Detrás de la Lluvia (28 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—¿Tu padre no te vigila?

—Al principio me envió a casa de una familia amiga. No aguanté. Me consiguió una residencia regentada por religiosas. Al segundo año cambié a la que estoy, cuyos propietarios no imponen ninguna regla ideológica, ni siquiera de horario. Mis padres van a verme. Lo importante para él es que su dinero no se desperdicie. Saco excelentes notas. —Recuperó un intervalo. Luego habló con un perceptible cambio de entonación—. Todo parece indicar que habrá un levantamiento inminente de los militares. Si lo hay, ganarán e impondrán un sistema de vida censurado. En Madrid las residencias serán de monjas y estarán muy vigiladas. Volverán las noches interminables y los días se llenarán de sombras.

José Manuel apreció una alta dosis de fatalismo en las palabras de la muchacha, como si predijera el advenimiento de tiempos de desdicha. Cerró los ojos.

—¿En qué piensas? —dijo ella.

—No respeté el sexto mandamiento de la Ley de Dios —respondió, manteniendo el tono quedo de voz.

—¿Qué dice exactamente?

—No cometerás actos impuros, tanto de obra como de palabra y pensamiento, solo o en compañía.

—¿En serio? Vaya con la Iglesia. No deja el menor resquicio en este asunto. ¿Y a los niños, al entrar, también les acosan con estas prohibiciones injustas, dada su inocencia prístina?

—Se les va guiando y aconsejando hasta que adquieren la comprensión suficiente.

—Es decir, la comedura suficiente. Es enfermizo su ensañamiento con el sexo, que es algo natural. Es como prohibir reír u orinar.

¿Cómo explicarle que la Iglesia tiene unos códigos diferentes a los de las gentes laicas, que son normas que deben ser aceptadas sin rechistar por los que pretenden vincular su vida al sacerdocio? El cuestionarlas significa caer en la desobediencia, lo que es inaceptable. La Iglesia es una dictadura para quienes no entienden que tiene sus reglas. Quien duda, debe buscar otros caminos.

—¿Qué es eso de impuro? ¿Alguien con dos dedos de frente puede creer que algo tan sublime y embriagador es impuro? —continuó Loli—. Dios no le contó ningún cuento a Moisés en el Sinaí. La Biblia la escribieron los hombres para los adultos. Y lo que realmente dice ese mandamiento es: «No cometerás adulterio», que tiene un significado distinto y concreto. Pero incluso el adulterio no tiene por qué ser tildado de pecado porque lo genera la libertad del ser humano. Llegará un día en que todas esas censuras desaparezcan, incluso de la propia Iglesia, porque los curas, al ser solteros, no pueden ser adúlteros y menos los niños. Y porque Dios no puso el sexo a nuestra disposición para luego condenarlo ni racionarlo. Lo que ha hecho la Iglesia es transformar el sexto mandamiento a su acomodo y para sus tortuosos fines.

—Verás. Son imprescindibles dos carismas para acceder al sacerdocio: tener el don de la castidad, que depende del individuo, y el don de la vocación, que no es algo que se aprenda sino que se tiene o no porque viene del Señor. No vale con ser casto si no se tiene vocación, ni al contrario.

—Bueno, siempre se puede ocultar. Ojos que no ven...

—No vale. Porque Dios lo ve, lo sabe. Y lo reclama a tu conciencia para que confieses el pecado.

—La hostia. Lo tienen todo controlado. No parece que pueda haber segundas oportunidades como en la vida civil, la reinserción en la normalidad tras un delito o falta. —Le miró amorosamente—. ¿Cómo te ves ahora?

—Creo que después de esta noche mis opciones son pocas. Ya no soy casto y el soplo divino no me ha llegado. Además, tengo opiniones encontradas sobre la Iglesia. —Hizo un amago de sonrisa—. Veré qué puedo hacer. Quizá no esté todo perdido.

—Claro. Tenéis eso de dolor de corazón, propósito de enmienda, confesar los pecados y arrepentiros de ellos, ¿no?

