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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (45 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Y fue en el Spanischs Kriegs-Lazarett, el Gran Hospital de Riga bajo control médico español, donde tuvo el contacto. Ocurrió dos meses antes, al ser ingresado con principio de pulmonía. Nunca tuvo la suficiente grasa natural en su cuerpo para protegerse de aquellos fríos. Cuando pudo pasear por los limpios y cálidos pasillos, erradicadas la fiebre y la enfermedad por la acción de las sulfamidas y la buena alimentación, se le acercó un herido. Dijo llamarse Luis Carmona y pertenecer a la 2.ªCompañía del 1.° del 269. Tenía veintiséis años y se curaba de los efectos de un balazo en un hombro. Su rostro estaba cincelado de penurias y Carlos se preguntó si él ofrecería el mismo aspecto a los demás. Le confesó que era uno de los declarados «indeseables» y que sería deportado. Añadió que Alberto Calvo había sido gran amigo suyo por nacer en el mismo barrio madrileño y que le informó de su problema con el inspector perseguidor, obligándole a jurar que le incluiría en la escapada que ambos proyectaban, en caso de que él no pudiera estar.

—¿Qué diablos tenías con Alberto para que me pidiera tal juramento?

—Era un buen amigo —respondió Carlos, declinando remover el pasado.

La huida no sería exactamente una deserción, y menos al campo ruso, donde tenía seguridad de que ello sería un destino peor. Su plan era escapar en el viaje de regreso a España. Era un riesgo pero tenía contactos con miembros de su familia exiliados en Francia, con los que se comunicaba mediante cartas en clave. Intentó la escapada en la venida, lo que no le fue posible. No podría fallar en la vuelta.

—Tengo un problema contigo —dijo—. Creo que no te irás de la lengua porque Alberto hizo glorias de ti. Pero no sé si eres un facha. Si lo eres y estás dispuesto a jugártela, tendrás que cambiar de inclinaciones.

—Soy totalmente apolítico.

—¿Por qué viniste a luchar contra la Unión Soviética?

—¿Se te ha olvidado lo del policía perseguidor?

—¿Hiciste eso de lo que te acusa?

—¿Tú qué crees?

—¿Qué hacías antes de entrar en la Legión?

—Era minero. —Sostuvo la mirada y luego añadió—: Si vas a seguir preguntando lo dejamos. No te he pedido ayuda. No me interesa pasar a manos de la NKWD por escapar de un perseguidor machacón.

—Nada más lejos. Pero tengo que responder por ti allá donde hemos de ir. No quiero caer en errores que supongan peligro para nuestros futuros compañeros.

Ahora ambos estaban en el mismo tren que les devolvía a España, aunque, de acuerdo con la estrategia, procuraban no tener contacto entre sí.

Durante el viaje volvieron a pasar por Riga y luego por Koenisberg. Se alejaban de los escenarios de guerra y volvieron a ver tierras y gentes en paz. Sólo cuando debían detenerse en estaciones secundarias para dejar paso a convoyes llenos de soldados y con grandes plataformas cargando todo tipo de material bélico, les llegaba la realidad de que miles de hombres estaban deshaciéndose en el este. Llegaron a Hof, ya en Baviera, una población mediana típica, de casas bajas, techos puntiagudos y fachadas con vigas de madera cruzadas, amplias zonas verdes y gentes exhibiendo rostros saludables. En las afueras, la División Azul había establecido un campamento base en julio anterior similar al de Grafenwöhr, con barracones perfectamente acondicionados. Ya estaban haciendo prácticas los componentes de un batallón de relevo, novecientos hombres procedentes de España y destinados a cubrir las bajas por los caídos y los repatriados. Allí tuvieron unas jornadas de descanso y cambiaron el verde uniforme alemán por el caqui español, el cuello de la camisa azul por encima de la guerrera, y la gorra por la boina roja. Días después cruzaron el Rin y entraron en Francia sin cambiar de tren.

Los hombres se trasladaban con frecuencia de un vagón a otro en las largas paradas para charlar con colegas y hacer más soportable el monótono viaje. Pasado Troyes, Luis se cruzó con Carlos y discretamente le puso en la mano un papelito que él leyó con la misma cautela. «La próxima. Prepárate. Nos vemos en la X.» Había un pequeño plano con la marca en el centro.

