Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
—¿En serio cree que está agazapada para reengancharnos? ¿Acaso tiene que ver con la vejez?
—No sé exactamente cómo ocurre. Le diré una cosa. Tras lo de Valdediós, y con ocasión del derrumbe en la mina de Villablino donde Carlos encontró la muerte, intenté un pacto con Dios. Pero El no me lo cumplió. Las dudas que tenía sobre su existencia se despejaron. Estaba claro que no existía, que era mejor que lo contrario, porque entonces sería una inteligencia capaz de las mayores crueldades. Intenté desasirme de pleitear en la eterna cuestión. Pero cuando pensaba en El rugía mi odio inacabable. Así estuve años. Y un día, ya en estos parajes, tuve que apreciar la mano de un poder omnisciente. La creación de este tinglado debe tener una explicación. Me di a reflexionar en profundidad y recapacité sobre mi pertinaz aversión. No se odia a quien no tiene ser o esencia. Nadie odia a una piedra o a una silla, valga el ejemplo como regla general, aunque hay gente para todo. Por tanto, y sin quererlo, el rencor me concedía la existencia de ese ser omnímodo.
»Consideré los hechos desde la lejanía del dolor. Lo que motivó mi rechazo fue algo muy duro, pero en ese momento Dios podía estar ocupado en otros asuntos más importantes desde un punto de vista global. O podría ser una prueba, como otros tantos aconteceres que tuve con posterioridad. Analicé mi recorrido por la vida y aprecié que había sido muy generosa conmigo. Sobrevivir a cuatro guerras. En momentos de vulnerabilidad anímica me atrevo a pensar que algo me protegió para salir indemne de todo aquello. Y luego, ser concedido del amor más puro que desearse pueda. —Volvió a reclamar una pausa para afianzar lo dicho o acaso para avalar su próxima confesión—. Y también está la persistencia del ser amado en aparecer en ciertos momentos como si no se hubiera ido. Veo y hablo con mi mujer cada día, con el mismo amor inextinguible. Así que he recuperado la duda que tuve y puede que llegue a ver a ese Dios que no quiso mostrárseme durante tantos años. Quién sabe.
Vivir para ver. Mi anfitrión tenía las mismas visiones que mi viejo maestro Ishimi y que miles de personas en el mundo, gente que habla con los del otro lado. He llegado a la conclusión de que incluso para los ateos no es asunto para tomar a broma.
* * *
—Menciona a su mujer. Disculpe. Me imagino que sería aquella joven que le cuidó en el hospital cuando intentaron asesinarle.
—Sí —admitió, tras un silencio prolongado—. Ella, la única desde que mis ojos atraparon su imagen.
—¿Tardaron en reencontrarse?
—Unos años, lentos como un tren averiado. Luego, una vida juntos, tan fugaz... Cuando se fue, volví a sentirme airado contra Dios y le reclamé por su indiferencia ante el dolor. —Tenía la mirada plagada de añoranzas—. Pero, ya le dije. Todo pasó.
—Según todas esas impresiones, ¿volvería usted al seminario, si el tiempo pudiera retroceder?
—No. No es el único camino para alcanzar la bondad. Esto, aquí y para mí, es como estar en el camino de prueba. Sin embargo, guardo entrañable recuerdo de Valdediós. Quizá porque fue una etapa dura, que son las que más se graban. Y también por la bondad de la mayoría de los profesores. No sé si seguirá funcionando como escuela, pero es un lugar único para la búsqueda de la perfección.
—Hay algo que me resulta difícil de entender en lo de Carlos. ¿Tanto se parecían?
—En efecto. En la mina nos conocían por los Gemelos.
—A pesar de ello es sorprendente que nadie se percatara de la suplantación. Incluso en los gemelos auténticos existen diferencias significativas para quienes están en la convivencia. El timbre de voz, la forma de mirar, el peinado...
