Detrás de la Lluvia (24 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—¿Te olvidas de la quema de otros cientos de libros del Ateneo Obrero de Sama efectuada por los soldados al terminar la revolución? —José Manuel volvió a quedar en silencio—. Nadie biempensante o con un mínimo de lógica puede creer que los mineros desearan quemar los libros de Oviedo. Fue una consecuencia desgraciada de la desesperación y la ignorancia. Al contrario que en Langreo, que fue una quema pública ordenada por las autoridades. Aquello sí fue un ataque a la cultura. —Un nuevo acceso de tos agredió su delgadez—. Me hablas de la Institución Libre, la que propugna la enseñanza laica y completa, la participación de la mujer en los estudios- Hermosas intenciones pero sus bases son burguesas y su calado está a enorme distancia de lo que ahora necesita el pueblo. Mira, José Manuel, en el seminario habláis de cosas trascendentales, pero en el mundo real la gente muere de hambre y no entiende que los ricos, los de siempre, tengan acceso a una buena alimentación, a una buena sanidad y a una buena educación. El Gobierno tiene ahora que sacar consecuencias del descalabro. No se ponen de acuerdo sobre las cifras, pero puede aventurarse que hubo mil quinientos muertos durante esos días, aparte de los miles de heridos. Es comprobable que de las Fuerzas del Estado cayeron pocos. La mayoría han sido revolucionarios y, de ellos, un elevado número fueron simplemente asesinados en el momento de rendirse o fusilados sin juicio previo tras sacarlos de las cárceles. Ahora hay cientos de «detenidos preventivos» atestando las prisiones. Se han olvidado de ellos, como si fueran leprosos. Esa desproporción en las consecuencias debía hacerte pensar en términos más ecuánimes.

—Intento serlo, don Celestino. No sé de esas cifras, sí los muertos que vi. Y también veo las paredes llenas de pintadas. UHP, GPU, Rusia, por todos lados. No se puede decir España porque denigran al que lo hace. ¿No es esto España? ¿Por qué quieren ser rusos? ¿En Rusia se vive mejor?

José Manuel miró los cansados cristales, y tras ellos vio algo húmedo que se escurría.

Capítulo 35

Los sueños condenados al silencio

vuelven a ser mis rostros familiares.

ANTONIO LINARES FAMILIAR

Madrid, julio de 1941

Con la palmeta en la mano, el inspector Perales daba vueltas a su pequeño reducto, llenándolo de humo. Se paró ante una de las ventanas y miró a través de los barrotes. No vio a nadie en la estrecha calle. La gente rehuía pasar por delante de la comisaría porque los guardias de la entrada no les daban confianza al proceder de manera caprichosa. Sobre todo si tenían el atrevimiento de mirarles a los ojos, lo que en muchos casos provocaba la petición de documentación, según les pluguía. Y luego, quién sabía lo que les vendría encima. Para los agentes nadie estaba exento de maldad. Y según Perales tenían razón. Porque eran el enemigo y allí no podían vivir gentes decentes. Se hallaban en uno de los barrios chulescos de Madrid, con presunción de un casticismo retrógrado y hundido en lo peor del pasado. Madrid no podía ser la capital del imperio soñado mientras existieran esos barrios infames. Había que demoler todas las horribles casas, dejando el lugar como un páramo para construir allí avenidas y edificios de categoría europea donde no existiera la gente mala, esa chusma traicionera y endemoniada llena de vulgaridad y analfabetismo. Debía procederse del modo que se hizo con la Gran Vía, una buena decisión que tomaron los gobiernos anteriores a la República, ese infame sistema que paralizó el país.

Reconocía que algunos edificios eran incongruentemente bellos para el lugar, como la casa de enfrente de seis plantas, que presentaba esos artísticos balcones de hierro forjado y los medallones con rostros entre las ménsulas. A veces se preguntaba a quién se le ocurrió poner allí la comisaría. Quizá precisamente por la afinidad entre los catetos achulados y los extinguidos guardias de Asalto, todos de la misma calaña. Ahora, paradójicamente, podría ser el punto ideal en ese vivero comunista para el desenmascaramiento y desarticulación de elementos implicados en crímenes durante la República o pertenecientes a la subversión política y social.

Pero podía haberse instalado en la calle Ave María o Lavapiés, las vías principales del barrio. Nada que ver con la cercana comisaría de Ribera de Curtidores, una arteria amplia, larga, arbolada y eje de comunicación de gente y vehículos. Aquí, las fachadas de enfrente estaban a unos pocos metros. Y aunque los vecinos intentaban la obligada discreción, no podían evitarse sus discusiones y los ronquidos durante el sueño, ya que en verano las ventanas permanecían abiertas y, si no fuera por la presencia policial, echarían sus colchones en la acera como si estuvieran en sus malditos pueblos.

