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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (9 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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También había estado en la estación.

—¿Cómo voy a saber dónde está tu amigo? —le dijo el encargado de la contrata—. Aquí venís y nadie os pregunta. No hay nóminas ni contratos. Sois libres de iros cuando os salga de los huevos, como nosotros de echaros. Sabes cómo funciona esto porque estuviste aquí. El dejó de venir. Simplemente.

Había buscado en los hospitales, comenzando por el de Ferroviarios, situado en un lateral de la estación. En todos facilitó su nombre y descripción. El personal de recepción no encontró en sus registros a nadie que se le pareciera. En el depósito de cadáveres le dijeron que siempre llegaban algunos sin identificación que, al no ser reclamados por nadie, se enviaban a enterrar en fosas sin nombres, tarea a cargo del Ayuntamiento. Quizás Andrés fuera uno de ellos.

Descartó ir a la policía. No quería tener el menor trato con ella porque siempre hacían demasiadas preguntas, indagando más en la vida de los denunciantes que en las de los desaparecidos. Y eso no le convenía por su pasado, que invitaba a los vigilantes del nuevo orden a comportarse con reticencias. Recurrió a Alfonso, quien pareció tener un desmedido interés en el asunto, como si le fuera algo en ello, lo que le hizo mirar a su primo bajo otra consideración, descubriendo en él un fondo de solidaridad que no sospechaba. Dijo que encomendaría las pesquisas a algunos de sus camaradas y que no pararía hasta que apareciera. Pero al presente seguía la gran incógnita.

Se apeó en la estación de Puente de Vallecas, la última de la línea, y caminó por la larga avenida del Monte Igueldo. Era una de las arterias principales del Puente, a pesar de ser estrecha y con las mismas casas de humilde construcción. Estaba débilmente iluminada y cruzaba callejuelas más oscuras. De día siempre había grupos de vecinos charlando en las esmirriadas aceras y pasaban carros tirados por animales, esporádicos coches y mucha gente deambulando, pero en esas horas el frío nocturno disuadía a los aficionados al aire libre. Aunque pegado a Madrid y estirándose para no desmerecer de la gran ciudad, el Puente de Vallecas era un municipio independiente y tenía las hechuras de cualquier otro pueblo de la provincia.

Al girar en la desierta calle Hachero, dos sombras fornidas se le acercaron por detrás, una a cada lado. Llevaban boinas caladas y los cuellos de los chaquetones alzados. Uno de ellos le puso algo duro en la espalda.

—Haz lo que te digamos o te pego un tiro.

Cruzaron Entrevías, y pasaron por el túnel bajo las líneas ferroviarias. Salieron al inmenso campo deshabitado con huertas lejanas, hundido en la oscuridad salvo por unas débiles luces en el barrio del Japón. Bajaron el terraplén, cruzaron el ancho arroyo de Abroñigal, cauce natural hacia el Manzanares para avenidas de agua e inundaciones pero seco casi todo el año, y subieron el terraplén del otro lado. Estaban al final de la calle Méndez Álvaro, también cubierto por la penumbra. Carlos había reconocido a sus aprehensores. No sabía adónde lo llevaban pero no esperaba nada bueno de ellos. Caminaban por un sendero terroso, ninguna vivienda en esa zona. A veces se cruzaban con bultos embozados como fantasmas. A la izquierda, camino de Atocha, le hicieron pasar a un solar. Apreció con sorpresa que había muchas tumbas y cruces derruidas. No sabía que allí hubiera un cementerio. De repente sintió que le pasaban algo por el cuello y que apretaban. Un hierro. Lo estaban ahogando. Con la mano izquierda frenó la presión mientras que con la derecha buscó la entrepierna del agresor. Apretó los testículos del otro fuertemente. A punto del ahogamiento, el hierro se soltó mientras el hombre gritaba de dolor. Carlos tosió y recobró el aliento. Vislumbró al otro individuo enarbolando otra barra. Le golpeó con fuerza en la cara con el puño, lanzándolo a tierra. Se volvió, pero ya la primera barra descendía sobre su cabeza. Recibió el impacto y cayó al suelo, notando que sus fuerzas le abandonaban. No tenía salida. En la distancia profunda oyó hablar a sus atacantes y sintió que le quitaban la ropa. Luego se rindió a la oscuridad.