—Es cierto. Pero es que éramos más que gemelos. Instintivamente habíamos ido adquiriendo los mismos gestos y actitudes. Le diré que me pidió que escribiera a una tía suya como si fuera él. Le aburría coger el lápiz, por eso hacía tiempo que no le escribía. Imité su letra y la buena mujer no sospechó; al contrario, mostró su alegría por esas cartas negadas en años de silencio. Parecía que Carlos y yo estuviéramos predestinados a fundirnos, sin tenerlo por imaginado. Esas cosas que algunos atribuyen a la obra de un alto designio. —Se apoyó en un respiro—. En aquel horrible momento, el escenario minero ayudaba a dar verosimilitud al cambio. Primaba la tragedia en sí misma y nadie buscaba las diferencias entre el muerto y el magullado, ambos con los rostros deformados por acción de las piedras. Por otra parte, ¿quién podía tener motivos de sospecha? ¿Qué sentido tendría para nadie la sustitución? No había dolo ni herencia a percibir.
—¿Cómo es que la familia no se enteró?
—Fui el encargado de transmitírselo, pero no lo hice, obviamente. Además, ya no era su familia. Lo habían echado. Y tampoco tuvieron forma de enterarse porque las comunicaciones no eran como ahora, que al momento se sabe lo que pasa en cualquier parte del mundo. No era noticia la muerte de un minero en el tajo, la de un albañil en la obra o la de un camionero en la carretera. Las cosas apenas transcendían de un pueblo a otro. Sólo en el periódico regional se hacía alguna mención. Y no debe olvidar que ocurrió empezando 1939. España seguía en guerra contra sí misma. Muchos hombres morían en el frente y eso tampoco era noticia.
—¿Por qué se hizo pasar por Carlos?
—Fue un impulso, el deseo de resucitarle en mí. Imborrable el instante de la decisión. Quizá se lo cuente luego, si aprecio que el avivarlo no me resulta insoportable.
—Escuchándole todo se llena de sentido.
—Porque es auténtico. Pero usted tiene razón. Alguien apreció el cambio. Fue Mariana, una amiga suya de Sama de Langreo. Debía visitarla aun sabiendo que mis noticias la desesperarían. Carlos y yo habíamos hecho testamento ante un notario de Ponferrada, algo que pudiera parecer sorprendente en hombres tan jóvenes. Eso da idea de cómo éramos. En caso de accidente de uno, el otro cobraría las indemnizaciones. Todo el dinero que recibí de la compañía se lo ofrecería a Mariana, lo que mi amigo hubiera hecho de ser el receptor. Al principio me presenté como Carlos. Curiosamente ella me creyó, pero enseguida quedó en desacuerdo con esa impresión. Cuando le conté lo ocurrido, su alegría desapareció como el fuego bajo la lluvia. No me fue fácil mitigar tanto dolor, que llegó al culmen cuando le entregué el dinero, algo que no esperaba y que intentó rechazar. La casa que fuera de Carlos estaba sin ocupar, como muchas otras. El banco no encontraba inquilinos porque faltaba gente después de la hecatombe. Me acompañó al cementerio donde sepultaron a su madre. Tenía una lápida sencilla que Mariana mantenía limpia. En ella Carlos había mandado grabar: «Una lágrima incesante hasta el fin de los tiempos.»
Era un ejemplo más de la diferenciación que tanto me sorprendió en él, dada su escasa formación cultural.
La guerra había terminado un año antes en España y se veían muchas mujeres de luto y a la Guardia Civil por todos lados. Mariana me entregó una cajita de madera de Carlos, que había ocultado en un hueco de la pared. Guardaba fotografías de cuando era niño y de él con su madre y su padrastro, así como su documentación. También cartas, dos estrellas de cinco puntas, trece monedas "rubias" de la República, dos medallitas de oro de la Milagrosa y del Cristo de Medinaceli y... la pistola FN y dos cargadores.
Cuando nos despedimos ella se abrazó a mí como la había visto hacer con Carlos, apoyando su rostro en mi pecho y sembrándolo con su corazón licuado. Sentí que era realmente Carlos, trasplantada no solo su personalidad sino su entraña toda. Y, sorprendentemente, cuando ella se separó me miró con ojos llenos de confusión, como si hubiera sentido la misma sensación.
