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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (40 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—¿Estás ahí? —dijo la voz.

—Sí.

—No me dejes. No te vayas.

—No lo haré. Voy a ayudarte. Espera.

Sacó unos prismáticos de pequeño tamaño que compró en Grozno. Miró con precaución. En Temerets los anticarros y las barricadas de los rusos formaban una barrera entre las casas. El hoyo del herido estaba justo en esa dirección. Volvió la mirada. En la parte contraria había un bosque a más de un kilómetro. Vio los blancos ropajes invernales de la Wehrmacht moviéndose entre los árboles. Unidades artilleras estaban emplazadas en primera línea y también asomaban varios carros de la División Pánzer. No le cupo duda de que sus camaradas volverían a intentar tomar el pueblo al día siguiente. Ambos contendientes estaban preparados. Y él en medio.

—¿Estás ahí?

—Sí. Estoy aquí.

—Tengo mucho frío.

Buscó las armas. No vio ninguna. Estarían enterradas en cualquier sitio. Si salía ofrecería un blanco ideal para los tiradores rusos. Algunos se adiestraban disparando a soldados heridos y desorientados que intentaban escapar. Como cazar conejos. Era mucho más seguro y razonable esperar a que anocheciera y luego ir hacia el bosque donde estaban los suyos. Seguramente su cantarada desconocido estaría malherido o, incluso, a punto de morir. Pero no consideró ninguna opción salvo la de auxiliarle. Tal vez no hubiera cazadores.

Salió del hoyo con precaución y reptó hacia el herido.
¡Tsiú!
El proyectil silbó cerca. Se aplastó fundiendo en la nieve su blanca vestimenta y retrocedió hasta la fosa. Trazó una línea en el espacio, cogió la pala del equipamiento y comenzó a abrir un camino en la dura nieve, como los topos, clavando los codos y echándola hacia atrás, apoyando los pies en los montoncitos para impelerse. Era un gran esfuerzo pero no podía detenerse.
¡Tsing!
Los proyectiles seguían buscándole. Sabía que un fusil normal podía ser efectivo a los dos mil metros aunque el mejor porcentaje de acierto estaba sobre los trescientos. Los que tiraban tendrían fusiles normales porque si los usaran de alza telescópica, con alta eficacia hasta los seiscientos metros, ya le habrían dado. O acaso no eran tiradores de élite. O puede que no le vieran en el túnel-zanja que iba abriendo y simplemente tiraran al azar. Finalmente cesaron los disparos. Llegó al pozo, oyendo gemir al herido. Se dejó caer a su lado y le observó. Tenía el rostro embadurnado de sangre helada. A través de la capa de nieve que le cubría el capote apreció un boquete en su vientre y el intestino asomando. El intenso frío habría detenido la hemorragia. No le sorprendió la resistencia del soldado porque había visto sobrevivir a heridos imposibles.

—¿Estás aquí?

—Sí —dijo, tocándole.

—Gracias, amigo. ¿Quién eres?

—Un cabo de la 5.ªCompañía.

—Yo soy de la 7.ª. No te veo bien. Tengo algo en los ojos. No quiero morir.

—No morirás. Esperaremos a que lleguen los nuestros con las ambulancias.

—¿Cuándo vendrán?

—Pronto. Al amanecer.

Carlos quitó los capotes a dos de los muertos. Cubrió con uno a su compañero y se puso el otro sobre el suyo. Una hora después la luz declinó y la noche acudió, aunque una luz espectral surgía de la nieve impidiendo que la oscuridad se adueñara del paisaje. Pasó toda la noche frotándose los miembros y haciéndolo con el herido para evitar las congelaciones.

—¿Estás ahí?

—Sí, aquí, a tu lado.

—No siento nada. Madre mía...

Amaneció antes de las cuatro de la mañana. Carlos oyó el ajetreo de las fuerzas apostadas en el bosque.

Pronto empezaría el cañoneo y luego avanzarían hacia donde él estaba y podría interceptar una ambulancia.

—Ánimo, amigo.

Le miró. Parecía estar contemplando las luces del nuevo día. No pudo cerrarle los congelados párpados. Buscó su chapa de identificación, las medallas y los documentos. Se los guardó. Si sobrevivía se las enviaría a su madre personalmente y le diría que su hijo murió heroicamente batallando a su lado y que su última palabra fue para ella.

Capítulo 55

Madrid, julio de 2005

—Llamó López, desde Santo Domingo —dijo Sara—. Parece que encontró la pista de Manuel Martín. Tendrás que ir allá, me temo.

—¿Santo Domingo? Bueno. Lo dejaré hasta otoño. Allí empezará la estación veraniega. Espero terminar antes el asunto de Carlos.

—¿No lo habías terminado?

—Sí, pero sólo en lo formal.