Capítulo 13

Imperare sibi máximum imperium est.

(El gobierno más difícil es el de uno mismo.)

TERENCIO

Valdediós, Asturias, septiembre de 1928

Un sonido desconocido e irritante se introdujo en los oídos de José Manuel. Caminaba por la cueva del tesoro y el sonsonete le confundía. Luego hubo otros ruidos extraños. Despertó lentamente, desorientado. Todo estaba a oscuras aunque se apreciaban luces titubeantes más allá de la pared. No reconocía el lugar. Poco a poco recordó dónde se hallaba e identificó el tañido de una campanilla. Bajó de la cama enredándose en el pijama y cayó al suelo de húmedas baldosas. Nunca había usado esa prenda y desde ese momento consideró que era un estorbo. Hacía frío. Se calzó las alpargatas sin reparar en las zapatillas, objetos tan extraños como casi todo lo demás, y de su taquilla sacó un trozo de jabón. En algunos lugares había candiles que aportaban una luz fantasmagórica. Torpemente salió al pasillo y se situó en la fila de chicos, algunos tan inseguros como él y casi todos con una especie de perola blanca con asa en las manos. Antes de interpretar el significado, oyó:

—Eh, rapaz, tu orinal —dijo el encargado. José Manuel le miró sin entender—. Debajo de tu cama, el recipiente que has usado de noche para hacer tus necesidades. Cógelo y haz como los demás.

José Manuel recordó que el día anterior se lo habían indicado. Para él era un nuevo descubrimiento. Nunca había visto ninguno y no entendía su necesidad. En casa dormían en jergones sobre el suelo y no era habitual que nadie se levantara por las noches. Pero el que lo hacía se iba a la parte trasera a resolver.

—No lo usé —dijo—. No lo necesito.

—Está bien. Pero si lo usas ya sabes que debes lavarlo.

Llegó a la sala de lavabos corridos y esperó su turno, viendo lo que hacían los otros. Todo era tan nuevo como si hubiera surgido de la varita de un mago, esos que iban por las aldeas los días de feria en carromatos y traían las fantasías que había más allá de los montes. Después de lavarse la cara con el agua helada bajó para defecar. Buscó la salida, juntándose con otros.

—¿Adónde vais? —preguntó un profesor.

—A cagar.

—Podéis hacerlo arriba, en los retretes. Venid, os lo enseño.

Subieron tras él. Cerca de los lavabos había una fila de puertas que no llegaban al suelo. Dentro, en el centro de un espacio individual, destacaba una especie de banco blanco con un gran agujero. José Manuel había usado uno igual en el hospital de Oviedo y no participó de la sorpresa de los otros novatos.

—Os sentáis, lo hacéis, os secáis con un papel de cuaderno, que pondréis luego en ese cubo. A continuación debéis tirar de esa cuerda que cuelga.

Entraron los primeros y José Manuel esperó pacientemente. De pronto uno de los chicos salió despavorido.

—¿Qué ocurre? —preguntó el cuidador responsable.

—Tirara de la cuerda y oyera un ruido tremendo. La cosa ésa iba a caérseme encima.

—No seas bruto. Es el ruido del agua al caer de eso que llamas cosa y cuyo nombre es cisterna.