La luz del largo atardecer estaba dorando los objetos. Debería haber dejado de indagar. Me lo impedía mi deformación profesional.
—¿Por qué se hizo minero?
—No había muchas salidas. Podía haber entrado en la industria siderúrgica. Pero intervino un factor emocional. Necesitaba un buen amigo, como lo había sido el desaparecido Jesús. Alguien con el que notara una identificación especial. Pensé en Carlos y ello decidió mi opción.
—Antes habló de Jesús. ¿Le tuvo al tanto de su doble personalidad?
—No. Jesús nunca supo que una vez fui Carlos, lo mismo que Javier, pero al revés. No sabe que soy José Manuel, al igual que Alfonso.
—¿Mantiene relación con su primo?
—No. Nos escribíamos en mis tiempos de París; mejor dicho, lo hacía Cristina, mi mujer. Después de... Bueno. El tiempo impuso la distancia.
—¿Qué me dice del tesoro?
—¿Qué tesoro?
—Estuve en esa cueva. Me llevó un hijo de Georgina, su sobrina.
—Georgina... ¿Cómo está?
—Magnífica. Quisiera yo estar así a sus años.
—La recuerdo de niña, sus rizos dorados, sus ojos como girasoles, sus preguntas sin sonidos.
—No le ha olvidado. En cierto modo me indujo a buscarle. Sólo la he visto una vez. ¿Quiere que le diga que le encontré?
—Prefiero dejar las cosas como están, cada uno con las imágenes en sus recuerdos. —Se obsequió con una pausa—. ¿Encontró algo en la cueva?
—No fui como buscador. Miré parte de aquellas galerías, que me parecieron catacumbas. Sólo había el sonido de un riachuelo, que no vimos. Lo que sí vi fue la placa a la entrada.
—Qué placa.
—Unos espeleólogos la pusieron en honor de los esfuerzos realizados por su padre de usted y su tío. —Sentí que en su mirada se introducía la chispa de algo. Me dejé caer—. Sería muy decepcionante, mejor diría que injusto, que ellos hubieran encontrado el famoso tesoro que, por su empeño denodado, merecería haber sido hallado por su padre o por usted. Pero usted no lo consiguió porque nunca volvió, ¿verdad?
Me miró y distendió el rostro.
—No suelta la presa.
—Bueno, ya sabe...
—Sí, que es detective. Y supongo que tiene formada su opinión.
—Creo que consiguieron ese tesoro.
—Vaya. ¿Por qué lo cree?
—No es normal que Jesús volviera de Francia sobrado de dinero. Parece ser que estuvo más de cuarenta años en París, pero ni allí ni en ningún sitio nadie se hace rico trabajando de obrero aunque labore toda su vida, y mucho menos en sólo quince años, el tiempo transcurrido desde que en 1939 él pasó a Francia y la vuelta de Soledad a Asturias para adquirir el palacio indiano. Por tanto, su riqueza no provenía de sus madrugadas. Esa compra se hizo con dinero en efectivo, como averigüé. ¿Un crédito de entidad francesa? ¿Lotería, quizá? Improbable, dada la cuantía. En cualquier caso y por encima de ello, está su historial de usted. No me lo imagino dejando sin solucionar ese punto de su vida. Además hace poco dudó cuando lo de Alfonso. Dijo
después de...
¿Qué podía ser? Conclusión: si Jesús se hizo con el tesoro, necesariamente usted estuvo a su lado.
—Su constancia merece el final que le gustaría. Lamento desilusionarle. No buscamos ese tesoro ni sé si existió.
A pesar de la negación, supe que ocultaba la verdad. No entendía el porqué, ya que en ese hecho no hubo acción delictiva. Pero, ¿acaso no era demasiado esperar que me leyera todas las páginas de su biografía? Como él dijo, ¿qué ganaría con decírmelo? Le miré en profundidad. Y entonces...
—Bueno. Por qué ocultárselo a quien tantos trabajos padeció buscándome. Sí. Conseguimos el tesoro.
