Detrás de la Lluvia (32 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Pero eso es para los militares. Nosotros somos...

—Somos cruzados, soldados defendiendo la Cristiandad. Es lo que hemos venido haciendo desde julio.

—Pero cuando esto acabe, nosotros...

—Para que esto acabe como Dios manda hemos de participar activamente. Debemos darlo todo, hasta nuestra vida si es necesario.

—¿Cómo vas a ir si el tren a la planicie sigue bloqueado?

—Por el pasillo del Escamplero abierto por los bravos. Funciona a pleno rendimiento, pese a los ataques de los rojos. Por allí nos llegan los suministros y hay pasos de personas en ambas direcciones. Ese es el camino. Deberíais venir conmigo, sobre todo tú, Amador, por tus hermanos.

—Iré —prometió el aludido sin dudarlo, mirando a su vez a José Manuel, que supo que estaba siendo propuesto para algo en lo que no estaba ni preparado ni inclinado—. Vente —animó—. Tendremos dos alicientes añadidos. Veremos otras tierras de España y contemplaremos la patria de Santa Teresa. ¿No es fascinante?

¿Fascinante? ¿Qué expresión era ésa en hombre tan comedido? ¿Tanto les estaba cambiando la maldita guerra?

Así que a principios de diciembre José Manuel salió con sus amigos en un camión junto a familias que se arriesgaban bajo los tiroteos de los sitiadores del «pasillo». No tuvo que rebuscar en su pasado para recordar al minero que dos años antes apareciera providencialmente para salvarle e indicarle ese mismo camino. Con frecuencia surgía ante sus ojos como si se corporeizara. ¿Qué habría sido de él? Quizá fuera uno de los que se lanzaron contra las cotas que él había defendido. No quiso imaginar que una de sus balas hubiera acabado con su vida en el anonimato y la locura de aquellas batallas. No sería justo. En los momentos de ensimismamiento y culpabilidad le había pedido a Dios que le diera oportunidad y pruebas para superar sus dudas sobre Él. Desde aquella huida protegida del seminario añadía siempre en sus rezos el ruego de que preservara la vida de aquel hombre misterioso del que llegó a imaginar que fue él mismo, en un desdoblamiento arcano, como si hubiera sido enviado por un poder oculto, quizá por el que no llegaba a aceptar.

En Lugo cogieron el expreso que llegaba hasta Ávila. La estación estaba muy animada por ser el punto de enlace de los asturianos que deseaban viajar al interior. Era el primer viaje largo en tren que José Manuel realizaba. Le habían asegurado que al pasar por primera vez el Puerto de Pajares hacia León, normalmente en busca de mejorar su vida, todos los asturianos sentían que el corazón se les encogía de pena y añoranza. El había aprendido a mantener el control de sus emociones y, además, iba a fortalecer sus conocimientos militares para vencer en las batallas que quedaban, no a ganarse el sustento como los paisanos del pasado. Era una misión específica de corta duración por lo que no creía ser afectado por el sentimiento. Pajares estaba lejos. Pero, atisbando los montes gallegos y los macizos de El Bierzo horadando el cielo estrellado, le llegó el pálpito insobornable. Porque al otro lado de esas montañas estaba la Cordillera Cantábrica y en ella su pueblo, su madre, su mundo intocado, su niñez albergada en sus recuerdos imperecederos. Tanto tiempo y tan corto. Tantas cosas y tan llenas de vacíos. Seguramente sus hermanos y Jesús estarían luchando y tenía pocas dudas de que cada uno lo estaba haciendo en el bando adecuado a sus fidelidades. Se sintió desfallecer y más cuando sus compañeros empezaron a cantar con voces quebradas el Asturias patria querida. El no cantó pero notó la auténtica sensación de pérdida que albergaba la canción. Pero había algo más, algo que en ocasiones alteraba su sosiego y lo llenaba de un sentimiento infinito, impreciso, como una ventana a lo favorable de la vida. Y tan secreto que intentaba ocultárselo a sí mismo, mintiéndose en el suspiro: Soledad, aquella moza dorada que a veces le parecía inventada.

Luego los páramos de León al otro lado de las ventanillas y los paisajes planos de Castilla llenos de frío, aparentemente vacíos de vida. Paisajes helados, de nieve escarchada donde patinaba la luna. Las murallas de Ávila le subyugaron. Era como volver a los tiempos de la frontera, cuando se luchaba a espada y la guerra se enganchaba en los siglos. La ciudad castellana aparecía en soledad, plantada en medio de enormes campos llanos esquivados de arbolado y verdor. El cierzo prodigaría las nieves y pronto lo más feroz del invierno se abatiría.

