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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (39 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Vaya. Tienes un gusto exquisito. ¿Sabes una cosa? También yo dejaría todo por una mujer así.

Ambos rompieron a reír por primera vez desde que se conocieron. Y nunca dos hombres estuvieron tan compenetrados y felices por causa de un sueño imposible, olvidando momentáneamente el largo camino que les quedaba por recorrer.

—Si fuera a Madrid, lo primero que haría sería ir al Cristo de Medinaceli —dijo Carlos, cuando recuperaron la gravedad—. Mi madre era ferviente de esa imagen.

—¿Dónde está ella?

Carlos señaló al otro lado del monte, paralelo a la línea del ferrocarril que huía hacia El Entrego.

—Hay un cementerio. La enterramos allí. Procuré que nunca le faltaran flores.

—¿Y tu padre?

—No sé quién fue. Ni siquiera ella lo supo con certeza. Era muy joven. Apareció por el barrio madrileño donde vivía y luego se esfumó. Nunca regresó.

—Estás en una encrucijada. Terminar de pagar la casa o volver a Madrid.

—Oh, no. Lo de Madrid no sería para quedarme. Soy minero y allí no hay minas. Tendría que trabajar de peón en empleos manuales. No tengo estudios como tú. —Le miró—. Hablemos de ti. ¿Qué harás?

—No sé. Tú tienes una casa y un oficio. Yo no soy nada. Ni hortelano, ni minero, ni cura, ni militar. No sé hacer nada concreto. Hasta ahora mi vida ha sido baldía de resultados. Soy tan inútil con mi cultura como el pasajero del barquero, el del chiste.

—Tienes el camino abierto para la milicia o el sacerdocio.

—Este uniforme es una usurpación. Los alféreces provisionales somos eso, provisionales. Ese rango no existe en la escala militar. Es un título fugaz para una situación de emergencia. El paso lógico es ir a la Academia para obtener las estrellas de teniente, algo que ni me pasa por la cabeza. En cuanto a seguir en lo del sacerdocio... No depende sólo de mi disposición, ahora perdida.

Tiempo después se levantaron y caminaron hacia la puerta.

—Dame tus señas —dijo José Manuel—. Te escribiré.

Carlos le vio bajar ágilmente por el sendero. En ese momento empezó a llover. José Manuel llegó a las primeras casas apostadas junto a las vías férreas. Le vio volverse y agitar una mano hacia él durante un tiempo largo, a pesar de la lluvia, como si más que una despedida fuera una señal de algo indefinido.

* * *

Tomó un destartalado autobús de la línea Autocares Luarca que paraba en todos los pueblos antes de hacerlo en la plaza del Ayuntamiento de Pola de Lena, donde se bajó. Apreció los mismos signos de irrealidad en la población, también femenina en su mayoría por razones obvias. Por todas partes uniformes y soldados nunca vistos en esas tierras. Era como si un ejército invasor hubiera ocupado el hogar ancestral. Recordó su pasó por allí a la muerte de su padre, seis años antes. Ya no había miradas burlonas ni niños provocadores. Su atuendo le precedía en el respeto y el temor, sensaciones que no motivaban su agrado.

La lluvia había cesado y era el
orbayu
quien manejaba la grisácea atmósfera. Se dirigió al cuartel de zapadores de montaña situado frente a la estación de ferrocarril. No podía ir caminando los trece kilómetros que había hasta Pradoluz, con todos los caminos embarrados. El cuartel era de dos plantas, grande, con varias dependencias. La dotación normal se había incrementado con varias compañías de infantería regular.

—Cómo no llevarte a tu pueblo —dijo el capitán, que le recibió en un despacho lleno de banderas—. Será un pequeño pago a alguien que hizo tan heroica resistencia en Oviedo, sin la cual nunca hubiéramos conquistado Asturias. Dispondré de una ambulancia. Irás mejor. —Miró sus botas llenas de barro—. No puedes llevarlas así. Quítatelas. —Llamó a un soldado—. Que limpien las botas del alférez. Como un espejo. Marchando.