No quise enjuiciar su cambio de idea. Quizá valieron los argumentos que expuse cuando le identifiqué como José Manuel. Me apresté a la escucha procurando un gesto neutro que le transmitiera serenidad. Pero estaba impresionado. Porque tenía delante a uno de esos tipos de excepción que pasan por la vida iluminando perplejidades; un hombre que había conseguido un tesoro, escondido desde tiempo inmemorial. Nada menos. Y lo realmente sorprendente era que en su aspecto nada había que lo identificara con una persona capaz de esa hazaña, como tampoco de otras acontecidas en su largo peregrinar.
—En honor a la verdad debo decir que se debió a la tenacidad de mi amigo, no a mí. Nunca estuve tentado por ese asunto. Formaba parte de una etapa del pasado tan irrecuperable como la niñez. —Bebió un sorbo de agua—. Jesús y yo habíamos recorrido un largo camino, cada uno por su lado. Ambos estábamos en París, él desde 1939 y yo desde el 42. Tomamos la decisión en 1948. Yo trabajaba en una pajarería con un naturalista. El me enseñó todo acerca de los pájaros y me hice tan experto que hasta me dieron el título. Jesús no encontró un trabajo a su gusto y cuando nos veíamos miraba sus ojos llenos de frustración. A la sazón estaba de conserje en un edificio cerca de la place de l’Étoile...
—Hemos hecho dos guerras, tres en realidad, ¿y de qué coño ha servido? Míranos.
—¿Qué quieres realmente? Estamos sanos, tenemos trabajo y familia. ¿No es suficiente?
—No. Soy minero, no peón de cualquier cosa, ni portero. Claro, ¿por qué no voy a las minas de aquí o de Bélgica? ¿Y qué si voy? ¿Cambiaría algo mi vida y la de mi familia, que es la que más me importa? Además, no lo comprendo. ¿No te pica la curiosidad de comprobar si viste algo en aquella cueva?
Ese era el tema que le corroía.
—Esa comprobación significa volver a España cuidando de que nadie nos vea. Eso, ahora y no sabemos hasta cuándo, comporta el peligro de que nos agarre la Guardia Civil. Para ti sería el fusilamiento. ¿Estás dispuesto a ese riesgo?
—Sí, en cuanto se pueda. Sólo te pido que lo pienses de una puñetera vez.
—Lo he pensado muchas veces aunque no te lo dije. Atiende. Sería una apuesta a una carta. Sólo puede haber una exploración. Si se presentaran dificultades de cualquier tipo en la cueva o en la andadura por nuestra tierra, al margen de los picoletos, no podríamos volver. Tendríamos una sola oportunidad para la que debería haber conjunción de varios factores: poder viajar a Asturias, hacerlo en la fecha y con la meteorología adecuadas, disponer ambos de la salud necesaria y pasar desapercibidos en lugares que ningún forastero visitaría y donde siempre hay ojos escondidos mirando. ¿Te haces cargo? Uno que falle haría irrepetible la acción. Un enorme esfuerzo de preparación y actuación que podría resultar baldío.
—Lo complicas demasiado. Puede hacerse. Y no sería necesario un segundo viaje porque buscaríamos en el lugar exacto de la gruta donde viste lo que viste.
—No me has contestado a lo esencial. Suponiendo que llegáramos a entrar en la cueva y resultara que no hay ningún tesoro...
—A pesar de ello. Todo menos la incertidumbre de no saber si allí hay algo esperándonos para cambiar nuestras vidas. Escucha. Esta es una gran ciudad pero gris y fría, dura para los emigrantes. No hay verdor puro, sólo fachadas ennegrecidas para que los turistas pongan redondas sus bocas. No me imagino pasar aquí el resto de mi vida. Y no pienso en mí. Sé que Soledad añora nuestra tierra, aunque nunca dice nada. Sus ojos están perdiendo el color. No puedo soportarlo. Quisiera que volviera joven allá y que mis hijas pudieran respirar en aquellos montes. Y eso sólo es posible si...