilancia similar a la que él fue sometido. Y fue consciente de que ese hecho nunca se le olvidaría.

Capítulo 19

Ahora en mis ojos reposan

los lentos ríos que el mar no acecha

la mañana que serena se viste de mañana

la noche que a la noche se rinde.

RICARDO RUIZ NEBREDA

Melilla, Protectorado de Marruecos, marzo de 1941

Melilla apareció a la izquierda de un largo promontorio de feroces acantilados semejando la proa de un enorme buque queriendo avanzar hacia el mar abierto. Las olas batían con fuerza en la castigada roca escarpada y en los farallones que montaban guardia. A las ocho de la mañana el vapor
Virgen de África
, procedente de Málaga, atracó en el concurrido muelle Vizcaya, donde las aguas permanecían amansadas. Lavada por las últimas lluvias, la ciudad se mostraba reluciente y el aire era tan límpido que parecía no existir. Más allá del puerto, el monte Gurugú, con los verdes bancales en sus amplias estribaciones y su pico desnudo, el Basbil, de casi novecientos metros, daba la sensación de haber sido recientemente instalado por un equipo de escultores gulliverianos.

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