—No es tan sencillo.

—Bueno, no has perdido nada. Y hay otros caminos fuera de la Iglesia.

Más tarde se levantó. Se puso la bata, cogió la toallita que había usado y se inclinó sobre él. Su beso fue largo y generoso y él volvió a sentir la punzada del deseo. Ella lo notó y le miró pensativamente. Se quitó la bata y apartó la sábana.

—No, no —musitó él.

Pero era tarde, quizá fuera ya tarde para todo o puede que el principio de algo. Porque no podría haber cosa en el cielo y en la tierra comparable con aquella unión en que el alma se expandía por el cuerpo atomizado transportándolo a sueños inconcebibles. Tiempo después descendió del encantamiento y notó la mirada de ella.

—¿Por qué has deshecho mi voluntad?

—No lo hice por perjudicarte sino para aliviarte. Estaba servida pero tú clamabas de necesidad. Puede que no te sea fácil el repetirlo. En cualquier caso, deseo haber abierto una puerta mágica en tu vida.

Volvió a ponerse la bata, fue a la puerta y desapareció. José Manuel notó el ahogo de su ausencia y nunca se sintió tan desamparado. Se sumió en reflexiones y no pegó ojo el resto de la noche. Antes de que amaneciera fue a un baño y se aseó. El comedor estaba vacío. Se sentó en una silla junto a un ventanal sabiendo que no podría mirar a los ojos a ninguno de la familia, y menos a Amador.

Pero las cosas sucedieron de forma diferente porque la noticia, temida por unos y anhelada por otros, había llegado. Oyó ruido en el interior y vio venir a don Amador con sus dos hijos menores. Cada uno llevaba un fusil. Detrás apareció su amigo.

—Los guardamos desde octubre de hace dos años —dijo el prohombre ante su estupefacta mirada—. Con ellos estuvimos tirando a los comunistas. Desde aquí mis hermanos, mi padre y yo nos cargamos a más de uno. Ellos están ahora en la calle Fruela, dispuestos. Ya no nos pillarán por sorpresa como entonces. Todos nuestros vecinos también están armados.

—No entiendo —dijo José Manuel—. ¿Qué ha ocurrido?

—Hay noticias contradictorias. Se ha filtrado que el Ejército se ha levantado en Melilla. Dios quiera que sea verdad. Ahora todos esperamos a ver qué hace ese masón y maricón de Aranda, si tenemos que luchar con él o contra él. La situación es extraordinariamente difícil.

Las expresiones sobre el coronel, que había ayudado a aplastar la revolución del 34 y desde entonces como premio venía siendo gobernador militar de la provincia, se reflejaron en los rostros de los seminaristas.

—Somos amigos desde hace año y medio —aclaró—. Le digo esas cosas a la cara. Lo peor es que, a pesar de que en el fondo es monárquico, también es fiel a esta infausta República. Como buen soldado la defenderá y nos obligará a una lucha desigual.

Se asomaron a las ventanas. Vieron gente cargando maletas, caminando deprisa, algunos corriendo, hacia la estación del Norte. Había mucha confusión en la ciudad y la tensión se palpaba. La vida dentro de la casa había cambiado aunque la dama procuraba serenar el ambiente. Pero cuando al día siguiente se leyó el bando del coronel Aranda en la plaza de la Escandalera por el que definía paladinamente su posición al lado de los sublevados, en todas las casas a lo largo de la calle estalló el entusiasmo, salvo excepciones como la Normal por ser el centro de los maestros de escuela y, por su condición, el convento de las Siervas de Jesús. Inmediatamente los dos hermanos falangistas se alistaron voluntarios para ayudar al levantamiento del ya ex comandante militar de Asturias para el Gobierno de la nación.

—¿Qué vais a hacer? —les preguntó el padre de Amador a ambos seminaristas.

—Tengo que ir a ver a mi madre —dijo José Manuel—. Quedé en hacerlo cuando terminara lo de su hijo.