El largo convoy entró en la enorme estación ferroviaria de Orléans situada al norte de la población, donde convergían las diferentes líneas que llegaban a otros puntos del país. Estaban en la Francia ocupada y por todos lados se veían soldados alemanes armados. El tren se apostó en un apartadero y los hombres dispusieron de permiso para bajar a los bares durante el largo tiempo que duraran los trámites con las autoridades. Las boinas rojas se desparramaron por el gran espacio mezclándose con otros militares y civiles y llenándolo todo de risas, voces y colorido. En la aglomeración, Carlos y Luis, cada uno por su lado, dieron esquinazo a los vigilantes y caminaron a la place de la Commune de Paris. Había coches estacionados y una ristra de taxis esperando. Justo en el punto señalado estaba un coche con el capó levantado y un hombre inclinado sobre el motor en marcha. Cuando los españoles se aproximaban, bajó la tapa y entró en el turismo a la vez que ellos. Velozmente se desplazaron hacia el sur y entraron en el Grand Cimetière, un enorme cementerio que a Carlos le recordó al de La Almudena de Madrid. En una zona de mausoleos penetraron en uno con muestras de abandono. Cambiaron sus ropas por otras corrientes de paisano y enterraron los uniformes en una de las tumbas derruidas. Salieron del camposanto por otra puerta y en otro coche y se dirigieron a una parte muy animada de la ciudad. Pararon en una plaza donde estaba la Salle des Fétes, un gran mercado de barriada con mucho movimiento de personas y vehículos. En una calle adyacente entraron a un portal abierto y subieron hasta las buhardillas. El desgastado piso de madera del estrecho y mal iluminado pasillo circular crujía a cada paso. Tocaron en una de las puertas la señal convenida. Un hombre les abrió y pasaron. Era un espacio muy reducido en el que había una cama, una mesa y tres sillas. Se obligaron a sentarse porque el techo inclinado les impedía estar de pie a los cuatro. El hombre era joven. Llevaba una chaqueta sobre una camisa abierta y una gorra de visera.


Bienvenus. Vous êtes dans la Résistance.

Capítulo 64

Que no sea tuyo el desconsuelo

de las manos agitando vientos

que no sean tuyas las culpas

de esta incertidumbre

y deja que cabalgue la presencia por

los campos del recuerdo.

BRANCA VILELA

Águilas, Murcia, septiembre de 2005

Casi al límite con Almería y mucho antes de la playa de los Cocederos, el paisaje rocoso se quiebra en erosiones y salientes, colinas no despiadadas de donde bajan aromas de romero, espliego y tomillo. A media ladera está la casa, única en el entorno. Es de madera, prefabricada, una forma de construcción no muy usual todavía en España. Había un camino artesano que descendía directamente a la alejada y recóndita playa. Miré a los bañistas moviéndose como muñecos en la mar calmada bajo un clima ideal. A unos seis kilómetros se veía Águilas, agostada bajo el cielo esplendente, no tan invasora del mar con sus modernas construcciones como en otras partes del Mediterráneo. El lugar es uno de tantos parajes de ensueño que he podido contemplar a lo largo de mis correrías.

Había llegado en taxi, por lo que no tenía problemas de coche. Me senté en una piedra y esperé. Un ave rapacera planeaba en círculo. El silencio aportado por la ausencia de humanos y sus actividades se llenaba con el siseo de los insectos. Era tan vivo que tuve la sensación de que oía lo que se decían en sus formas de comunicación. Tuve un momento de alegría interna cuando avisté varias lagartijas merodear vigilantes e intrépidas. Hacía años que no las veía y recordé lo que contaba mi padre. Cuando él era niño las capturaban y las mataban, cortándoles los rabos. La crueldad consentida, la impiedad para los animales. El animal moría pero el apéndice se convulsionaba como si estuviera vivo. En tanto que mantenía su movimiento, los chicos recitaban «hijoputa cabrón», salmo heredado de generaciones perdidas, hasta que el trocito de órgano se rendía. Noté un punto de melancolía. No suelo pensar mucho en mi niñez, que pasó como una exhalación. Pero en aquel paraje de quietud bíblica sentí el peso de los años desperdiciados.

Tiempo después vi llegar a dos hombres en bañador y un perro saltarín. Uno era joven, de pelo dorado y de fuerte complexión. Supuse que el otro era el que buscaba. Alto y delgado, desligado de grasas, no entorpecido por la edad. Venían despacio, mostrando tal tostado que parecían anunciantes de una crema bronceadora. Haciendo juego con otras del pecho, una desvaída cicatriz destacaba en una de las flacas pantorrillas del hombre grande. Llegaron hasta mí y me miraron, el joven un paso adelantado y en actitud protectora.

—Le esperaba —dijo el anciano—. Sea usted bienvenido. Ya que hizo tan largo paseo le invitamos a comer.

Entramos en la casa, de una sola planta, y accedimos al salón-comedor-cocina, según diseño americano. Me señaló una silla del salón y desapareció en el interior mientras el joven no me quitaba ojo. Poco después volvió vestido con un pantalón vaquero y una camisa de manga corta.

—¿Por qué no nos preparas una de tus paellas? —dijo—. Así nos das unos minutos para charlar y este hombre marchará satisfecho de nuestra hospitalidad. —Ya solos en la mesa, aclaró—: Es un gran cocinero y más que mi ayudante. Con él estoy seguro.

—¿Alemán?

—Yugoslavo.

—¿Cómo yugoslavo?

—Sí. Aunque Yugoslavia no existe, él se niega a ser considerado sólo serbio. Le sale el rencor cuando se habla de este asunto. No comprende que la OTAN bombardeara Belgrado matando civiles, entre ellos su mujer, cuando llevan siglos sufriendo afrentas de los mahometanos, desde que fuera invadida por los turcos. No puede entender que Alemania, que luchó por su unificación, reconociera a Eslovenia, lo que fue el principio de la desmembración del país que le vio nacer.

