Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
Pero en el amanecer del día 26 el cielo acentuó su color de acero, eliminando el verde de los montes. Estaban llegando las lluvias y pronto aparecerían las nieves. Y el sol se iría como las hojas de los robles, de los manzanos y de los castaños.
Algunos vieron venir despaciosamente a un hombre con traje, corbata y sombrero, todo negro, incluso los ojos, que miraban como si no vieran. A Conchita Moslares le recordó a uno de esos que veían en las películas del oeste americano haciendo el papel del verdugo que colgaba a los cuatreros. Le dio mala espina, y más cuando lo vio sacar un papel y entregárselo a un soldado de puesto para que lo hiciera llegar al alférez de guardia.
El alférez lo pasó al capitán de guardia, quien lo entregó al comandante del batallón. Este convocó una reunión de oficiales, salvo los de servicio, en el despacho que fuera del rector.
—Nadie del hospital saldrá del monasterio desde este momento. Quedan retenidos hasta nuestra marcha.
—Paseó la mirada por los rostros expectantes—. Los que hay en esta lista serán fusilados.
La relación pasó de unas manos a otras. Los militares leyeron los nombres. Había mujeres y hombres, enfermeras y enfermeros en su mayoría.
—¿Sólo dieciséis? Yo los fusilaba a todos —dijo uno de los capitanes.
—Joder, a todos. ¿Por qué? —opuso un capitán.
—Son del Socorro Rojo, comunistas todos.
—Pero seguramente nunca han empuñado un arma. Los pirados que cuidan no son de ningún bando.
—He visto rojos heridos entre ellos. Habría que darles plomo de medicina.
—La guerra terminó aquí...
—¡No ha terminado! —gritó el comandante—. Sigue en muchos lugares de España. Esta gente de la lista será de la que ensucia el país. Acabar con todos es una misión. No hay lugar para discusiones.
—Perdone, mi comandante. Aquí no dice que deban ser fusilados —señaló un teniente.
—¿No? Dígame qué cojones dice.
—Bueno, que sean retenidos.
—¿Y qué más? No me haga perder el tiempo.
—Que hay cargos graves contra ellos. Y, dado el gran trabajo de los jueces producido por los numerosos expedientes, dejan que usted actúe a su discreción.
—¿Sabe leer entre líneas?
—Señor, somos combatientes, no...
—Usted dirigirá el pelotón. Es un soldado y obedecerá.
Estaban sentados alrededor de una mesa y en el hogar ardían unos troncos que daban un calorcillo confortable al recinto.
—¿Cuándo lo haremos? —dijo otro capitán.
—Mejor añadir cómo —señaló el comandante, tras un rato de pensativo silencio. Todos le miraron. No le tenían en gran estima. Sabían de su valor pero también de su rencor a causa de las heridas recibidas—. ¿Cuántas mujeres hay?
—Once.
—Es una pena que se desperdicien, ¿no les parece?
Los hombres se miraron entre sí.
—Lo haremos mañana, después de la cena. Digan que preparen una buena comida y que no escatimen la bebida. Será una fiesta de despedida, con baile incluido, la música alta. Al término, el pelotón elegido separará a los de la lista y los llevarán a la sala de física. Serán soldados decididos, tíos que sepan guardar un secreto. Aparte de nosotros, sólo ellos conocerán el plan. Nadie más podrá abandonar el comedor hasta el toque de silencio. No quiero ningún testigo. Una vez en la sala de física, inmovilizarán a los hombres y podrán holgarse con las mujeres, como en otras ocasiones. Algo deben obtener del trabajo extra —dijo, torciendo la boca en una sonrisa.
—¿Dónde se les fusilará?
