Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
Tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza del Ayuntamiento. Entre los grupos de conversadores vieron niños lustrosos jugando al aro. Correteaban y reían.
—¿Te fijaste? —dijo Carlos, sin dejar de mirarles—. Las risas de estos niños son como la de los chavales del río.
—Sí, en esas edades todas las risas son iguales.
—¿Te conté? Yo no tuve juegos en Asturias. Pasara la edad. Enseguida pusiéronme a trabajar. Mis años guajes los pasé en Madrid. Allí sí jugábamos, casi todo el día en la calle. Nunca lo olvidaré. En Langreo no vi chiquillos jugar ni apenas intercambiar risas. Parecíanme desguarnecidos de cariño. No era tal sino la necesidad de que todos contribuyéramos, aún pequeñajos.
—Tienes un bagaje que a mí me falta. Yo apenas tuve juegos de chiquitajo, por lo mismo que dices. Sólo con un amigo, que ahora tengo perdido.
Tras deambular por la barahúnda pasaron a La Obrera, una asociación gremial de trabajadores de distintos oficios. En el local siempre había música y baile. Y buena comida. Como todos los bares, estaba lleno de mujeres y hombres. Las conversaciones en alta diapasón hacían característico el ambiente de quienes no tienen que enmascarar sus modales. Uno de los encargados, delantal rayado protegiendo su bien adobado vientre, les hizo una seña y les llevó a una mesa reservada. La sonrisa mostraba su complacencia en recibirles. Trajo un frasco de vino y vasos, y se sentó con ellos.
—No vinisteis la semana pasada.
—Nos prestó hacer caminada por los montes de San Miguel. Ya vemos que tienes clientes suficientes.
—No faltan. ¿Veis aquellos? —Señaló discretamente una mesa donde porfiaban gesticulantes una decena de hombres—. Son nuevos, otros que se apuntan a la fiebre del wolframio. La mayoría campesinos que han conseguido pequeñas concesiones. Y en aquella otra mesa están los «aventureros», esos que se dedican a trabajar en concesiones de otros y se alzan con cantidades de mineral. Todos se están forrando con eso. —Tomó su vino—. ¿Por qué no dejáis el carbón y os buscáis un trabajo en una mina de ese metal?
—No nos llama —dijo Carlos por los dos—. No todos necesitamos enriquecernos. Nos gusta la vida sencilla.
—Os traeré el menú.
Más tarde volvieron a cruzar el río y buscaron por las casas de El Bosque. Todo el enorme ángulo situado entre las carreteras que iban a La Coruña y a Orense era monte, salpicado de huertas, que se perdían en la distancia. La zona afirmaba su voluntad de expandirse porque era donde estaban los sitios para el alterne. La prostitución era admitida e, incluso, favorecida por las autoridades, quizá porque al ser un régimen militar sus dirigentes sabían lo importante que era tener satisfechas las necesidades sexuales de la tropa y, ahora, por extensión, de la población masculina. Había locales pequeños como El Chigrín y El Descanso, donde los hombres bebían y jugaban la partida bajo los quejumbrosos sones de un gramófono mientras definían las chicas a elegir, casi todas gallegas, portuguesas y andaluzas. De mayor entidad estaba El Dólar. Allí, la menguada luz y la atmósfera humosa se complementaban con la música que un hombre vestido de esmoquin extraía de un piano. Las chicas circulaban con los pechos al aire y el ambiente se llenaba de hedonismo. En su línea, El Rosmarí, con el añadido de tener habitaciones con ducha y bidé. Estos establecimientos eran los más frecuentados por los agentes extranjeros, y también por los dos amigos.
Doña Rosa les dio la bienvenida con gestos elocuentes.
—Os echaba de menos.
Era mujer de alto nivel, tratando de mantener con afeites los bellos trazos de su fisonomía. No perdía la esperanza de satisfacerse personalmente con esos dos singulares mineros, a los que se ofrecía gratis y reiteradamente. Los dos amigos bailaron, cenaron y dejaron que las cosas siguieran su curso.