Mas no era eso lo que tenía en ascuas al inspector. Tanto poder acumulado y, en algunos casos, tener que someterse a la larga espera para resolver crímenes. Como el de Carlos Rodríguez, al que inculpó con total convencimiento como sospechoso de doble asesinato. En su momento resolvió los trámites para que la Legión lo enviara custodiado de vuelta a Madrid. No ignoraba que lo que atañía a ese Cuerpo funcionaba con tratamiento diferente, pero al final, para el Ejército como tal, la petición policial de extradición era un tema de obligado cumplimiento además de habitual. Por eso no sólo le extrañó la demora en la ejecución de la petición sino también la falta de comunicación al respecto.

El berrinche que agarró cuando se enteró de que el sospechoso estaba en Alemania con la División Azul le provocó tal estreñimiento que tuvieron que ponerle lavativas. ¿Cómo es que del Cuartel General de la División no tomaron medidas? ¿Por qué no enviaron a nadie para aprehenderle cuando el tren que lo traía de Sevilla llegó a Madrid? Luego le dijeron que ese tren era de ganado habilitado para el transporte de tropa y que no había parado en la capital. Además tuvo que aceptar que el asunto de la División Azul era lo más prioritario en el país. Lo había conmocionado todo. Nada había tan importante y los máximos esfuerzos se concentraban en que esa unidad saliera sin trabas.

Debía tragarse la bilis aunque estaba tan frustrado que atendía malamente a sus otras responsabilidades. No era para menos. Había movido los hilos no sólo para que la pesquisa no la hicieran miembros de la Brigada de Investigación Criminal, a quienes realmente competía, sino que, dado que ahora era agente de la Brigada Político- Social recientemente creada, le permitieron llevar el caso personalmente al haber defendido que podría muy bien tratarse de crímenes con orígenes políticos, ya que los dos hermanos asesinados lucharon en el bando nacional en la reciente guerra y habrían asumido responsabilidades que no gustarían a algunos. Ansiaba tener el necesario reconocimiento para conseguir un asiento en uno de los despachos de la Puerta del Sol. Pero el mérito pasaba por atrapar a ese asesino esquivo. Y si no... Bien. De él no se iba a reír. Tenía hechos otros deberes para que cumpliera por sus crímenes.

Abatió la palmeta sobre un grupo de moscas e imaginó que una de ellas era Carlos Rodríguez.

Capítulo 36

Atrás quedó la soledad del llano

la tarde lenta, el ansia dilatada

y sin sombra ni flor, libre y postrada

la tierra para el sueño soberano.

DIONISIO RIDRUEJO

Alemania y la antigua Polonia, agosto de 1941

El largo convoy, unos ciento cuarenta trenes escalonados repletos de hombres y caballos, plataformas con piezas artilleras, ametralladoras, automóviles y materiales, llegó el día 20 a Stettin, una gran ciudad situada a la izquierda del ancho estuario del Oder. El húmedo aire azuzado de salitre proveniente del mar Báltico renovó el todavía agobiante calor. Mientras los trenes cruzaban lentamente los puentes sobre el doble cauce y las islas aprisionadas entre sus aguas, los divisionarios miraban admirados el activo puerto, los astilleros, las chimeneas empenachadas de humo de las fábricas, las mellizas casas de piedra con picudos tejados de pizarra y el gran movimiento de gentes y barcos. Viendo ese ambiente de paz bajo los dorados resplandores del atardecer, nadie podía creer que hubiera una guerra al otro lado de Prusia. Los frentes estaban lejos y la URSS pronto desaparecería.

Los trenes no detuvieron su marcha y fueron al encuentro de la noche. En los vagones de ganado se habían colocado bancos y colgaderos para los fusiles y macutos de la numerosa tropa. Muchos divisionarios cantaban y hacían chistes bajo el influjo de una desbordante felicidad. En el coche donde Carlos viajaba todos eran legionarios y estaban encuadrados en el 2.° Batallón del ahora Regimiento 269 que, a su vez, como toda la División, se integraba en el 9.° Ejército del Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht. La obligada convivencia los había disociado por afinidades. El grupo de Carlos lo formaban él y el soldado Indalecio Pérez, de la 1.ªCompañía del Tercio de Tauima. Lo completaban los también cabos Alberto Calvo y Antonio García y el guripa Braulio Gómez, de la 3.ªCompañía de la misma Bandera, y a quienes recordaba vagamente haber visto cuando agrupaban las compañías para ciertos ejercicios.

Otro grupo, lleno de risas y mostrando los cuellos de las camisas azules por entre las desabrochadas guerreras, definían su pertenencia a Falange, cuyas ideas habían calado en gran parte del Tercio, sobre todo en la oficialidad. Uno de los integrantes solicitó silencio y señaló al penumbroso paisaje. Carlos y sus amigos se sumaron a la contemplación.

—Esto es la Pomerania, tierra alemana que en el Tratado de Versalles de 1919 le arrebataron para dársela a los polacos y que tuvieran una salida al mar —dijo el entendido mientras todos atisbaban las luces de pueblos escondidos en colinas boscosas—. No les importó partir el territorio alemán y que Prusia oriental quedara desgajada del resto por esta dolorosa cuña.