José Manuel, ya evacuado, volvió al cubículo para cambiar el pijama por ropa que nunca tuvo, lo que le llevó más tiempo que a los demás y dio lugar a que el alumno mayor apareciera para recordarle que había que despabilar. Bajaron en recua a la iglesia, un recinto grande lleno de bancos en línea donde los alumnos se iban colocando por orden. En las filas de delante, los de los cursos superiores; en las últimas, los recién llegados para el primer curso, los más numerosos. El lugar estaba iluminado por velas, aunque las primeras claridades entraban ya por las altas vidrieras. Era el tiempo para la meditación, que el padre espiritual dirigía. ¿Qué era eso de la meditación? ¿De qué hablaba el padre, en su pausada perorata? No entendía nada. Ellos permanecían arrodillados con la cabeza inclinada entre las manos, mirándose de reojo y transmitiéndose su incomprensión. Sin poder evitarlo pensó en su pueblo y en su familia.

Cuando todos los de Pradoluz se enteraron, vinieron a admirarle. Porque no eran exactamente felicitaciones lo que aparentemente recibía sino miradas de envidia.

—¡Qué suerte!

—¡Felicidades, guaje!

—¡Ojalá pudiera ir el mío fiyo!

Estaba asombrado. Parecía que todos querían que sus hijos fueran curas. No lo entendía porque no recordaba que alguien del pueblo lo hubiera sido. Se lo preguntó a su madre, que tenía los ojos llorosos como cuando murió la abuela y cuando se ahogó su hermano.

—Nadie del pueblo, ni de esta casa. Dios escuchara mis rezos.

—¿Por qué, madre? ¿Por qué quiere que sea cura?

—Ye lo más grande que puede ser alguien. Más que ingeniero, más que dueño de una mina. He rezao porque eres el más débil de tus hermanos, no vales pa las faenas del campo y la huerta. Pero eres el más listo, el que puede llegar a ser algo en la vida. Somos probes. Aquí nunca serás nada, un peón, un obrero. Ahora llegará el milagro y podrás ser cura.

—Pero yo no quiero ser cura, madre.

—Eres un guaje. Todavía no sabes lo que quieres. Por eso tenemos que decidir por ti.

Había algo que no le encajaba. Su padre no quería verle y su hermano mayor nunca le quiso bien. Y sin embargo ambos le mandaban a un convento para que tuviera una buena vida, según parecía. No lo entendía. Por eso, mientras no descubriera lo contrario, para él el seminario representaba un castigo y como tal tendría que enfrentarlo.

Y el día de la marcha, casi todo el pueblo en la despedida. Cuando el carro bajó las últimas cuestas todavía algunos vecinos seguían mirando.

* * *

Media hora más tarde, la misa. Después volvieron a los dormitorios para hacer las camas y barrer y limpiar las celdas. Finalmente bajaron a los comedores. José Manuel se admiró de que hubiera tantos chicos deseando ser curas. O puede que les estuviera ocurriendo lo que a él, llevados en contra de su voluntad. Ya había tenido esa impresión durante la cena de la noche anterior, en la que fue más el ruido que las nueces para las tripas porque apenas las vieron venir. Mientras comía las fariñas, estuvo contándolos, asombrado al mismo tiempo de verlos enfundados de silencio entre el repicar de las cucharas. Cuando llevaba cuarenta y dos, hubo de levantarse. El parco desayuno había terminado y todos en fila fueron a las clases. José Manuel notó dentro de él un sentimiento de rebeldía. Puede que fuera incapaz de asumir tantos cambios a la vez.

Capítulo 14

Y fue cuando pusiste.

definitivamente

mi mano en tu silencio.

VANESA PÉREZ-SAUQUILLO

Madrid, noviembre de 1940

Había un pozo sin fondo en la parte trasera de la trinchera. Cuando los hombres caían a él sus gritos iban languideciendo en la negrura despiadada hasta desaparecer en una inimaginable distancia, Carlos no sentía terror sino la impotencia de no poder moverse porque el enemigo batía el parapeto con descargas de ametralladora y mortero, diezmando inexorablemente a la sufrida compañía. Era un escenario cerrado de metralla, barro y sufrimiento. El cielo ausente, el paisaje borrado.