Más tarde en el vehículo, mientras circulaba por los sinuosos caminos en pendiente, recordó el panegírico del militar. Dijo que habían conquistado Asturias, como si fuera un territorio distinto del país. También lo tildó de héroe, lo que le llenaba de dudas ya que él distaba de concederse tal calificativo. ¿Sólo son héroes los que ganan batallas? ¿Se es héroe simplemente por estar en el lado vencedor?

El
orbayu
no permitía una visión larga. Pero apreció que los parajes y aldeas seguían inmutables. Por allí no había pasado la ola de destrucciones que asolaron las grandes poblaciones. Sólo una nota diferente en el paisaje: la Guardia Civil había multiplicado sus efectivos y se les veía por todos los lugares.

La ambulancia lo dejó al pie de su casa para expectación de los vecinos, recibiendo la bienvenida de algunos al reconocerle. Salieron a recibirle Manolín, sus cuñadas y una tropa de críos. Adriano, Eladio y Tomás estaban en las minas. De inmediato echó a faltar a dos mujeres, la más importante y la más anhelada.

—¿Dónde está madre?

Manolín era sólo un año mayor pero nunca tuvo con él la misma relación que con Eladio. Era quien cuidaba las huertas y el ganado, ahora guarecido en el establo.

—Madre murió. Ya va para un año.

La sorpresa le paralizó. En su corta vida había adquirido una afirmada madurez. Suponía que no era diferente a la de tantos paisanos, involucrados todos en una turbulencia excepcional. Creía que ninguna muerte le sorprendería ya. Pero todavía tenía muchas fibras sensibles a flor de piel. Notó en sus ojos la fuerza de las lágrimas intentando tomar presencia. Su hermano dijo que no pudieron avisarle. Asturias estaba partida y no funcionaron las comunicaciones de una a otra parte.

Se quitó las botas y la guerrera y pidió unas madreñas y un tabardo. No quiso que nadie le acompañara al cementerio. Todo estaba mojado y la lápida parecía llorar. Sacó el rosario de azabache que pudo adquirir para ella y que guardó durante dos años para entregárselo. Sabía de los pocos regalos que recibió en su vida y ahora ése llegaba tarde. Lo puso sobre la piedra, tras acariciarla con una mano. Quizá, solo quizá, el calor de sus dedos alcanzaría los huesos queridos y no sería demasiado tarde. Estuvo un buen rato empapándose y unificándose con el agua que golpeaba la tumba.

Quisieron prepararle algo de comer pero él prefirió esperar a que llegaran sus tres «hermanos.

—Había una muchacha, Soledad —dijo como de pasada, mirando a Georgina—. Tu hermana.

Todos se miraron con la turbación haciendo ronda, como si hubiera ocurrido algo embarazoso.

—Ella... Bueno, claro, cómo ibas a saberlo. Ye la muyer de Jesús. Tien ya una fiya. Vive en casa de los padres de Jesús, con ellos y sus otros hermanos. Quitáronle la casa. Tapiáronla con todo dentro.

Tuvo un estremecimiento, como si le hubieran despojado de las partes más tiernas. A la vez. Pero no se avino a la desolación. In mente lo celebró por Jesús.

Sus hermanos aparecieron con fatiga, si bien se apreciaba en ellos cierto contento. Fue un encuentro de sensaciones dispares para él. No les notó cohibimiento por sus vestiduras como en la vez anterior, entonces sotana ahora uniforme.

Ya en la cena, todos amontonados en el
escanu
menos los críos, las miradas iban invariablemente a él. Aunque tenía apetito al no haber comido desde que en la mañana saliera con Carlos de la casa de don Amador, fue templado en el yantar. Le hicieron muchas preguntas, relacionadas con el seminario y su acción en la guerra. Adriano, Tomás y Eladio se mostraban satisfechos de sí mismos. Consecuentes con sus posiciones, al principio de las hostilidades habían escapado a León para no ser reclutados por el Gobierno.

