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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (25 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Y de pronto el rumor increíble.

—¿Que tenemos que continuar a pie? ¿Hasta dónde?

—Cualquiera sabe, a lo mejor hasta Moscú.

—¿Qué dices? Moscú debe de estar a más de mil quinientos kilómetros. ¿Cómo vamos a ir andando? —protestó Indalecio.

—Hemos venido a luchar, no a caminar. Tardaríamos más de un mes en llegar. La guerra habrá acabado antes.

—Joder, tantas prisas en salir del campamento. El tiempo que perderemos caminando lo hubiéramos aprovechado en Grafenwöhr —se lamentó Antonio—. ¡Ah, aquellas alemanas dulces y consentidoras!

—Ahí puede estar la explicación —bromeó Alberto—. Quizá los alemanes quisieron desprenderse de la banda de sátiros y donjuanes que les cayó encima y que alborotaron la convivencia del pueblo.

—Qué coño —rio Antonio—. Estaban dormidos. Necesitaban caña. Había que dejar alto el pabellón.

Carlos no participó en los comentarios. Los observó una vez más intentando captar alguna radiación. En África quizá pudieran tener contactos esporádicos, pero fue en el largo trayecto desde Tauima y luego en el campamento alemán cuando ellos buscaron una relación más cercana con él. Tenía por inevitable que la gente deseara su compañía, quizá debido a su carácter sosegado. Pero sabía que no todos sus actuales amigos legionarios perseguían su amistad. Uno de ellos había intentado matarle y era de esperar que probara de nuevo.

Capítulo 37

Cuando nadie sabe hacia qué puerto navegamos, ningún viento es bueno

ANÓNIMO DANÉS

Madrid, junio de 2005

El mayordomo me hizo pasar al artístico salón, donde esperaban Alfonso, gesto de desconcierto sobre el rostro cauteloso, y el inefable y pulcro Dionisio.

—Le dije que no era bienvenido a esta casa, señor Corazón, pero usted insiste.

—¿Por qué no le agrado, don Alfonso?

—Porque viene usted con mentiras en vez de atacar de frente. Eso de la herencia...

—En nuestro trabajo empleamos fórmulas para llegar a los datos que necesitamos.

—Vinieron otros antes que usted y expusieron sus argumentos con claridad.

—No es por ahí. En realidad su prevención reside en el temor de que esta vez sea diferente.

—¿Temor de qué?

—De que salga a la luz todo lo que lleva ocultando desde hace años.

—Oculto lo que me parece. Mi vida no le importa un rábano.

—Siempre que no tenga algo delictivo que concierna a otros.

El hombre se levantó como si le hubiera picado una avispa.

—¡Salga de aquí inmediatamente!

La verdad es que lo mío no es andar por ahí amenazando a la gente. Creo que soy pacífico a pesar de que me veo en líos con frecuencia. Pero no me gustan los gritos ni las actitudes bordes. En esta ocasión mi mirada fue suficiente para ablandar al hombre y hacer que volviera al asiento.

—Al teléfono dijo que habían intentado matarle. Por eso le he recibido —rezongó—. Suponiendo que no sea otra mentira, su magnífico aspecto sugiere que el intento quedaría sólo en eso.

—La verdad es que estoy vivo de milagro. Ocurrió en invierno. Prácticamente he estado de convalecencia todo este tiempo.

—Vaya, lo siento, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—No me ha preguntado cómo intentaron matarme y por qué.

Los dos hombres se miraron.

—Bueno, es cierto. Pero por más que insista, sus asuntos no me interesan. Celebro que haya salido bien del trance, pero no voy más allá.

—¿Sabe? La otra vez me enredaron con lo de la División Azul de tal forma que apenas hablamos de Carlos Rodríguez. Cuando más tarde lo analicé encontré poco razonable su notoria actitud de no hablar de su primo. Eso me desconcertó. Estuve donde ambos vivieron. Hay gente mayor que recuerda el gran aprecio que se tenían.