—No hay que hacer un espectáculo. Cuando el pelotón se haya solazado con las rojas, llevará a todos los condenados al bosque de castaños y les harán cavar la fosa en una zona apartada, elegida previamente. No hace falta que sea muy honda. Les obligarán a tumbarse en ella y se les pegará un tiro, uno a uno. Nada de fusilamiento en grupo. Luego el pelotón cubrirá los cadáveres, teniendo cuidado de dejar todo bien disimulado, sin huellas que lo hagan destacar del entorno.
—El páter no estará de acuerdo.
—El no debe oponer ningún reparo a una orden militar. De todas maneras, es mejor que no se entere. Estará en su aposento, lejos del lugar donde se actuará.
—¿Qué diremos si preguntan por su desaparición?
—Nadie preguntará. Dejaremos correr que fueron llevados a Oviedo.
En la mañana sin despertar, el toque de diana sacó a los soldados de sus camas. La mayoría cargaba aún con restos de borrachera. Pero, una vez aseados y desayunados, todos mostraron el aspecto que el Mando requería. El batallón fue abandonando el monasterio y subió hasta la carretera donde esperaban los camiones. Antes de montar, el comandante llamó al oficial encargado de la misión nocturna.
—¿Qué tal durmió, teniente?
—No dormí, señor.
—Mal hecho. Hay que descansar. Yo sí dormí, a pesar del ruido de la fiesta. Se lo pasaron en grande los muchachos.
—Eso parece, señor.
—¿Cómo fue nuestro asunto?
—Se hizo como usted dijo, señor.
—¿Algún testigo?
El oficial se tomó un tiempo y derivó su mirada hacia los soldados.
—No... ninguno.
—Parece que duda. ¿Qué ocurrió?
—Había una adolescente, parece que hija de una enfermera. Se asomó al oír los gritos. Uno de los hombres le pegó un tiro después de... entretenerse con ella.
—Bueno, son cosas que pasan. Espero que haya gozado lo necesario. O sea, que la lista se amplió a diecisiete. ¿Algún incidente más?
—Uno de los soldados se desmayó. Casi cae en la fosa.
—¿En serio? ¿Es de su compañía?
—No, está en la del capitán Romero.
—Dígale que le arreste. Cuando lleguemos a destino que lo metan en el calabozo. Quiero hombres, no mojigatos.
—A la orden, señor.
Memento mori.
(Recuerda que eres mortal.)
SÓFOCLES
Villablino, León, febrero de 1939
Lo primero fue un crujido como si algo se rompiera en alguna parte. Luego un temblor sostenido. Carlos, en la rampa, paró el martillo neumático.
—¡Sal de ahí! —gritó José Manuel.
Carlos soltó la máquina y retrocedió. Sus botas se hundían en el piso de carbón como si fuera un sembrado de quejidos.
—¡Vamos!
Ya llegaba al maderamen. Tan cerca. La ola negra se abalanzó sobre él por detrás y lo engulló. El desprendimiento golpeó el rostro de José Manuel, le arrojó a un lado y lo adentró en el túnel entibado, cegándolo.
José Manuel se levantó pasados los momentos de aturdimiento y se sacudió las piedras, asombrado de sentirse libre de movimientos. Su farol Davy seguía encendido y le permitió ver que estaba en lo que se conocía como un hoyo. Parte del entramado había resistido y permitió la formación de una burbuja. No sabía lo que podía aguantar pero todo su ser tenía un solo afán. Miró a través del polvo negro que dificultaba la visión. Se inclinó sobre la antracita y empezó a escarbar levantando molinillos de partículas. Aparecieron las manos de Carlos, palmas hacia abajo. Las agarró y notó que le apretaban. Había esperanzas. Frenéticamente fue echando hacia un lado el carbón con las manos desnudas pero a medida que despejaba caía más material. No progresaba. Podría incluso provocar una nueva avalancha. Moderó el esfuerzo equilibrando sus movimientos con la presión de la masa. Poco a poco apareció la cabeza y luego los hombros. Hizo acopio de fuerza y arrastró con cuidado el cuerpo abatido. La montaña se alteró de nuevo y cubrió el espacio vaciado. José Manuel tosía y lloraba. Dio la vuelta a Carlos y le puso boca arriba. Tenía el rostro negro y sangrante. Sacó el pañuelo y lo mojó con el agua de la cantimplora que llevaba a la cintura. Lavó los ojos de su amigo y le despejó la nariz y la boca.