Como bien señalaba Sara, el caso de Carlos Rodríguez había concluido. Podía estar satisfecho ya que establecí su inocencia y la autoría del que mató a aquellos dos hermanos asesinos. Por consideraciones morales, quizás emocionales, no dije a la policía lo acontecido con Graziela. Guardaba las evidencias de su doble intento de asesinato sin saber exactamente por qué. Quizás, inconscientemente, para hacer sufrir a Alfonso en una mínima proporción al acoso que sin culpa alguna acompañó a Carlos durante años.

Carlos. Como en otras ocasiones en que los asuntos dejaban de tener validez, esa criatura fantasmal se había enganchado en mi conciencia. El hombre que se perdió en la nada. Era tan sugerente como aquel otro asturiano de la cueva del tesoro, aunque sobre él nunca recibí contrato de búsqueda y toda mi actuación se desarrolló a título de anécdota. Así que, consciente de que Carlos seguiría golpeando mi tranquilidad, me decidí a continuar con su búsqueda para mi propia satisfacción. Un trabajo extra y gratuito, como el ser presidente de una comunidad de vecinos. Pero notablemente más satisfactorio si conseguía un éxito final en mis averiguaciones.

Había llegado al tope máximo en lo policial. De la información obtenida pude determinar que no era un criminal, pero por ese camino se habían agotado todas las posibilidades en cuanto a situar su paradero. Sin embargo quedaba una vía no investigada: la militar. Racionalmente ahí debería encontrar más pistas porque en la Legión y en la División Azul estuvo los últimos años conocidos de su vida.

Según mi costumbre fui desgranando mis reflexiones sobre el cuaderno, negro sobre blanco; las dudas y las respuestas derivadas, como en matemáticas.

Se me planteaban las siguientes incógnitas:

a) Carlos había sido reclamado por la policía al Tercio. Entonces, ¿cómo pudo pasar a la División Azul sin ser interceptado?

b) La unidad de reclutamiento para la Azul era la Región Militar. Por tanto, a los de Marruecos les correspondía la II, Sevilla, donde se concentró la fuerza «africana» expedicionaria para su encuadramiento. La mayoría eran voluntarios del Ejército, por lo que no necesitaron instrucción previa, como ocurrió en otras Regiones, por ejemplo en Madrid, donde el grueso fueron estudiantes falangistas, empleados y gente de clase media urbana sin conocimientos militares. Así, las expediciones que salieron de Sevilla, parece que un total de cuatro, fueron directamente a la frontera de Hendaya.

c) Pero en Madrid estaba el Cuartel General de la División, al que habría llegado la hoja de reclutamiento del legionario Carlos Rodríguez. El candidato, según la directriz emitida por el Estado Mayor Central, debería tener buenas condiciones físicas, adecuada presencia y ser fiel al «Movimiento del 18 de Julio». Por lógica quedarían descartados todos aquellos implicados en una búsqueda policial. Si Carlos había llegado a Madrid desde Sevilla, se supone que alguna parada, por pequeña que fuera, debería haber tenido la expedición africana antes de seguir camino hacia el norte. En ella debería haber sido aprehendido por los agentes del Servicio de Información Militar para su entrega a quien lo reclamaba: la Brigada de Investigación Criminal.

d) Mas, suponiendo que hubiera conseguido saltarse esos controles y llegar al campamento de concentración e instrucción de la División en Grafenwöhr, debería haber sido detectado por el Servicio de Información de la misma, especialmente por parte de la Segunda Sección bis. Esta subsección tenía como misión localizar a los desafectos, indeseables y espías. Y, por supuesto, gente que al estar reclamada por la Justicia se habría alistado para desertar.

¿Por qué Carlos Rodríguez pasó todos esos controles sin ser detectada su presencia?

Me tomé el tiempo necesario. Fui al Instituto de Historia y Cultura Militar, antes denominado Servicio Histórico del Ejército. Allí conservan los historiales de todas las unidades desde su creación. El archivero me atendió con toda amabilidad y me pasó al técnico de bibliotecas y archivos, a quien pedí los documentos correspondientes al Primer Tercio Gran Capitán durante los años 40 y 41. No había nada relevante salvo el envío de gran parte de sus efectivos a la División Azul y, secundariamente, sólo los nombres de los oficiales que pasaron a la División.

—¿Qué busca usted realmente? —dijo el bibliotecario al ver mi decepción.

—Busco a un hombre.

—Haber empezado por ahí. ¿Era oficial o clase?

—¿Hay diferencia?

—Claro. Hay dos Archivos Generales, el de Segovia y el de Guadalajara. El primero tiene los expedientes personales de oficiales y jefes, y el segundo los de los soldados; mejor dicho, los de los no profesionales. Todos sus datos. Son como un libro donde se consigna la trayectoria del soldado, capítulo a capítulo. Ahí es donde debe usted buscar.