Al día siguiente tomaron el tren que salía a las nueve. No iba tan lleno porque casi todos los que volvían eran mineros. Durante el trayecto recogerían a los de los pueblos intermedios. Mientras el tren subía por el pendiente recorrido, Carlos habló con voz donde latían mil melodías inéditas.
—No me gusta depender de esas mujeres. Quiero tener otra vida, casarme, tener hijos. Un trabajo que me entretenga y dé para los míos —dijo con voz melancólica, como si oyera el rasgueo de una guitarra de madrugada en un viejo cementerio.
—Eso es lo que desea todo el mundo.
—Sí y no. Dejaré la mina antes de que me devore. Deseo seguir trabajando con las manos, notar que con ellas estoy creando algo. No quiero riquezas ni sinecuras. Sólo ver la risa de mis hijos y procurar que nunca tengan que esconderlas. —Hizo una pausa—. ¿Y tú?
—Iré contigo a Madrid. Luego ya veré —dijo José Manuel pausadamente, antes de refugiarse en sus pensamientos. Tener una familia, una mujer. Doña Dolores, Loli, Soledad... Las tres desarticularon su tranquilidad pero nunca le pertenecerían. Quizás en Madrid encontrara una oportunidad. Ojalá fuera como Soledad. Intentó entrever el futuro y dejó el tiempo pasar.
Plasencia, agosto de 2005
En la confluencia de las zonas naturales más bellas del norte extremeño, y rodeada de un verde inacabable, se yergue una ciudad que en tiempos de fronteras fundó el rey Alfonso VIII para asegurar el dominio cristiano en esas tierras extremas. Es Plasencia, una de las pocas ciudades monumentales que se vanagloria de tener dos catedrales y una concurridísima Plaza Mayor donde se concentra la vida de sus habitantes.
En ella busqué a mi hombre una mañana mediada, con el sol sembrando contraluces en las fachadas y en los rostros de los paseantes. Rosa quiso acompañarme, lo que agradecí con mi mayor expresividad. A su lado todo era más fácil. En el bar Español estaba Javier Vivas. Le reconocí a pesar de no haberle visto nunca. Tenía la figura airosa a pesar de la intromisión de los años. Fuerte, la mirada alta, las manos sufridas. Mantenía su cabello y no usaba gafas, signos externos de una querencia de juventud. Fumaba un cigarro puro que al ver a Rosa apagó y echó a un recipiente. No tuvo reparos en mirarla con descaro. A partir de ese momento, y como era de esperar, quedé anulado, sólo como el acompañante que hacía preguntas. Nos presentó al dueño, Emilio Valencia, y a otros amigos, haciendo gala del trato vecinal que aún queda en algunos lugares, desaparecidos ya en las grandes ciudades. Nos llevó a una mesa esquinada donde se veía todo el panorama de la plaza, con el Ayuntamiento adornado por ondeantes banderas. Emilio puso una botella de vino y una fuente con jamón y lomo embuchado de bellota.
—Así que está haciendo una novela sobre la Legión —comentó mirando a Rosa, como si fuera ella la interlocutora.
—Bueno, no exactamente —dije, asumiendo mi condición de consorte—. No es una novela y sólo hablo de la antigua Legión. Es un homenaje a ese cuerpo. Intento destacar hechos heroicos o que pudieran ser considerados como tales.
—Excelente idea. Hay mucho que contar todavía. He tenido un largo camino pero los años que pasé en el Tercio fueron los mejores —sonrió, mostrando una blanca dentadura.
—Sucede que las vivencias más intensas son las que se recuerdan en positivo, por muy desagradables que hayan sido —dije para sus oídos, no para sus ojos—. Un ejemplo es la Guerra Civil. Los que estuvieron en ella recuerdan lo más grato y emocionante de ese triste periodo.
