Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
—¿Quién es el presidente?
Me señaló a un hombre sobre los cincuenta, fuerte, que sonreía de vez en cuando. Me dijo que tenía una fábrica de ventanas en un polígono de Gijón y que era el promotor de las iniciativas vecinales para que el pueblo avanzara en mejoras y servicios.
—¿Les queda mucho?
—Una media hora, más o menos.
Observé a mi hombre. Jugaba con tranquilidad, sin apenas hablar. Por los datos sabía que tendría unos noventa años. No aparentaba estar muy influido por ello. Poseía manos fuertes, la cabeza grande y los hombros separados. Me entretuve haciendo un crucigrama hasta que le vi levantarse. Alto, lleno de carnes pero no grueso. A su lado se colocó un hombre joven. Supuse que sería un cuidador. Me estaba mirando cuando me acerqué a él.
—¿Don Jesús González?
—Sólo Jesús, quítame el don —dijo con voz gruesa—. Te vi llegar. Sabía que vienes por mí. ¿Qué quieres?
Los otros nos miraban sin perder detalle, enmudecidos de repente.
—Soy arquitecto. Estoy haciendo un trabajo sobre las casas de indianos; su diseño, estructura, materiales... Estuve en la Quinta Guadalupe, en Colombres, que es Archivo de Indianos. Pero no tienen el censo completo. Les faltan muchos palacios, como el suyo.
—Me lo dijeran. Allá ellos. No me preocupa.
—Quizá no sería mucho pedirle que me permita ver su casa. Ya ve que no traigo cámara. No fotografiaré nada, sólo tomar notas.
—No home. Te mostraré. Y puedes sacar las fotos que quieras. En casa hay muchas cámaras de mis hijas y nietas. No vas a hacer el trabayo a medias.
Caminamos despacio por un camino trillado, el joven atento a los movimientos de Jesús aunque él no flaqueaba en sus zancadas.
El palacio tenía tres plantas y un patio central cubierto con lámina transparente, alrededor del cual estaban todas las habitaciones y servicios. Estaba lleno de mujeres y críos y algún que otro hombre de las cuatro familias que lo habitaban. Me presentó a su mujer y hube de reconocer que Georgina no exageraba. En el umbral de los noventa, Soledad guardaba brillos de esplendores pasados. Hice mi papel, tomando apuntes y trazando dibujos.
—Disculpe. Esta casa debió de costarle un buen dinero.
Me miró con insistencia, intentando traspasar mi mente.
—Sí, pero teníalo.
—¿Qué impulsa a un hombre a adquirir una casa de indiano, sin serlo —dije, más tarde. Me miró algo desconcertado.
—Ye una pregunta estúpida. ¿Y los que compran palacios vieyos sin ser aristócratas?
—Lo mismo. Pero no ha contestado a la pregunta.
—Yo naciera en estos montes. Creciera viendo la casa y envidiándola.
—No creo que la comprara para calmar ese antiguo sentimiento. No le veo capaz de sentir envidia.
—Me gusta lo que dices porque ye la verdad. Nunca sintiera envidia, sí mucho rencor. Verás. Tuviera un amigo, el meyor. Fuera seminarista. El indiano de esta casa pagole la estancia durante sus primeros años hasta que falleciera. El tuviera gran formación y gracias a eso yo también pudiera tener posibilidad de conseguir esta finca. Cómprela en su honor.
—O sea, no la adquirió para lo que me dijeron.
—¿Qué te dijeran?
—Que el indiano enterró un tesoro en alguna parte y usted la compró para buscarlo —aventuré con el mayor aplomo.
—¿Qué... tochada ye ésa? ¿Quién lo dijera?
—Bueno, por ahí...
—Nunca oyera tal majadería. ¿Un tesoro en una casa? La xente ye idiota. ¡Tesoros...! —Esbozó una sonrisa—. Siguen creyendo esas historias de ayalgas escondidas. Yo también creyérelas.
—¿Usted? Luego es verdad lo de...
—Quita allá. Hablo de cuando guaje. Dijeran que hubiera uno en una cueva, allá lejos, para la Ballota. Incluso fuera con mi amigo a lo buscar. Una chiquillada que costome una buena tunda.
—¿Pero lo encontraron?
—¿Encontrar? ¿Preguntas en serio? Nunca hubiera tal cosa. Ni en la casa. En ningún sitio. ¡Tesoros...!
—¿Por qué su amigo no adquirió la casa si fue el beneficiado del indiano?
—Muriera en el 39. Pero si hubiera vivido, no estuviera por la labor. Lo echaran de la familia, de Pradoluz. No fuera de los que muestran altanería ni sentimientos de venganza. No hubiera venido a darles en las narices. Nunca existiera nadie como él.
Horas más tarde estaba ante los ojos de Rosa.
—Así que la cueva no despertó tu curiosidad.
—Es un lugar vacío. Para explorarlo sería necesario disponer de un equipo adecuado. Pero no entra en mi consideración. Creo que no existió tal tesoro.
—Dices que ese Jesús compró una casona.
—Sí. Pero no tiene sentido indagar dónde obtuvo los medios. Su vida no nos pertenece.