—Y que seguí teniéndole. Pero son muchos años de desconocimiento mutuo. Repito que no tengo la menor idea de su paradero.

—Dígame. ¿Cree que Carlos mató a aquellos hombres? La vez anterior no se pronunció al respecto.

—Le dije que eso no importa a nadie a estas alturas.

—Se equivoca. Me importa a mí, precisamente a estas alturas.

—¿A usted? A su cliente, querrá decir.

—No señor. A mí.

—¿Qué razón hay para ello? Usted hace un trabajo de búsqueda. Esa es su única relación con el caso.

—En la estricta realidad así debería ser. Pero he sido vulnerado por la imaginada personalidad de su primo y por el hecho de haber sido tan perseguido a pesar de... —Cambié de tercio—. Lo que me extraña es su aparente indiferencia. A usted debería importarle, por varios motivos.

—Explíquese.

—El primero, que Carlos no mató a esos hombres. Es inocente.

—¿Inocente? —Al hombre se le abrió la boca como si el dentista le estuviera hurgando dentro—. ¿Cómo lo sabe? La policía lo buscó durante años en el convencimiento de que fue él.

—El inspector Perales, no la policía.

—¿No es lo mismo?

—No. Estuve en diversos organismos policiales para intentar recabar información. Pude consultar documentos muy específicos al caso. No saben lo meticulosos que eran entonces; herencia de un bien hacer que en parte se ha perdido. Leí todo lo que se conserva sobre este asunto, que no es poco. El inspector Perales sólo hizo suposiciones, no fundamentadas desde un punto de vista objetivo. Por ejemplo, no aportó ningún testigo ni encontró el arma del crimen, que nunca apareció. Esa pistola que disparaba munición de 7,65 mm. Consta que la buscaron en su domicilio de usted. —Le miré.

—Sí —asumió Alfonso—. Vinieron con orden de registro y pusieron todo patas arriba, para disgusto de mi madre.

—En sus informes, el ya fallecido Perales dice que los crímenes tuvieron que ver con robos que se producían en la estación de Atocha. Su teoría era que Carlos, a pesar de no trabajar ya en las contratas, estaba en contacto con la organización de ladrones. Los hermanos le descubrieron y él les mató.

Los hombres me miraban con toda su atención.

—Perales cita a otro asesinado, un trabajador a las órdenes de los hermanos. Se llamaba Andrés Espinosa Ros. —Dejé que una pausa interviniera, durante la que miré brevemente a un ahora rígido Alfonso—. Dice que ese hombre murió estrangulado igual que anteriormente otro, mencionado como «desconocido». Los carga a la cuenta de Carlos, pero sin aplicar la lógica y experiencias policiales que aseguran la improbabilidad de que un asesino cambie de método. Quien estranguló a esos dos hombres era un asesino en serie porque actuó a lo largo de meses. No podía ser el que disparó a los encargados. Perales mintió. ¿Por qué?

—Naturalmente que Carlos no hizo los estrangulamientos. A él también estuvieron a punto de estrangularle, de la misma forma.

—¿Cómo dice? ¿Intentaron estrangular a Carlos?

—¿No lo sabía? Vaya un detective.

—Nadie me dijo nada al respecto. Y no encontré ningún escrito sobre ello.

—Lo dejaron por muerto. Estuvo un tiempo en el hospital. Fue visitado por Perales para que diera pistas sobre los agresores. Pero, ¿sabe quién lo hizo? Pásmese. Los dos hermanos. Carlos los vio.

Me levanté y di unos pasos, pensando a presión.

—¿Qué le ocurre, tanto le afectó?

—Le diré por qué. Perales era primo segundo de los hermanos, y muy amigo de ellos.

—¿Primos? —Esta vez fue él quien saltó del sillón, a punto del soponcio—. ¿Es eso cierto? —Ratifiqué con la mirada—. ¡Claro! Ese era el motivo del cabrón y su cerrazón en perseguir a Carlos más allá de lo razonable.