—Puede que tenga razón —respondió, terco en su contemplación de Rosa—. Tuve muchas cosas tremendamente desagradables.
—Y alguna de enorme intensidad. Por ejemplo, la muerte de su esposa.
Volvió sus ojos hacia mí de golpe.
—¿Cómo sabe eso?
—Soy escritor, le dije. Necesitamos investigar datos precisos si queremos que la obra sea creíble.
—No me gusta hablar de ello.
—Leí que usted y un compañero, allá por el año 41, protagonizaron una hermosa acción de compañerismo. El casi muere al defender a la mujer de usted.
No pudo reprimir un gesto de sorpresa.
—¿Lo ha leído, dice? ¡Que bárbaro! Tantos años... ¿Y eso está escrito? ¿Dónde?
—En el Archivo General Militar. Consta el historial concreto de cada legionario.
—O sea, que estamos ahí. ¡Qué cosas...! —musitó, repentinamente ensimismado—. Carlos... El sí era un buen legionario.
—Significa que no todos lo eran.
—Ni mucho menos. Había amigos de lo ajeno, recalcitrantes en la indisciplina, pendencieros, dados a la bebida y al juego. No escarmentaban y una y otra vez regresaban al calabozo, aparte de cumplir con el pelotón de castigo. Claro que esto último merece comentario aparte.
—¿Qué me dice de aquel hombre?
—¿Que qué le digo? Nunca tuve un amigo como él. Cuando partió a la División Azul fue como si me quedara huérfano.
—¿El estuvo en la División Azul? —dije, haciéndome el tonto.
—Sí, ya lo creo.
—¿Por qué no le secundó, yendo con él?
—¿Cree que fue por miedo? —Enarcó una ceja—. Nunca me eché para atrás en nada que la vida me pusiera por delante. Pero tenía una misión personal que cumplir.
—Me imagino que sería la de buscar al asesino de su esposa. ¿Lo encontró? Es un dato importante para el libro —mentí, adentrándome en su confianza—. La justicia, finalmente.
—No lo encontré. Y sabe Dios que lo busqué. Y la policía. Pero nada. Ahora ya todo está en el recuerdo, la herida cicatrizada.
—A propósito de policía, encontré una orden de la antigua Dirección General de Seguridad. Se pedía el apresamiento de Carlos para su traslado a Madrid. Pero usted dice que estuvo en la División Azul. ¿Cómo es posible?
—Ahí entró el espíritu del Tercio.
—No le entiendo bien.
—Sí. El había protagonizado una acción de compañerismo por encima de la propia vida, resaltando los valores del Credo legionario. Además, era uno de los más completos, con la mejor puntuación en todas las actividades. Un hombre así no podía ser un delincuente. Y aunque lo hubiera sido, ahora era un perfecto soldado. Así que todos los mandos se confabularon para camuflarle y protegerle.
—¿Camuflarle? ¿De qué forma?
—Ignorar la petición de la Criminal. El coronel del Tercio asumió la responsabilidad de dejar dormir la orden por no estar dictada por ningún juzgado. En aquellos años había una tentación en los mandos policiales de emitir órdenes de búsqueda sin freno, muchas de ellas injustas. Parece que el coronel intervino ante el Cuartel General de la División y su Estado Mayor y la cosa se solucionó entre colegas. Más tarde, el coronel Martínez Esparza, jefe del Regimiento 269, fue informado. Había sido legionario y tenía el alma llena de amor al Cuerpo. No dudó en involucrarse. Dio instrucciones al Servicio de Información de que bloquearan su ficha.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Lo sé, ocurrió así —dijo con tal convencimiento que parecía que él había dirigido la pretendida operación.
—Es una pena que muriera en Rusia.
—¿Morir en Rusia? —me miró y soltó una risita—. ¿De dónde sacó esa conclusión?
—Bueno, murieron muchos. Imaginé...