Hablaba lentamente, con educada pronunciación y sin enfatizar el tema, antes al contrario, como de pasada, consciente de que el joven nos estaba oyendo.

—Parece que viva usted expatriado de la familia.

—¿Le parece? Nada más lejos. La casa de Blanca me aplastaba. Aquí me encuentro más libre. Hay dos habitaciones, un baño y un taller-estudio con retrete en la parte de atrás. De vez en cuando aparecen por aquí mi hija Marisa y los nietos. Vienen más de lo que quisiera. No me gusta tanto ruido.

—Este parece un espacio protegido.

—Lo es. Paisaje Natural Protegido. La zona se llama Cuatro Calas y Cañada Brusca. Como ve, todo el litoral es silvestre, rocoso, con pequeñas calas de playas rubias y arenas limpias.

—Ya veo. ¿Y cómo le permitieron plantar la casa?

—Hice generosas donaciones a la Comunidad durante años. Cuando decidí aislarme pulsé los resortes correspondientes. Me dieron permiso como puesto de estudio y observación para la naturaleza. Me ayudó el ser ornitólogo. Hago informes censales sobre la flora y la fauna. Esto es un biotopo donde se desarrolla una biocenosis característica de animales y plantas. Una maravilla.

—Puedo afirmarlo. No he visto postes de tendido eléctrico.

—Tenemos un generador con motor Diésel que nos da suficiente luz.

—¿Y el agua?

—Un pozo en la parte trasera. Es excelente.

—Me recuerdan a Robinson Crusoe y a Viernes.

—Nada que ver. No estamos aislados.

Miré al balcánico. Se había puesto un delantal y un gorro blanco y trasteaba, aparentemente a lo suyo.

—Me escribió Javier Vivas. Al igual que yo, él no usa la red. Se disculpa por haber roto el juramento y facilitarle mi dirección. Me habló de una mujer joven que le encandiló y le rompió las defensas. —Inició una sonrisa exculpatoria—. Siempre ha claudicado ante los encantos femeninos.

—No soy escritor, como le habrá dicho. Soy detective privado. Me encargaron localizarle.

Por un extremo de mi campo visual noté que el yugoslavo se paraba y volvía, alerta como una pantera.

—Vaya. Al fin dieron conmigo. Tantos años detrás.

—Sólo llevo en esto unos meses.

—No me diga. —Sus ojos se llenaron de admiración—. ¿Tan listo es usted?

—Tuve suerte y busqué la lógica.

—¿Y ahora qué?

—Nada absolutamente. No estoy aquí como profesional.

—¿En calidad de qué, entonces?

—De investigador propio. Yo soy mi cliente.

—¿Qué significa eso?

—Que seguirá en dirección desconocida y nadie sabrá por mí que se llama Carlos Rodríguez. Pero mi investigación ha sido positiva para usted. Le exoneré de culpa al descubrir al verdadero asesino de aquellos hombres. Ya sé que a estas alturas puede parecerle carente de utilidad. No lo es para mí. Me cabe la satisfacción de haber reparado una injusticia que duraba demasiado tiempo.

—Vaya, qué sorpresas trae la vida. ¿Conozco al asesino?

—No lo sé. Era un falangista del grupo de su primo Alfonso llamado David Navarro.

—¿Qué motivos tenía ese hombre para cometer esa acción?

—En realidad estaba inducido por su primo, ansiado de venganza por...

—¿Por haber intentado asesinarme?

—Mucho más sentimental. Era el amante de Andrés Espinosa, supongo que le recuerda.

—Andrés... —Dejó que el tiempo retrocediera y le alcanzara. Tras un rato de meditación, añadió—: Acláreme una cosa. He creído entender que le contrataron para encontrarme. Por tanto, les habrá informado de su hallazgo.

—No. Son familia del inspector Perales, primo de los asesinos de Andrés. No pienso darles esa inmerecida satisfacción. Cancelé mi relación con ellos. Tampoco informaré a Alfonso, en el caso de que no sepa dónde se encuentra usted. Ya le dije que es una investigación para mi propio sosiego.

—¿Sosiego? Quizá debería explicarse mejor.

—Su vida me interesó desde el principio. Una historia seductora. El hombre acusado de crueles asesinatos que se desvaneció en el misterio. Casi muero por usted.

—¿Cómo dice?

—Satisfaré su curiosidad ampliamente.

—Bien. Lo hará mientras comemos. ¿Le parece?

Dimos cuenta de la paella, que no fue acompañada por vino sino por agua, y de un gran postre de frutas. Le puse al tanto de mis investigaciones y actuaciones, y él me habló de sus experiencias en el Tercio y en la División Azul. Tuve la sensación de que era una confesión reprimida durante años y que le estaba escarbando por dentro. El hombre apenas gesticulaba. Tocaba los objetos con tanta suavidad que parecía extraer de ellos notas musicales. Y el tiempo fue empujando lentamente y ninguno teníamos deseos de que acabara. Me encontraba realmente a gusto. A pesar de ello, mi espíritu investigador me conducía a intentar que los secretos del hombre dejaran de serlo para mí.

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