Quedó un momento abstraída.
—¿Sabes? Me conmueve eso que ocurrió con aquel hombre que echaron. Pienso en ello de vez en cuando. Sin duda que habrá miles de casos semejantes. Pero no sé. Este me llegó.
Rosa aportaba una razón romántica a un caso desvanecido en el tiempo. Dejé que la sombra de ese hombre se alejara de mí. Su amigo dijo que había muerto. Me mintiera o no, la realidad era que a nadie parecía interesar su trayectoria salvo a un par de nostálgicas ancianas. Y a Rosa.
Difficile est tristi gingere mente iocum.
(El que tiene tristeza en el corazón es difícil que la pueda disimular.)
TIBULO
Sama de Langreo, diciembre de 1937
No hablaron mucho durante el viaje desde Oviedo. Ambos eran de palabras comedidas y cargaban con vidas llenas de sombras, que no deseaban destapar en los primeros actos. Tácitamente entendieron que les resultaría mejor establecer su presente antes que escudriñar lo que habían sido.
El tren estaba lleno de abollones y raspaduras. Era un testimonio de supervivencia del intenso enfrentamiento recién acabado. Como los pueblos por donde circulaba. Caseríos con impactos de metralla, restos de casas volatilizadas por los bombardeos. Durante el recorrido vieron numerosos soldados armados, la mayoría del Tercio y moros de Regulares. También muchos números de la Guardia Civil, sobre todo en los cruces de las poblaciones. Apenas se veían jóvenes de paisano. Mujeres y ancianos se disolvían, como los escasos niños, en los uniformes verdes y de color garbanzo.
Cruzaron el Nalón por Barros, dejándolo a la derecha. Las casas de La Felguera fueron apareciendo a la izquierda con el fondo de las chimeneas y torres de refrigeración de la siderúrgica arrojando columnas de humo y vapor. La estación estaba llena de militares y ajetreo. Duro-Felguera era la mayor empresa siderometalúrgica y minera de España y ello marcaba una actividad industrial desconocida en otros puntos del Principado. A un lado de la carretera había un enorme embudo producido por las bombas. El agua que lo inundaba le confería apariencia de estanque.
El tren cruzó otra vez el Nalón y se detuvo en la estación de Sama. Una hora para recorrer los veinticinco kilómetros que la separaban de Oviedo. Carlos y José Manuel bajaron, cada uno portando su maleta de cartón. La de Carlos era nueva, de madera y fina construcción, donación de doña Dolores, como su atuendo: pantalón y chaqueta de pana marrones a juego con el chaquetón. No llevaba corbata y tampoco boina, que no reclamó. No estaban los tiempos para esa prenda como tampoco para las barbas. Cuando se presentó a la familia para la despedida parecía que tras el baño postrero y la muda había nacido otro hombre, irreconocible del astroso que durante seis semanas estuvo luchando contra la fiebre y la rendición. El rostro afilado decía lo joven que era y el desarrollado esqueleto prometía fortaleza cuando se eliminara la extrema delgadez. José Manuel vestía su uniforme oficial con el que no llegaba a identificarse. Era enemigo de las armas y el traje le señalaba como conductor de acciones guerreras, lo que le responsabilizaba en la destrucción y dolor derivados de las mismas.
Cruzaron las vías y comenzaron a subir el monte. A media ladera Carlos se detuvo en una de las casas de una planta desparramadas por las cuestas y de similares trazas. Sacó una llave y abrió la puerta. Era un lugar con dos espacios, uno para dormitorio donde se centraba una cama y, al lado, un armario. El otro era cocina y comedor con un fogón simple de chapa en una esquina. Una alacena y una mesa con cuatro banquetas completaban el mobiliario. Por detrás, un patio abierto al campo para retrete y tendedero. Todo ello en unos veinte metros, aparte de un pequeño terreno adosado para huerto. Costaba imaginar la casa de don Amador desde lugar tan humilde.
José Manuel se extrañó de verlo todo tan limpio y ordenado.
—Mi vecina, Mariana. Es como una madre —aclaró Carlos.
En ese momento se abrió la puerta y apareció una mujer delgada, aún joven, vestida de negro. José Manuel se quitó la gorra de plato, tanto por educación como por entender que constituía un elemento demasiado llamativo para el momento.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
Sus ojos se fijaron en el uniforme de José Manuel y su rostro experimentó una inmediata transformación.
Ambos hombres vieron el gesto de miedo, ira y asco en su más pura esencia.
—¿Qué quieren? ¿No tien bastante? ¿Cuándo terminarán con el terror?
—Mariana, soy yo —dijo Carlos avanzando hacia ella, que tardó en reconocerle. Se abrazó a él y descargó un sentido sollozo sobre su pecho. Al cabo se echó hacia atrás.
—¿Qué haces con ese hombre? ¿Te pasaste a ellos?
—No ye lo que piensas. Salvome la vida. Ya te contaré. ¿Y Ramón? ¿Y tus hijos?