Sintió el tiro en la cabeza y cayó hacia atrás al pozo, imposibilitado para el grito. Se vio descendiendo en un espacio sin bordes, hondo, interminable. Y de pronto una mano fuerte le agarró. Anotó una claridad. Detrás de sus párpados iba desparramándose la luz. Intentó abrir los ojos y sólo uno le respondió. Atisbo un rostro borroso. Cerró el ojo y puso argumentos para vencer el deseo de permanecer en esa guisa. Oyó palabras, llamándole. Volvió a liberar su mirada y tardó en interpretar lo que veía, el abrupto cambio de panorama.

No estaba en el frente de guerra sino en la sala de un hospital, tendido en una de las camas que se alargaban en doble hilera. Un brazo era prisionero de algo, pero la mano del otro la asía su joven vecina, Cristina, que le miraba con ojos esperanzados. La oyó llamar. Apareció una enfermera.

—Vaya, vaya —le sonrió—. Al fin ha vuelto con nosotros. Tranquilo. Buscaré al doctor.

Soltó la mano y se palpó. Un vendaje le cubría la cabeza y un ojo. Vino el médico, acompañado de Alfonso.

—La herida era tremenda. Un golpe así hubiera matado a cualquiera. Es inexplicable que haya sobrevivido. Tiene usted la cabeza muy dura. Le quedará una buena cicatriz.

Más tarde, cuando todos se fueron, ya sabía que estaba en el Hospital General y que llevaba allí cuatro días. Le habían encontrado tirado en uno de los viejos cementerios de Méndez Álvaro, vestido con un mono y ningún documento encima. Tenía un fuerte traumatismo en la cabeza. Había sobrevivido con sueros y transfusiones, y su estado físico era satisfactorio dentro del cuadro traumático. Al día siguiente ya pudo ingerir alimentos líquidos. Al comenzar el horario de visitas aparecieron Alfonso y Cristina.

—¿Qué recuerdas? —dijo su primo.

—No mucho.

—Te golpearon la cabeza con un hierro. Intentaron estrangularte. De hecho lo creyeron. No imaginaron lo fuerte que eres. Luego te tiraron en un pozo. Los perros de los gitanos dieron la alarma. ¿Quiénes fueron?

Carlos negó con la cabeza. Dijo no recordar haber estado en ningún cementerio. Quizá lo golpearon en otro lugar y lo llevaron allí.

—¿No los viste?

—No.

—¿Por qué te atacaron?

—Dices que estaba desnudo. Lo harían para robarme.

—No. Ya no hay ladrones en España, ni tampoco asesinos. —Carlos miró a su primo y él supo lo que bailaba en sus ojos—. Este Gobierno no comete asesinatos. Las ejecuciones, no tantas como se cuentan, obedecen a sentencias dictadas por jueces en los Consejos de Guerra. Los condenados son gente con numerosos delitos de sangre.

—¿Lo crees sinceramente? —musitó Carlos—. ¿Crees que todos los fusilados tienen las manos manchadas?

—Por acción, omisión o participación. Sí lo creo. —Alfonso se sentó a su lado y movió la cabeza—. No pareces saber lo que hicieron esos pistoleros de las JSU y de la FAI. Crímenes nefandos contra personas inocentes. Las famosas checas. No es venganza acabar con los culpables. Esos asesinatos no pueden quedar impunes. Deberías entenderlo.

Carlos no contestó. Se limitó a mirarle y Alfonso sintió una gran desazón. Nunca vio a nadie mirar de esa mañera. En realidad no era la mirada sino el misterio que proyectaban sus ojos.

—Sería injusto atribuirnos otras motivaciones. Sólo queremos una España mejor. No todos recurrimos a las armas como razones. No maté a nadie y creo que nunca lo haré. Pero comprendo a muchos de los que lo hacen.

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