—Pero él no. Está vivito y coleando.
—¿De veras? Me alegro, en verdad. Podría presentármelo.
—No es posible. Vive en Méjico. Tendría que ir allí para verle.
—¿Por qué no? ¿Tiene su dirección?
—¿Para qué? —dijo, apartándose de la contemplación en Rosa, un destello de sospecha en sus ojos—. Yo le diré todo sobre el Tercio. Usted no necesita otras fuentes.
—Disculpe. He hablado con muchos legionarios y no todos tienen la misma visión. Depende de sus vivencias.
—Carlos y yo vivimos las mismas cosas. Siempre estuvimos juntos.
—Menos cuando usted se casó, supongo.
Esta vez la sonrisa se le quedó encajada.
—Quiere decir —intervino Rosa— que nunca se puede compartir una misma visión de las cosas aunque las personas estén juntas.
—La disposición a efectuar una operación de ayuda sin pensar en el riesgo. Es más de lo que sucede hoy día —dije—. Nadie puede saber lo que guía a un hombre a portarse así. Por eso me gustaría saludarle. A ver si puedo ser capaz de realizar algo parecido.
Cogió la cigarrera de encima de la mesa e hizo intención de sacar un puro. Luego se frenó, sin duda por Rosa.
—Bueno —dijo, totalmente recobrado al parecer—. Está bien. Pero ahora vamos a comer. Otro amigo tiene un restaurante al aire libre junto al río y entre chopos. Por eso le llama La Chopera. No sé si oyeron hablar de él. Su ensalada «La catedral» es muy conocida por los buenos gastrónomos. Les hará chuparse los dedos.
En verdad que fue una buena comida, salpicada de anécdotas y risas. Al final sacó un habano y, tras pedir permiso a Rosa, se apostó a remolque de él, procediendo a echar humo con gesto de enorme satisfacción.
—Mencionó algo sobre el pelotón de castigo.
—En realidad se llamaba «el Pelotón», a secas. Allí se mandaba a los que vulneraban las reglas —dijo, volviendo a su contemplación favorita, como si Rosa tirara de sus ojos—. Al cargo estaban soldados y cabos veteranos que se esmeraban para superarse en cuanto a maldad. Mandaban cavar fosos para rellenarlos luego con la misma tierra extraída. Marchas a paso ligero con un saco terrero sobre los hombros o con el fusil terciado y todo el equipo. Arrastradas por zonas de piedras y espinos con el fusil y el equipo. Carreras... y golpes. La lista es larga. Una verdadera tortura. Los castigados quedaban muy marcados y con gran predisposición a odiar a la humanidad.
—Usted estuvo en ese pelotón —sostuve.
—Sí, precisamente por escaparme a ver a mi novia de entonces. Me tocó uno que la tomó como algo personal, quizá por la envidia de haber conquistado a la chica más bella del entorno. Me las hizo pasar realmente putas. Luego, cuando ella murió en tan especiales circunstancias, el cabrón trató de reconciliarse. Le dejé creer que todo estaba olvidado.
—¿No lo volvió a ver?
Esta vez me hizo objeto de su total atención. Sus ojos tenían la mirada del lobo.
—La mayoría de estos tipos se largaba al Paralelo de Barcelona al licenciarse. Trabajaban de vigilantes en los locales, espiando a las chicas y ejerciendo de matones. En realidad estaban refugiados, como en esas películas del oeste donde los malhechores tenían una guarida oculta. Pero a algunos de nada les valió.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, algunos torturados buscaron a sus antiguos verdugos. Era muy difícil olvidar. No fueron pocos los cabrones que aparecieron muertos —la mirada subrayó su gesto triunfante—. Sí, le relevo de hacer la pregunta. Fue un amigo quien dio con mi hijoputa particular y no se le escapó. Me aseguró que cuando le rebanó el gaznate fue como si cumpliera con el maldito que acabó con mi mujer.