—Fuimos incorporados a la columna del comandante López Iglesias, que procedía de Lugo y pretendía subir a Leitariegos —explicó Adriano con tufillo ufano—. Luego pasamos a depender del comandante Gómez Pita y conquistamos Cangas del Narcea y Tineo. La verdad ye que tuvimos poca resistencia y apenas pegamos un tiro. Eso sí, nos dimos buenas caminatas arriba y abajo por esas montañas. Luego los rojos retrocedieron hacia Gijón en desbandada, sin oponer resistencia. El mes pasao nos licenciaron a los tres. Hace falta gente para la industria civil y el campo, que están en ruinas.

Pidió ropas para ir a visitar a los padres de Jesús. No quería reeditar el descontento que notó en la visita anterior cuando le vieron con sotana. Su tía se apretujó contra él y lloró agarrada a su cuello mientras su tío le miraba sin complacencia y su primo pequeño ponía equidistancia en su gesto. No encontró rechazo en los ojos de sus dos primas pero sintió su silencio atormentado. Soledad le miró con intensidad antes de abrazarle. Un estremecimiento que culminaba y deshacía una ilusión de cinco años. Sus carnes eran prietas y olía a campo después de la lluvia. Había ganado en hermosura, superando la que en sus sueños se proyectaba. José Manuel tuvo que hacer un esfuerzo para que no se apreciara su profunda decepción.

—De Jesús, Félix y Arturo nada sabemos, pero tememos lo peor. Estuvieron hasta el último momento en los frentes. Están prendiendo a todos los que lucharan por la legalidad. Se hablan barbaridades. Vinieran de Lugo unos que llámanse Camisas Azules de la Bandera de Falange. Unidos a la Contrapartida anduvieran por los pueblos del Concejo sembrando el terror en las familias mineras. Aparecieran aquí y registraran toda la casa. No se llevaran a José porque él no fuera llamado a filas y pudiéramos demostrarlo.

Notó las huellas de los años pasados con prisa sobre la mujer, una segunda madre para él. Apreció que la presencia de Soledad y la niña, copia en miniatura de la madre, atenuaba la pena de ese otrora alegre hogar.

El día siguiente amaneció lluvioso y el agua estuvo cayendo sordamente sin signos de desfallecimiento. Los caminos del pueblo eran riachuelos y poco se podía hacer en las huertas y con el ganado, sólo darles de comer y retirarles los excrementos. Intentó horadar la llovizna con los ojos. No lo consiguió, pero sí lo hizo con el pensamiento. Durante años, ése fue su paisaje invernal rutinario. Pero ahora no lo veía igual. Había habido muchos cambios en las familias y en el Concejo, y eso trascendía al entorno. El último invierno pasado allí fue en 1932. Media vida de la adolescencia. Echaba a faltar algo con fuerza, no sólo a su madre y a Jesús. Era una sensación tan profunda como su niñez diluida, igual de indefinida que la línea del horizonte en un mar tormentoso. Entonces se lanzaba a caminar por las trochas, llenándose de lluvia y de fatiga. Recordó a su padre. «Non sirve ni pa...» Si viviera quizá dijera lo mismo porque estaba sin hacer nada especial mientras sus hermanos iban a diario a las minas. No podía seguir viviendo así.

—Ya acabáronse los disturbios, la violencia, las huelgas —le dijo Adriano—. Ahora podemos trabayar y vivir en paz en Asturias. Y tú ties que graduarte de cura. Ye lo que madre quería. La gente sabe que este ye un hogar católico pero cuando cantes misa nos darás prestigio en el Conceyo. Además, no sabes hacer otra cosa. Porque no creo que cogieras cariño al Ejército.

Era cierto. Los mejores destinos volvían a estar, como durante siglos, en la Iglesia y la Milicia. Pero ahora esa tradición era más acentuada porque el régimen instaurado tenía voluntad de permanencia. A cientos se apuntaban a las dos instituciones seculares. Lo razonable sería seguir el consejo de su hermano mayor.