—¡Venga, venga! —animó al oído.
Ya se oían débiles gritos y ruidos en la parte del túnel, detrás de la pared bloqueadora. Se pasó el pañuelo por los ojos y su mirada se aclaró algo. Vio que los labios de Carlos se movían. Se inclinó y aplicó la oreja.
—Prometiste... que irías... a Madrid.
—¡Sí! Contigo. Espera, no hables. Ya vienen. Les oigo.
Pero el tiempo pasaba y la pared seguía intacta a pesar de los ruidos. José Manuel, instintivamente, empezó a rezar como nunca lo hiciera antes. Tuvo conciencia de que no era suficiente. Así que, con el alma desgarrada, pidió a Dios un pacto. Si Carlos sobrevivía él volvería al seminario y le consagraría su vida. No quería que sonara a reto sino a entrega total, sin otra condición que la vida de su amigo. Lo haría porque estaría inyectado de tal agradecimiento que supliría al don no recibido. Y más aún. Si su amigo moría, que él le acompañara en ese viaje. Nada le ataba a la vida salvo esa amistad surgida del misterio. La propuesta no debería ser difícil de aceptar por Dios. Un siervo juramentado a cambio de una vida joven. O dos vidas a la vez.
La mano que oprimía se aflojó. Buscó el aliento cesado, el pecho silencioso. Carlos había muerto.
El aire era ya casi irrespirable. Entendió que Dios prefirió su segunda propuesta, así que se predispuso para el final. Pero pasaron las horas y no moría. Se notó lleno de vitalidad y de furia. Entró en una encrucijada de reflexiones y entonces vio el camino que se le abría. El no era nadie, nada había hecho en beneficio de los demás, no trabajó ni creó riqueza salvo en el último año. No tenía sueños ni nadie que le esperara en ningún rincón del mundo. En realidad no existía. Pero podía cambiar el destino. Quitó la documentación y demás objetos de los bolsillos de Carlos y los sustituyó por los que él llevaba. No sólo iría a Madrid a cumplir lo prometido sino que sería él, Carlos, quien lo viviría. Asumiría su personalidad y prolongaría su existencia truncada. Tantas veces le habló de lo que esperaba de la vida que ella se encargaría de guiarle, sin proyectos previos. Y esa sería la fuerza que le marcaría el camino.
Una hora más tarde, cuando al farol le había desertado la luz, la brigada de salvamento desbloqueó el lugar. Un chorro de aire y de luces cayó sobre él. Sintió que lo llevaban en brazos hasta una zona más ancha. Aunque herido en rostro y manos y magullado, no había perdido la noción en ningún momento. Algo le estaba preguntando el capataz del tajo pero no tenía oídos para nadie en ese momento. Se desasió y esperó a que sacaran el cadáver. Subió por su propio pie a la plataforma elevadora, que los sacó del pozo. Fuera, en la boca del túnel, había otros mineros esperando. Era como si se despidiera de un mundo y entrara en otro. Acompañó al cuerpo de su amigo hasta la caseta que hacía de depósito y luego entró en el botiquín de primeros auxilios.
Cierra los ojos, oye
cómo por fin florece la tormenta.
VANESA PÉREZ-SAUQUILLO
Madrid-París, abril de 1946
Alfonso les llevó a la estación del Norte en el coche de un amigo. Fue un gran favor porque hubieran tenido que ir andando desde casa. Aunque estaban acostumbrados a caminar, como casi todo el mundo, el peso de la niña y de la maleta les hubiera supuesto un gran esfuerzo. Podían haber cogido un taxi, pero había que racionar el dinero.