El Archivo General Militar de Guadalajara está frente al Palacio del Infantado. Hice una solicitud indicando los datos de Carlos Rodríguez Flores y la unidad donde estuvo. Desconocía el nombre de los padres y no tenía exactitud en la fecha de su nacimiento. Unos días después me llamaron. En una sala me tendieron el historial completo. Estaba su paso por el Tercio y por la División Azul. Y más atrás, como si hubiera sido descubierto con posterioridad, se indicaba que había participado en la guerra civil en el frente de Asturias, primero como miliciano y luego como soldado del Consejo Interprovincial de Asturias y León, delegado del Frente Popular cuando se disolvieron los Comités de Guerra minerometalúrgicos. Y entre tanta letra algo se enganchó en mi visión. Había sido citado en una Orden del Día por un acto meritorio estando en Tauima. Las órdenes del día son hojas que se emiten en todos los cuarteles y en ellos se informa de los servicios, cambios orgánicos, actos, menús, incluyendo en ocasiones castigos ejemplares o premios por comportamientos heroicos. Estas hojas se destruyen cada cinco años y no pude conocer cuál fue el acto meritorio de Carlos Rodríguez. Pero estaba relacionado con otro legionario: Javier Vivas. Así que pedí el historial de este inopinado testigo.

Capítulo 56

Labor omnia vincit improbus.

(El trabajo constante todo lo vence.)

VIRGILIO

De donde vive el amigo viene

un vientecillo que es manso y lene.

IBN BAQUI

(traducción de Emilio García Gómez)

Sama de Langreo, febrero de 1938

Carlos subió la pendiente pero ya había visto la larga figura parada al pie de su casa. Era un atardecer grisáceo y deshabitado de esperanzas. Pero aquel hombre le traía vibraciones no identificadas.

—Te esperaba —dijo José Manuel.

—Ya veo. —Abrió la puerta—. Pasa.

El habitáculo estaba igual de arreglado y sin cambios. No había pasado tanto desde que estuviera allí. Más tarde, ambos se acodaron sobre la mesa. No necesitaron preguntas mientras se miraban a los ojos.

—Hablé con Mariana —dijo José Manuel—. Se le pasó la fila que me tenía. Me invitó a una taza de achicoria y vi su casa. Ahora que ninguno tenemos barba se maravilló del gran parecido que tenemos.

—Ye una buena mujer. Y ye verdad lo del parecido. Qué cosas tien la vida.

—Me dijo que sin tu ayuda no podrían vivir ella ni sus tres guajes.

—Hago lo que puedo. Va a limpiar casas por ahí y a recoger carbón de las escombreras e intentar venderlo. Hay mucha competencia en eso, con tantas viudas haciendo lo mismo.

—Parece que el banco te embargó.

—Hice un trato con ellos. La casa no ye mía ya. Me dejan vivir aquí de alquiler hasta que la vendan. No será fácil que lo consigan tal y como están los tiempos. —Bebió un vaso de agua—. Te ha dicho unas cuantas cosas, según veo.

—Tiene gran amargor dentro.

—Sí.

—Quiero trabajar en la mina. Podrías presentarme a algún encargado o jefe.

—Bueno —asumió Carlos, sin doblegarse a la curiosidad—. ¿Conoces algo sobre minería?

—No, pero estoy dispuesto a aprender si me ayudas.

—¿Tienes dónde dormir?

—No.

—Puedes quedarte aquí.

—Gracias. Al pasar he visto la mina Fondón cercada con alambrada y vigilada por guardias civiles.

—Ye una colonia penitenciaria. Necesítanse mineros pero la mayoría está en cárceles. Las autoridades militares los sacaron y los obligan a trabajar en las minas. Todas las mañanas la Guardia Civil les conduce a los pozos y luego les devuelve a los barracones que viste. En realidad ye un campo de concentración. Hay un barracón para los presos, un pabellón para los guardias y otro destinado a cocina y almacén. La cerca impide que los presos escapen y que se cuelen los familiares. Hay unos cientos. Dicen que así les conmutan parte de sus penas.

—¿Todos los mineros del Fondón son presos?

—La mayoría. Los libres estaban en el sindicato católico.

—¿Cómo te desenvuelves en esta situación?

—No estoy en el Fondón. Me despedí. —Hizo un gesto con los hombros—. Mis antiguos compañeros supervivientes míranme mal. Creen que soy un delator y por eso no estoy preso como ellos. No puedo decirles por qué Aranda me extendió el salvoconducto. No lo entenderían.

—¿En qué mina estás?

—Al otro extremo, en Ciaño, en el pozo Santa María, el de la famosa canción. —Notó un parpadeo en los ojos de José Manuel—. Sí, esa que empieza: «En el pozo María Luisa, murieron cuatro mineros...» Supongo que la escuchaste.

—Sí, la he oído.

—Allí no me conocen. Pero, ¿sabes? En realidad me gustaría marchar. Aquí me agobia el dolor.

—¿Adónde irías?

—A otra zona minera, pero lejana.

José Manuel quedó pensativo.

—Te diré algo. También a mí me gustaría estar lejos.

—¿En serio? Puede que seas el estímulo que necesitaba para dar el paso.

Capítulo 57

Así en las horas de ventura y calma

y dulce desvarío

hay en mi alma una gota de tu alma

donde se baña el pensamiento mío.

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