Marcharía, ya mismo, sin esperar la Navidad. No se veía con fuerzas para sostener una obligada armonía en la casa aposentada de extrañeza, porque faltaba su madre, lo que más quería. Además, al lado estaba el hogar de sus tíos, los padres de Jesús. Ellos estarían renegando de esas fiestas porque el niño Dios les había dado la espalda. Y Soledad, cuyos ojos le atormentaban en el pensamiento de la dicha perdida. Iría a Valdediós, desarmado de estímulos. Era el único lugar donde podría encontrar respuestas a su indecisión.

Capítulo 54

Qué luz la de aquella noche

qué oscuridad aquel día

En la infinita llanura blanca

qué música de lejanía.

JUAN PABLO D'ORS

Voljov, Rusia, enero de 1942

Carlos recobró el conocimiento, sintiendo su cuerpo atrapado por algo pesado. Abrió los ojos a duras penas, enceguecido por partículas de nieve que arremolinaban un viento suave. Justo frente a su rostro la mueca horrible y paralizada de otro. Poco a poco recobró la percepción del lugar. Se hallaba en un socavón producido por impacto de mortero. Encima y junto a él yacían varios compañeros inertes, desfigurados por la metralla y la congelación. Todos estaban descalzos, lo que certificaba que en los impactos por bomba a la mayoría de los muertos les salía despedido el calzado. Movió el cuerpo que tenía encima y recuperó parte de sus movimientos. El frío era atroz. Se tocó buscando heridas. Comprobó que la suerte le seguía siendo propicia. La honda expansiva le había desmayado pero el proyectil no le afectó en el cuerpo. Sentía pesadez en el rostro. Se quitó un guante y se tocó, despejando el barniz de hielo. Tenía pequeñas esquirlas en la piel. Rápidamente volvió a colocarse el guante y aguzó los oídos. No se oían disparos, como si hubiera acabado la guerra. Se negó a considerar que podría estar muerto. Sacó fuerzas para moverse y se aupó hasta asomar los ojos por encima del blanco borde del hoyo. El cielo estaba tapado por una capa blancuzca infinita que se juntaba con la interminable nieve para unificar el paisaje. No nevaba pero pequeños remolinos barrían la superficie y obstaculizaban la visión. Era de día, aunque la luz llegaba difusa. Rebuscó en sus ropas y sacó el reloj. Pasaban de las once. Había estado desvanecido algo más de una hora y no había quedado congelado gracias a los cuerpos de los que cayeron con él.

—¿Quién está ahí? ¿Alguien me oye? —se escuchó la voz implorada en el aire limpio.

Miró intentando zafarse del revoltijo de copos. Había muchos cuerpos desparramados y medio sepultados hasta donde llegaba la vista.

—¿No me oyes? ¿Estás ahí?

Localizó la voz. Salía de un cráter similar al que él ocupaba, a unos diez metros.

—Sí, estoy aquí.

—Estoy herido, no puedo moverme. Ayúdame.

—Espera.

—No veo bien. Estoy muy mal.

Carlos levantó más la cabeza con precaución. Estaba en tierra de nadie, al descubierto. Allá, a unos quinientos metros reconoció Temerets, población situada en una carretera secundaria paralela a la vía del ferrocarril que subía a Leningrado por el oeste del río Voljov. Dos días antes estaba en poder de los alemanes, y ahora había pasado a manos rusas por la presión de fuerzas muy superiores. Recordó que, para recuperar la posición, esa misma mañana participó en un ataque combinado del 2° del 269 y del 424 Regimiento de la 126 División alemana al mando del coronel Harry Hoppe. Lucharon despiadadamente, llenando el amanecer de fuego y sangre. Tras dos horas de duro combate hubo orden de replegarse. Al hacerlo sobre la espesa nieve de un metro de altura, los rusos les cañonearon con antitanques y morteros. Carlos vio caer a sus compañeros entre explosiones. Y luego el silencio.

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