Alfonso hizo bromas durante el trayecto, tratando de inyectar el ánimo necesario. Pero las emociones estaban a flor de piel y el empeño resultó medianamente efectivo. Ya anochecía más tarde y las lluvias primaverales dejaban ver el verde brotando en los árboles de la plaza de España. El expreso hacia Irún salía a las diez y procuraron ir con tiempo por delante. La estación estaba muy animada y eran muchos los que subían al tren. Localizaron su reserva en un vagón de tercera y su padre colocó la maleta en su soporte. Luego descendieron todos al pie del coche, un paréntesis hasta la despedida. Cristina evitaba mirar a sus padres porque temía verles desfallecer. Ella iba gozosa a su aventura personal, todo su tiempo por delante, pero ellos quedaban en su obligada rutina, desarmados de lo que más querían. Sentía dentro de sí el golpeteo de su soledad ante la llamada del destino cuando ella y la niña, casi niña de ellos, se alejaran. Quizá no fuera un adiós porque ellos eran jóvenes aún. Pero en el ánimo de todos pesaba que sería una larga separación.
Cuando el tren arrancó, todas las ventanillas estaban bajadas y los viajeros forzaban los cuerpos y enarbolaban los brazos llenándose de temblores. Cristina se preguntó si habría despedidas más tristes que las obligadas ante un tren que parte. Estuvo mirando hasta que la distancia y la noche borraron las figuras de las que nunca antes se había separado. Luego las horas fueron pasando con lentitud. El departamento iba completo y ella tuvo que mantener a la niña sobre sí aunque a veces la dejaba dormida en el asiento para estirar las piernas en el pasillo.
Irún, en la mañana incipiente. La bajada, el control de pasaporte en el lado español. Como era soltera y mayor de edad no tuvo problemas para obtener el visado. Sólo hubo de mostrar la carta del pariente reclamándola, aunque no existía tal familiar. La niña miraba todo con no mayor curiosidad que ella. Nunca había salido tan lejos de Madrid. Cruzaron el puente sobre el Bidasoa. Al otro extremo, Hendaya, donde volvió a mostrar su pasaporte. Vio numerosos uniformes azules, tan distintos del gris español. Estaban en Francia.
Un tren de la SNCF tenía la salida rápida hacia París aunque con tiempo calculado para recibir a los viajeros procedentes de España. Encontró su asiento en un vagón de segunda clase y comprobó que en los ferrocarriles franceses ya no existía la tercera clase. Pero no fue lo único que le admiró, tanta era la diferencia de calidad entre el tren español y el francés. Ya en marcha, Cristina resolvió el desayuno con las galletas y la leche contenida en un termo. Aunque no había dormido en el largo trayecto no tenía sueño. El paisaje francés parecía de otro mundo, como el tren, que circulaba sin traqueteo. Y los viajeros franceses, tan educados, saludando al entrar en el departamento y al irse. Le resultaba un país superior. Miraba los verdes campos, los pueblos con techos de pizarra negra. Sabía que Francia tomó parte en la Guerra Mundial acabada un año antes. Sin embargo, no se veían rastros ni marcas del conflicto. Todo estaba entero, limpio y cuidado. El tren iba a gran velocidad y paró en pocas estaciones. Burdeos y el Garona. Nunca había visto un río tan ancho. Tours y el Loira. Lo observaba todo con ojos desbordados, la boca colgante. Orléans. Otra vez el Loira. La estación, cruce de líneas, estaba llena de gente, los andenes repletos de soldados con uniformes variados. Muchos de ellos llevaban turbantes como los usados por los de la Guardia Mora de Franco y tenían el rostro muy oscuro. Ni ella ni la niña habían visto antes un negro y la contemplación de tantos juntos les causó gran sorpresa. A pesar de ser madrileña tuvo sensación de inferioridad y temor por la actividad y el dinamismo, que no existían en su ciudad.