Nadie contestó, seguramente porque conocían el dato o porque no tenían ideas que aportar. Carlos fumaba en silencio y volvió a pensar en lo rauda que discurría la vida. Un mes antes estaba en Tauima. Enseguida el cruce del Estrecho hasta Sevilla donde se concentraron los tres batallones del Regimiento de Andalucía. Apenas unos días y el embarque directo para Hendaya. Luego el cruce por la admirada Francia. Nombres para el recuerdo: Burdeos, Tours, Orléans, Luneville. Más tarde la frontera con Alemania y el asombro de sus pueblos y paisajes, como de otro mundo. Karlsruhe, Heilbronn, Nürnberg y la llegada al campamento de concentración de la División, en las afueras de Grafenwöhr, en Baviera. Tres mil kilómetros en tren desde las arenas marroquíes. Allí recibieron somera instrucción, materiales de guerra, uniformes de la Wehrmacht y juraron morir por Hitler. Todo en dos semanas. Parecía que no había tiempo que perder, lo que era del agrado del Alto Mando divisionario.

En Grafenwöhr, Carlos envidió el modo de vida alemana al ver el orden, la limpieza y las pintorescas y bien conservadas casas de tejados a dos aguas. Las calles sin basuras, los árboles cuidados, el trato reservado pero amable de esas gentes. Quizás en España pudiera llegar el día en que los pueblos y ciudades no estuvieran incitadas al abandono y a la desidia, y el nivel educacional fuera como el de ese país.

Tiempo después el convoy cruzó el Vístula por Grandeuz y siguió su monótono traqueteo.

—Allá abajo, a unos cien kilómetros, está Danzig, la capital de esta región —reiteró el mismo soldado de antes, con fervor, señalando a la izquierda—. No olvidemos que esta segunda guerra europea comenzó cuando hace dos años Hitler lanzó sus tanques y acabó con esa vergüenza. Ya no existe el oprobioso pasillo. Ahora Alemania vuelve a estar completa. Cuando conquistemos Rusia regresaremos a España y recuperaremos Gibraltar, nuestra gran vergüenza histórica, y también nuestro país quedará completo.

Tampoco esa vez hubo comentarios. Sin embargo señalaba algo de enorme importancia para sus vidas. Porque de no haberse producido el hecho que narraba, la División Azul no hubiera nacido y ellos no estarían caminando hacia la incógnita de su futuro.

En la amanecida se veían verdes praderas y pueblos diseminados. Luego, una gran ciudad en el borde de la antigua frontera: Suwalki, antes polaca, luego rusa y ahora alemana. Los trenes fueron entrando en la gran estación de Orany en la que otros convoyes militares ocupaban apartaderos. Los españoles vieron por vez primera los estragos de una guerra que parecía distante. Allí estaba, en los techos y depósitos desmoronados por las bombas. En las afueras aparecían montañas de escombros con camiones convertidos en orgía de chatarra y retorcidos raíles semejando gigantescas serpientes sorprendidas al intentar atrapar la nada. Luego supieron que en junio hubo una batalla tremenda entre los ejércitos soviéticos del Norte y del Centro contra el espolón de regimientos blindados de la Wehrmacht auxiliados por la Luftwaffe, donde los muertos rusos y polacos se contaron por miles.

La estación estaba llena de movimiento tanto de hombres como de máquinas. Brigadas de presos polacos bajo vigilancia de gendarmes alemanes reconstruían los edificios y reparaban las zonas de tránsito.

Los expedicionarios esperaban una jornada de descanso pero los mandos empezaron a gesticular. Había que bajar todo el material, dejar vacíos todos los trenes. El mando alemán los necesitaba para otras misiones.

—¿Es que nuestra misión no es importante? —dijo Braulio—. ¿No tienen otros trenes?

—Será cosa de planes estratégicos. Quién sabe qué lío tienen en la cabeza. Nos cambiarán a otros.

En días siguientes fueron llegando todas las expediciones y de ellas se desembarcaron los automóviles, el equipamiento, los caballos, los carros, los hombres, los equipos sanitarios, de intendencia y veterinaria, las piezas artilleras y todo el armamento. La actividad era febril.

Durante una semana comieron y durmieron en grandes barracones de madera bien conservados situados cerca del aeródromo. A pesar de la prohibición algunos españoles tuvieron oportunidad de escaparse a la ciudad, que estaba tomada militarmente por los alemanes desde los edificios públicos, las oficinas administrativas y los hospitales hasta el control de las salidas de la ciudad. La mayoría de las casas, iglesias y centros cívicos estaban destruidos, exhibiendo los esqueletos de lo que una vez fueron lugares de convivencia ciudadana. Grupos de presos vigilados por soldados alemanes armados reparaban las calles, trasladaban los escombros y dejaban circulable la ciudad. La sufrida población polaca volvía a ver miles de uniformes verdes. Pero ahora no los llevaban gigantes rubios que parecían ladrar sino hombres morenos, de estaturas rezagadas como ellos, que hablaban en voz alta un idioma nuevo y lo salpicaban con risas y canciones, trayendo vientos de una lejana tierra, allá en el sur.

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