—Bueno —dije, al cabo, reflexionando mientras hablaba—. Era lógico entonces que Perales pensara en Carlos como autor de la muerte de sus primos si éstos lo habían intentado con él. Eso aclara el punto. Lo que no explica es el no haber cumplido con su obligación de servidor de la ley al no aprehenderlos anteriormente por intento de asesinato, aunque fueran familia. A no ser que naciera malvado, lo que es discutible porque nadie es genuinamente malo ni lo contrario sino que el comportamiento depende de las circunstancias. Por tanto, debería existir un motivo que justificara tal actuación para un policía tan celoso de su oficio. Uno podría ser que ignorara las tropelías de sus primos; otro, no infrecuente por desgracia, que soslayara el código y cayera en la...

—Corrupción —me interrumpió Alfonso con la mirada apretada—. Efectivamente, pero antes quisiera que me razonara su convencimiento de que Carlos es inocente.

—Según el forense los dos hermanos fueron asesinados casi en la madrugada de un día en que Carlos no vivía en su casa de usted. Comprobé las fechas. Estaba en el Banderín de enganche de la Legión, donde debía dormir cada noche. Si hubiera llevado la pistola se la habrían descubierto en las inspecciones sanitarias durante las que se revisaban los equipajes. Pero suponiendo que la hubiera podido ocultar y que consiguiera un permiso en el cuartel, ¿cómo encontrar ocasión a la primera para localizar a los hermanos y matarlos? Hubiera tenido que lograr un permiso de varios días o varios permisos cortos, algo totalmente imposible para la disciplina cuartelaria. Pero, a pesar de todo ello, y siendo generosos de imaginación, Carlos podía haber cargado con la pistola y haber salido varias noches hasta encontrar su momento con los hermanos y matarlos. Sólo que no lo hizo.

—¿Se basa en especulaciones o en algo más concreto?

—En la pistola. Cotejé las características de la bala que se alojó en mi pecho con las que aparecieron en los cráneos de los asesinados. Las balas salieron de la misma pistola antigua y sin registrar. Sabrá que cada una produce unas huellas únicas, de ahí que se diga que dan un DNI inconfundible. Si Carlos hubiera disparado a aquellos hermanos se habría desprendido de la pistola, que de pronto aparece sesenta años después para casi provocar otra muerte, la mía. Evidentemente, Carlos no vive aquí. Luego por lógica debía estar en otras manos.

—¿Quién lo hizo, entonces? —dijo Alfonso, removiéndose como si tuviera lombrices.

—Usted. Usted mató a los dos hermanos. Usted tiene la pistola.

Capítulo 38

Cuando nadie sabe hacia qué puerto navegamos, ningún viento es bueno

ANÓNIMO DANÉS

Madrid, junio de 2005

—Descubrir al asesino de asesinos fue un golpe de fortuna que casi me cuesta la vida. —Moví la cabeza—. Pero siempre me acompañó la suerte.

—Supongo que tendrá una explicación a su acusación —dijo Alfonso, totalmente desinflado.

—Todo partió de aquella llamada en la que se me aseguraba tener mucha información sobre Carlos.

—¿Qué llamada? ¿Quién le llamó?

—No se identificó.

—¿Y qué ocurrió?

—¿En verdad no lo sabe?

—No tengo ni idea.

—Bueno. Después de que me dispararan y durante el tiempo de inactividad tuve ocasión de pensar, lo que me permitió establecer que usted fue el que disparó a aquellos hermanos. —Me miró con el gesto de quien nota los primeros temblores de un terremoto—. No fue muy difícil. Me pregunté quién podía desear matarme. De los casos que llevo, este de Carlos era el más enredado. Pero, ¿tanto como para que hubiera un nuevo crimen? Releyendo los informes destaqué un hecho. Andrés Espinosa era amigo de Carlos... y homosexual. Consta que en el trabajo hacían bromas sobre él al respecto. Si era amigo de Carlos, lo fue de usted, don Alfonso... que también es homosexual.