Ella volvió a agarrarse a su cuerpo. No era sólo un abrazo sino la necesidad de asirse a algo seguro y fiable para encontrar un alivio a su infortunio y evitar el total desmoronamiento. Destilaba un llanto mudo y hondo que Carlos sentía traspasarle la ropa y llegarle a la piel. La condujo a la salida sin romper el abrazo. En la puerta se volvió a mirar a José Manuel, que estaba quieto como un poste. Señaló el hogar.
—Hay leña cortada y carbón. Puedes encender un fuego mientras vengo.
Salieron. José Manuel se despojó de la guerrera y procedió. Cuando más tarde apareció Carlos con una jarra humeante, un agradable calorcillo había expulsado el intenso frío. Carlos requirió dos vasos de hojalata y vertió en ellos un líquido oscuro.
—Achicoria —dijo—. Imaginemos que ye café. No estamos ya en casa de don Amador.
Se sentaron a cada lado de la mesa y se miraron en profundidad dejando deslizar su mutuo agrado y también el temor de que la breve relación pudiera fragmentarse, aun intuyendo que el destino les asignaría una vida separada.
—Lamento que mi uniforme haya hecho sufrir a tu vecina. ¿Qué le ocurrió?
—A primeros del mes pasado presentose un grupo, soldados y civiles, y lleváronse al marido y a los dos hijos mayores, de mi edad uno de ellos y un año mayor el otro. Cargáronlos en camiones con otros que iban recogiendo. Había muchos heridos, desalojados sin contemplaciones del hospital Adaro. No volvió a saberse de ellos. Alguien dijo que fueron fusilados y enterrados en las trincheras que rodean Oviedo. —Se tomó un tiempo para tomar un sorbo—. Sabrás que Sama fue capital del movimiento revolucionario del 34 y, desde julio del 36, sede del Comité Provincial del Frente Popular, representación en Asturias del Gobierno de la nación hasta la creación del Comité Interprovincial de Asturias y León con base en Gijón. Era, por tanto, el núcleo del sentimiento revolucionario, el alma de los mineros. Había que evitar que volviera a serlo, erradicar el mal. Y lo han hecho a fondo. No queda un solo minero de izquierdas libre en la ciudad ni en el Concejo. Bueno, uno: yo. La Casa del Pueblo, el teatro Llaneza y otros lugares están llenos de presos. Sama fuera señalada como una segunda Guernica aunque desistieron de arrasarla como la ciudad vizcaína por la reacción mundial que aquel hecho produjo. No obstante, tras las incursiones aéreas sobre El Musel, la fábrica de cañones de Trubia y la de pólvora de Las Segadas, algún mando de la Legión Cóndor decidió hacer una pasada de escarmiento. Fuera sólo un bombardeo. Ya vimos las huellas al venir, pero no las muertes que produjo.
Se calló y dejaron que se perdiera el tiempo inservible. Ninguno esperaba nada del otro pero se sentían a gusto con la presencia mutua.
—¿La casa es tuya?
—Tengo una hipoteca. Debo ver la situación en el banco ya que dejé de atender los pagos por razones evidentes. Tendré que empezar a trabajar pronto. Estoy sin blanca y debo salir adelante. Seguramente empezarán las confiscaciones y sacarán a subasta las casas. Pocos de los supervivientes podrán conservar sus hogares. Espero que me renueven el contrato.
—No estás restablecido del todo. Debiste quedarte más tiempo en casa de don Amador.
—Creo que nunca podré pagar la generosidad de esa familia. Pero me daba angustia ver la mirada de reproche de ese hombre.
—No todo era él.
—No, afortunadamente. Loli y su madre... La verdad ye que me hicieron añorar un hogar tradicional. Esa mujer y sus ratos de piano... Qué armonía.
Se levantó e invitó a José Manuel a mirar por una ventana.
—¿Ves allí esos castilletes y edificios? Señalan el pozo Fondón. Allí trabajaba. Espero que me readmitan. Soy buen trabajador.
—Con el salvoconducto de Aranda y los certificados de Falange y los paúles tienes el camino expedito para lo que quieras.
—En realidad no tengo ganas de hacer nada. No sé cómo decirte. Llevo el peso de la derrota en el alma.
—No creo que lo derrotado sea tu alma, quizá tus ilusiones. Pero las recuperarás.
—No. Sé lo que digo.
—El alma es mucho más que un sentimiento.
—No ye lo que significa para la Iglesia. Ye el pálpito de la vida, lo que impulsa nuestro movimiento. Y no la siento capaz de sostener nada.
—Recuperarás tus ánimos cuando veas a tus amigos —dijo José Manuel, sorprendido por la profundidad del pensamiento del otro. Tenía cierta semejanza con las dudas que él mismo expresara al rector de Valdediós hacía tiempo.
—¿Amigos? Seguramente no quedará ninguno. Ya ves lo que está pasando.
—¿No tienes familia?
—En Madrid, una tía y un primo. Hace siglos que no los veo. Y están los recuerdos.
—¿Y aquí? No me digas que con tu estampa no hay mozas que te ronden.
—Haylas. Pero no convivo. No encontré una mujer como... —Hizo una pausa cautelosa—. Bueno, por qué no decirlo. Sería magnífico tener a alguien como doña Dolores.