—No puedes salir, nadie puede hacerlo. No sólo lo impide el mando sino que Oviedo está cercado por los rojos. Disparan a cuantos tienen aspecto de gente de orden y, desde luego, a todos los religiosos. Además todas las comunicaciones telefónicas y por radio están cortadas y bajo control militar. Aranda se está portando como un jabato.

José Manuel no dejaba de descubrir un mundo desconocido. Ahora Aranda era un héroe y no un ser abominable.

—Nos quedaremos aquí —dijo Amador.

—¿Aquí, emboscados, mientras otros luchan por vosotros? —dijo el hombre, la bondad espantada—. Tenéis que alistaros. Es vuestro deber.

—No estamos formados para entrar en la lucha armada.

—Tonterías. Ya sabes lo que dice Ulpiano:
Vim vi rapellere licet;
es lícito repeler la fuerza con la fuerza.

—Sin embargo Séneca nos enseña que
Nihil violentum durabile
; lo violento no perdura. Supongo que usted habla de luchar para mantener la democracia —aventuró José Manuel.

—Nimia libertas et populis et privatis in nimiam servitutem cadit
; la libertad excesiva conduce a los pueblos y a los particulares a una excesiva esclavitud, cita Séneca —sentenció el prohombre, mostrando una vez más su voluntad de liderazgo en las discusiones y su necesidad de quedar encima, como el aceite—. Pero os lo pondré más fácil. Tenéis dos opciones: esperar a que el Gobierno rojo os llame a filas o decidir en la buena dirección.

Se trataba de una imposición. Nunca podrían acceder a la primera opción porque ya no estaban bajo control del Gobierno. José Manuel miró a su amigo esperando su renuencia a entrar en terrenos que creía contrarios al servicio de Dios. Pero se equivocó.

—No es sólo una orden de mi padre —le dijo Amador—. Estamos en el lado que estamos. No podemos escoger.

Su amigo lo creía sinceramente. El no tenía disposición de pegar tiros contra nadie ni, desde luego, el menor deseo de ceder al mandato. Pero le surgieron las dudas, factor constante en su espíritu. Pensó en la máxima de Séneca. Quizá fuera un díscolo porque nunca hacía las cosas con total convencimiento. Puede que algún día hubiera un cambio en su vida. Finalmente aceptó seguir los pasos de su amigo. El mandamás no les dejó mucho tiempo para pensarlo. Abandonaron las sotanas y se vistieron de paisano.

El cuartel de Pelayo estaba cerca. Los hermanos expresaron su contento al verles y les llevaron a la armería. Tuvieron la sorpresa de encontrarse a otros seminaristas, entre ellos a Juan Manuel Espíritu Santo, que cursaba tercero de Teología. En el cuartel estaba de guarnición el Regimiento de Infantería Milán n.° 3 al mando del coronel Ortega, quien se había puesto a las órdenes de Aranda. Todos los cientos de falangistas y otros jóvenes voluntarios dispuestos a participar en la aventura armada pasaron a formar parte del Batallón Ladreda, cuyo jefe era el teniente coronel Fernández Ladreda y que, bajo las órdenes de Aranda, tenían licencia para efectuar misiones discrecionales. Más tarde José Manuel escuchó el desarrollo de los acontecimientos.

—El coronel engañó como a unos chinos al gobernador civil y a los líderes del Frente Popular. Ya el 19, al oír las noticias del levantamiento, hizo traer a escondidas todos los legajos y archivadores de su despacho del Gobierno Militar a este cuartel mientras que en otros camiones mandaba trasladar cañones y obuses procedentes de la fábrica de armas de Trubia. Lo más fantástico fue cuando accedió a dar armas a un contingente de más de seiscientos mineros, que salieron en un tren especial y en una caravana de camiones para acudir en auxilio de Madrid por petición urgente de Indalecio Prieto, ministro de Guerra. Era una decisión que le convenía pues alejaba a las fuerzas de choque del Sindicato Minero, los más temibles, el Tercio de los obreros. Al día siguiente tomó el mando de este puesto. Cuando los rojos reaccionaron, ya estaba ocupada militarmente la ciudad. En el cuartel de Santa Clara, antiguo convento de las Clarisas, están los guardias de asalto y casi todos los guardias civiles de la provincia. Ahora, grupos de militares y civiles dominamos las zonas clave de la ciudad.