Alfonso y Dionisio estaban rígidos, como si formaran parte de la colección de esculturas. Les apunté con la barbilla, procurando que el gesto no fuera desmerecedor.

—Ustedes son pareja. No hay por qué negarlo y a mí me trae sin cuidado. Son discretos pero no actúan bajo camuflaje. Entiendo que en los 40 se comportarían de otra manera porque era un anatema.

—Era un delito, un baldón, lo peor de todo —apostilló Alfonso sin poder contenerse—. Figúrese en mi caso, lo que supondría de deshonra para la Falange. Todos los que nacimos así lo disimulábamos. Incluso me eché novia, que renovaba con el tiempo.

—¿Carlos era homosexual?

—No, desgraciadamente.

—¿Sabía Carlos que usted lo era?

—No, a pesar de que no se le escapaba nada. Eso da idea de cómo me esforzaba en ocultarlo. Aunque de haberlo sabido le hubiera dado igual porque a él no le importaban esas cosas. Tampoco sabía la inclinación sexual de Andrés.

—¿Debo seguir? Usted estaba enamorado de Andrés. Y mató a esos hermanos porque tuvo la seguridad, ahora sé que por lo intentado con Carlos, de que ellos estrangularon a su amado. Fue un crimen pasional. Me lo imagino ejerciendo vigilancia sobre ellos con sus camaradas. Por su envergadura media, usted no podía competir con los fornidos hermanos. Supongo que elegiría camaradas acostumbrados a las «sacas», aquellos que no hacían preguntas y que les gustaba darle al gatillo. Debieron de ser días de seguimiento hasta dar con el momento adecuado. Les interceptaron, los metieron en un coche y allí usted les disparó. Luego los echaron en una tumba de aquellos cementerios.

Dionisio miraba a su pareja con dulzura, llenando el ambiente de sentimientos profundos. Alfonso dio unos pasos por la habitación, todos sus muros derrumbados. Cuando se paró estaba despojado de barreras protectoras.

—Sí —aceptó Alfonso al fin. No intentó detener las aguas que destilaban sus ojos—. Andrés era lo más hermoso que había visto hasta entonces. Empezamos a vernos. Planeamos irnos a vivir juntos. Su muerte casi me mata, tanto le amaba. El dolor era insoportable porque, además, tenía que ocultarlo. Todo sucedió como usted ha dicho pero no fui yo el que disparó aunque sí quien organizó el secuestro. En una camioneta, una Hispano-Suiza de asientos corridos, los llevamos al cementerio. Éramos seis, algunos armados. Ellos se mostraron con una chulería inadecuada para el momento. Es de entender que cuando un jefe ve a un empleado robando lo normal es que lo denuncie y lo despida, no que lo mate. Les emplazamos a decir la verdad. Con gran indiferencia admitieron haber matado a Andrés y al otro desconocido y presumieron de ser los responsables de los robos. Se vanagloriaron de tener las espaldas cubiertas por un alto mando policial, al que darían cuenta de nuestras amenazas. Ahora sé, como usted, que ese mando era Perales, que también estaría en el ajo. Cómo sospecharlo entonces. Menudo criminal. Esa era la razón para no detenerlos por el intento de matar a Carlos, olvidando los principios de su profesión. Se le habría acabado el chollo. Nos extrañaba lo elegante que iba siempre, algo impropio en un policía de aquellos años de miseria, aunque suponíamos que le venía de familia. —Se apropió de una pausa, notablemente anonadado por las revelaciones. Movió la cabeza—. Sí. Esos dos intentaron zafarse y atacarnos. Eran hombres duros. David Navarro, un compañero de genio fácil, me arrebató la pistola y les disparó en la cabeza.

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