La Academia Militar estaba en el convento de Santo Tomás y había sido trasladada desde Fuencaliente, en Burgos. Era la primera promoción que se celebraba allí. El director era un teniente coronel de Infantería y tenía como profesores a capitanes de Artillería, Infantería y Caballería, además de un director espiritual. Concurrían ciento cuarenta y cuatro alumnos procedentes de diversos puntos a quienes se exigía el título de Bachillerato. En el caso de los seminaristas, su formación tenía la misma consideración. La mayoría eran falangistas y alumnos de la Academia de Toledo que no querían esperar a terminar los cursos de tenientes para participar en los combates. Eran unos jóvenes de sorprendente formación. Casi todos tenían una particularidad. Había uno que escribía églogas y otro cantaba aedos con voz barítona. El ambiente era de euforia e impaciencia y, dado el lugar donde se celebraba, todo estaba cubierto de genuina mística. Parecían convencidos de estar participando en una auténtica cruzada contra infieles, término que repetían constantemente y que sólo de pasada había oído en Asturias. Los religiosos del convento mostraban gran contento al saber que entre el alumnado había seminaristas y de que volviera la presencia de la Iglesia en tareas guerreras, como fue tradición en los primeros siglos.

El monasterio se edificó en tiempos de los Reyes Católicos. En el centro de la iglesia, frente al retablo de cinco tablas, se encontraba el sepulcro del príncipe don Juan, heredero de la Corona de Castilla, hijo de Isabel y Fernando, y muerto a los diecinueve años. La estatua yacente fue realizada en alabastro por un escultor italiano en vida de los reyes y su perfección inflamaba de fervor guerrero los pechos de los cadetes. José Manuel no participaba de ese ardor aunque a diario, en cada misa, se rendía ante el poder de la Monarquía que rigió desde la unificación de España.

Como los dominicos permanecían en una parte del edificio, el horario se ajustó para todos. Se levantaban a las cuatro y media y se pasaba revista a las seis. La instrucción práctica era intensa de día y de noche, con marchas kilométricas, combates simulados, intensos ejercicios de tiro y manejo de armamento. En lo técnico, estudiaban táctica, topografía, logística, armamentística y códigos.

En los escasos ratos libres José Manuel salía a pisar las viejas baldosas. Visitó la catedral y también entró en el convento de San José, el primero que fundó santa Teresa, quien, según los testimonios, estaba imbuida por una incalmable determinación de reformar la Orden del Carmelo, o de los Carmelitas Descalzos, para devolverle su esplendor por medio de la más extrema austeridad. En realidad el edificio no era el original sino otro construido medio siglo después sobre el anterior. Pero allí estaba todavía el viejo pozo que la santa mandó abrir para disponer de agua propia y ahorrar al rey el costo de llevársela, lo que tenía por obligación al estar, como otros conventos, bajo su jurisdicción.

Se sintió subyugado por la personalidad de aquella mujer que, pese a su fragilidad y a estar aquejada de enfermedades, fundó dieciocho conventos en sólo veinte años, durante los que vagó descalza por caminos duros bajo inclementes climas, extremosa en el rigor de la alimentación y del lecho como si tuviera avidez de privaciones. Vio una reproducción de su celda con el madero que usaba como almohada. Compró varios de sus libros, que leyó quitando horas al sueño, primero con curiosidad y luego con incrédula admiración. José Manuel llegó a su máxima aproximación a Dios leyendo a aquella santa. Tanto tesón no hubiera sido posible sin estar alentado por fervor divino. ¿O acaso pasión? El éxtasis en que cae en su amor por Dios llega a lo incomprensible sin una conjunción con el gozo fisiológico, aun la contradicción aparente. Recordó su episodio con Loli y la transfiguración interna que experimentó por causa del engolfamiento en algo tan bello que ninguna palabra puede describir. ¿El camino hacia Dios pasaba por esa cosa indescriptible? ¿Los mayores santos y santas se dejaron acunar por el roce prohibido antes de la sublimación? Si ello fuera tan cierto como la sospecha que emanaba de los escritos de Teresa, entonces la versión del sexto mandamiento sostenido por la Iglesia era una falacia, como con toda rotundidad afirmaba Loli. Un viento limpió su preocupación porque significaba que podría dejar de agobiarse de culpabilidad por la efímera e inolvidable unión con la hermana de su amigo y encontrar en otras perfecciones el camino del sacerdocio.

También hizo una escapada a Salamanca y se sintió alcanzado por las dos catedrales y el color dorado de los edificios. Al principio, el paso desde el verdor montañoso de Asturias a los llanos casi esteparios de Castilla le habían hecho considerar que su tierra estaba muy por encima en belleza. Pero ahora le había llegado otra certeza. Existía un mágico atractivo en la llanura infinita, dura, de aire tan puro que la mirada acercaba los lejanos promontorios y las desperdigadas iglesias. Nada había en Asturias que igualara a las Murallas de Ávila. Los hombres que hicieron esas maravillas y que luego conquistaron mundos merecieron su admiración. Había estudiado mucha geografía e historia pero sólo ahora caía en la cuenta de que Asturias no era el centro del mundo, sino un apéndice provinciano de algo gigantesco.