Capítulo 40

Me has dicho que te vas y me has dejado

sedienta de emoción, blanca de lágrimas

mis ojos se han bañado en mi silencio

y el silencio se ha roto sin palabras...

MARÍA DOLORES MARTÍNEZ DE VELASCO

Antigua Polonia, agosto de 1941

La enorme columna de hombres, vehículos y bestias avanzaba por los caminos desconocidos de grava y tierra. Los tres regimientos de infantería, el batallón de depósito, el de zapadores, el antitanque, el grupo de transmisiones y el de exploración, es decir, toda la División 250 de Infantería de la Wehrmacht, ocupaban treinta kilómetros de longitud entre la cabeza y la retaguardia, unos siete por regimiento y resto de unidades, lo que creaba grandes dificultades a Intendencia, Sanidad y Veterinaria y daba gran trabajo a los enlaces motoristas que recorrían la larguísima columna trayendo y llevando órdenes. Más de diecisiete mil hombres en marcha. Habían salido de Suwalki y tenían como meta la gran ciudad de Smolensko, al sureste de Moscú. Les habían dicho que de ahí a la capital de Rusia el camino sería un paseo por una recta y ancha autopista. Pero para llegar a ese punto habían de caminar cerca de mil kilómetros sobre las duras botas, quién sabe por qué caminos y soportando los treinta y cinco kilos de peso del equipo: fusil, cartucheras, machete, mochila con objetos varios, pieza de tienda mimética, bote de máscara antigás, cantimplora, bolsa del pan y pala de trinchera. Para animarse, la tropa cantaba cuantas canciones recordaba.

Pocos entendían esa marcha a pie si estaban en el mejor Ejército del mundo. ¿Es que no había camiones para ellos? Tendrían que hacer unos cuarenta kilómetros diarios, con descansos de cinco minutos por cada seis kilómetros, bajo un calor endiablado que agotaría a muchos. No era ésa la forma de hacer la guerra que ellos pensaban. Pero la mayor parte, destacando los nunca desalentados falangistas, jamás se quejaba y estaba deseando entrar en combate. En realidad, la mayoría de esos jóvenes
azules
renegaba de las normas militares porque ellos solos se bastaban con su entusiasmo para vencer a los comunistas.

Cuando llevaban unos veinte kilómetros de marcha oyeron un rugido de motores por detrás. Una unidad acorazada alemana pidió paso y la División se situó en los márgenes del camino. En cabeza, las motocicletas KS-750. Seguían cañones de asalto Stug III, carros Pánzer II, camiones oruga ligeros Krupp Protze llenos de soldados, piezas artilleras FH-18 del 105 arrastradas por camiones semiorugas, autoametralladoras M-35, camiones cargando cañones anticarros PAK-38 del 50, antiaéreos Flak-38 del 20 y, cerrando la marcha, los poderosos tanques Tigres III y IV. Los alemanes les saludaban brazo en alto todo el tiempo que duró el adelantamiento. Ningún soldado iba a pie. Desde sus cómodos asientos, enteros, físicamente a punto, les miraban con indiferencia. Entrarían en combate no desgastados por marchas incomprensibles y empujarían con su vigor intacto. Los divisionarios españoles nunca habían visto una unidad blindada como ésa y se llenaban de asombro, admiración y envidia. Era imposible que nada pudiera detener esa fuerza, una de tantas que estaban asombrando al mundo en esa
Drang nach Osten
, la marcha hacia el este. Se perdieron detrás de una nube de polvo rojizo cegador que tardó en desvanecerse y que dejó sus uniformes de color terroso y un reguero de toses y maldiciones.

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