El cursillo duró algo más de un mes. No se pronunciaron discursos ni se entregaron diplomas, sólo la estrella indicativa del grado de alférez provisional en la gorra y en el uniforme. La Jura de Bandera tendría que esperar. Esa misma noche de finales de enero de 1937 cogieron el tren que les había de devolver a los frentes del norte. Otros iban a los frentes de Aragón. La estación castellana estaba rodeada de un manto blanco y de silencio. Parecía una ciudad monacal perdida en la noche de los tiempos. Muy cerca estaba Madrid, la capital, que resistía con la misma heroicidad que Oviedo, cada una cercada por un ejército distinto. La España partida que, como el menor de los Machado, José Manuel no comprendía.

En Venta de Baños se separaron los que iban a Bilbao. Ya de vuelta al cuartel de Pelayo a José Manuel le dieron el mando de una sección de infantería. Seguía sin poder desplazarse a su pueblo, en zona republicana, y no tenía noticias de su familia por el bloqueo. En Oviedo seguía la presión artillera y los derrumbes eran constantes. Las imágenes de tanta destrucción chocaban con la visión que aportaban las palabras de su maestro, con vida tan ejemplarizante como la de ese Jesucristo que nunca acabó de ver. Hasta que le llegara la Verdad tendría que hacer pecho de lo hecho.

Un mes después supo de una noticia terrible. Aranda estaba firmando más ejecuciones y entre los fusilados destacaba el rector de la Universidad Leopoldo Alas, hijo del famoso Clarín. ¿Por qué esa atrocidad? ¿Qué había hecho el honorable catedrático, ex ministro y hombre dedicado a la enseñanza? Los verdugos no habían sido los bárbaros rojos sino los guardianes de la fe y la justicia. Quizá porque nunca perdonaron a su padre el retrato que hizo de la carca sociedad ovetense en La Regenta.

La noticia saltó los parapetos y se esparció extramuros de Oviedo. Un rugido se extendió saltando de una trinchera a otra, llenando de ira a los mineros que cercaban la ciudad. Los gritos y las amenazas no cesaron. Les llegó información de que preparaban una gran ofensiva para los próximos días, como la fallida de octubre. Esta vez las fuerzas acumuladas eran tan poderosas como el odio y no podrían resistirlas. La capital sería arrasada y los defensores, aniquilados. José Manuel se dispuso a cumplir con su destino.

Capítulo 45

Residencia La Rosa de Plata,

Llanes, Asturias, junio de 2005

—Ahora es un buen momento para que la saludes —dijo Rosa.

El aire estaba lavado y las hojas de los avellanos y castaños, henchidas de verdor, todavía retenían miles de gotículas cristalinas desafiando la débil imposición solar. Yo la miraba, imposibilitado de evadirme de su contemplación. Ella sonrió y hubo más razones para la fascinación.

—Aquel anuncio —añadió—. Ese que decía: «Si sigues mirándome así van a tener que presentarnos.»

—Pues tendrán que presentarnos constantemente —dije, tratando de parecer reprendido. Cambié de tercio—. Si saludo a esa señora querrá contarme su vida.

—La culpa es mía. Le hablé de ti y de lo que haces. —Cogió mi mano—. Vamos, es una mujer llana. Te encantará.

—¿Por qué está aquí?

—No está enferma. Dice encontrarse más a gusto que en otros sitios.

—En eso coincidimos. Claro que yo tengo una razón de la que otros carecen —dije, devorando su sonrisa.

La residencia ofrecía la mejor imagen. Sol tras el campo llorado. Los pacientes paseaban solos o con cuidadores. Era estimulante ver a esa gente disfrutar de sí mismos en ese marco de difícil parangón. La señora estaba sentada en uno de los bancos de madera situados en zona de sol. Sabía que tenía setenta y cinco años y que se saturaba de buenos paseos, como para apaciguar la urgencia del tiempo.

—Así que se llama Corazón. ¿Qué nombre ye ese para un home? —dijo, llenando de provocación sus chispeantes ojos y acicalándose el arreglado cabello entrecano en un gesto ausente de coquetería.

Me senté esquinado, mirándola de frente.

—Dice Rosa que un tío suyo fue echado de casa.

—Sí. Llamárase José Manuel.

—¿Quién lo echó?

—Adriano, el moirazo. ¿Quién si no, ho?

—¿Cuándo ocurrió?

—Déjeme pensar... Acabara la guerra... Empezara el año 38, sí.

—¿No han sabido nada de él en tantos años?

—Usted lo ha dicho. Marchara, sin más.

—¿Quién le contó eso?

—¿Cómo dice? Yo estuviera presente. Vilo con mis propios ojos.

—¿Hubo alguna discusión, se pelearon?

—No. José Manuel no estuviera entrenado para la pelea. Fuera seminarista, mejor dicho, fuéralo.

—¿Tenía derecho de herencia?

—Sí, pero dejárala. Marchara y nunca la reclamara.

Tenía muchas preguntas empujando, pugnando por salir. Me aconsejé prudencia.

—¿Han pensado que quizá muriera?

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