Detrás de la Lluvia (13 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Nos hemos ido por los cerros. Hablábamos de la División Azul.

—Usted era falangista —dije, mirando a Alfonso.

—Lo soy —corrigió—. Siempre lo seré.

—¿En qué regimiento de esa división sirvió?

Me miró con cierto desdén.

—No estuve en ella. Hijo único, una madre que atender, por debajo de la edad requerida. No me dejaron ir. —Se removió en el asiento—. ¿Qué tiene eso que ver?

—Mucho. Permítame decirle que, de haber vivido aquello, es muy probable que ahora tuviera la ecuanimidad y la distancia suficientes para aceptar la realidad de los hechos en su conjunto. Creo que sólo ve la parte heroica, dejándose arrastrar por la veneración que le producen aquellos hombres sacrificados, sin detenerse a pensar que no debieron haber muerto.

—No entiendo lo que quiere decir —dijo, adoptando un gesto de beligerancia.

—Me parece que usted no admite la mínima sombra de comentario adverso sobre aquella escabechina, adornada como gesta. Pero ahora podría ser la ocasión.

—Vale —dijo, alzando una mano y mostrando un gesto incalmado—. Diga lo que piensa. Le escucho.

—De verdad, prefiero reservarme mi parecer. No vine a eso.

—Hable, se lo estamos pidiendo —ordenó Dionisio, con lo que estableció que él estaba al mando de los tiempos.

—Bien —inicié, consciente de que no podía negarme a ese imperativo si quería sacar algo positivo de la visita—. Creo que todos aquellos jóvenes falangistas insuflados de ilusiones sólo querían participar en la gloria de estar presentes en la destrucción de la Unión Soviética. Usted mismo lo sentía así. Nunca imaginaron que podrían sufrir y morir. Pensaban que Alemania ganaría esa guerra y que ellos, casi sin disparar un tiro, estarían en las terrazas del Kremlin de Moscú haciéndose las fotos para la historia. Lo dicen la mayoría de los supervivientes. Se puede leer entre líneas a aquellos que dejaron su experiencia en libros. Fue un error. Los ejércitos alemanes estaban sobrevalorados. Cierto que hasta ese momento se habían mostrado invencibles, pero... ¡Aniquilar al ejército ruso, ocupar la Unión Soviética...! —Hice la necesaria pausa—. ¿Tienen un mapa de lo que fue la URSS? Incluso la actual Rusia impresiona por su desmesura. No es Francia, ni Polonia, ni toda Europa junta. Nada comparable. Es un país inocupable, el más extenso del mundo. Si los ejércitos del Tercer Reich hubieran podido conquistar Moscú, Leningrado y Stalingrado, ¿qué? Sería cosa de meses que fueran devorados por su inmensidad. La geografía y la historia estaban en contra de las esperanzas de los alemanes.

—Creo que habla usted a toro pasado.

—Entiendo que no lo vea, pero Alemania se equivocó. Y la División Azul nunca debió crearse. La aportación española en esa tragedia general fue inútil, como un parpadeo durante el sueño. Una división entre trescientas sesenta alemanas y de países partidarios; poco más de diecisiete mil hombres de inicio entre cuatro millones de combatientes del eje, en un frente de vértigo. Una gota de agua. Sólo sirvió para que, por nada, murieran jóvenes con empuje, lo que le vino de perlas a Franco.

De repente, Dionisio empezó a descalzarse. Llevaba botas y cuando descubrió su pie derecho comprendí que eran ortopédicas. Le faltaba la mitad, desde el empeine hacia los dedos. Luego se quitó el guante. No tenía mano izquierda. El muñón casi empezaba en el nudillo.

—Yo estuve allí, en el 2.° Grupo de Artillería, bajo el mando del comandante Prado O'Neil. Casi pierdo las piernas por la congelación, como la mano. Nadie que haya estado puede saber lo que es hacer la guerra a cuarenta grados bajo cero. Creo que estoy autorizado para opinar. Y este hombre tiene razón, Alfonso. Te lo vengo diciendo siempre que sale el tema. Yo creía que era llegar y besar el santo. Ansiaba pisar el Kremlin.

—Conozco tus teorías —dijo el aludido.

—Deberías aceptarlas. Este hombre ha expuesto algo que vengo defendiendo. —Se calzó y se acomodó—. Hablas de la marcha de los mil kilómetros. Fue un insulto de los alemanes, que Muñoz Grandes encajó y convirtió en una hazaña absurda, desde cualquier punto que se mire. Una mala decisión de nuestro general que, contrariamente a lo que se escribe de él, no estoy seguro de que fuera un buen jefe, aunque dudo que otro lo hubiera hecho mejor.

—Y dale con eso.

—Un buen general procura diseñar la estrategia adecuada para que sus hombres actúen bajo los mínimos riesgos. Y con el objetivo de vencer en las batallas, no de constituirse en carne de cañón. Los mensajes laudatorios que buscaba de Hitler para la
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llegan cuando hay mil trescientos muertos, sosteniendo posiciones indefendibles. Pero antes, el desprecio más absoluto de los oficiales y jefes nazis hacia «esos gitanos sin orden ni dignidad».

—Te recuerdo que era un soldado y estaba integrado en el XXXVIII Cuerpo de Ejército alemán. Obedecía órdenes, como todo el mundo.

—Veía morir a sus hombres por docenas, cada día, sin esperanzas de vencer ni de recibir ayuda. ¿Qué responsabilidad de jefe es ésa?

—Has estado allí y parece que olvidas lo que es pertenecer a una unidad en orden de batalla. La responsabilidad mayor es evitar que el repliegue suponga abrir un boquete en las defensas por donde pueda entrar el enemigo y romper el frente.

—Al final hubo que entregar las plazas a un coste tremendo.

—Eso se supo después. Mientras se resiste hay esperanzas de subvertir la situación.

—Resistir aunque todos mueran.

—Así es el código de guerra. No hay opción.

—Muy bien. Te recordaré que los soldados no eran tontos. Sabían que estaban solos. Los había que aceptaban con fatalismo su suerte pero otros renegaban de ella. La mezcla de voluntarios para la muerte y de voluntarios para la vida. ¿Qué tipo de voluntario te gustaría ser?

Hubo un silencio concertado. Supongo que los tres veíamos a esos hombres en aquellas trincheras, el gesto alucinado entre los disparos, las explosiones y el frío terrible.

—Pero vayamos al principio —insistió Dionisio—. ¿Qué explicación se dio para justificar que la Wehrmacht no tuviera medios de transporte? Ninguna coherente. Decían que el mando alemán precisaba de todos los camiones y trenes para otras necesidades. También que al ser la
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una división de infantería, y no una
Panzer- division
, esto es, de infantería transportada, debería hacerse a la idea de funcionar como tal. Otros oyeron que la División no estaba debidamente instruida y que la disciplina no existía en ella, al menos del modo tradicional del Ejército alemán, por lo que los divisionarios tendríamos que fortalecernos y endurecernos con la marcha. Así que nos convertimos en una unidad hipomóvil.

En lo propagandístico, a Hitler le interesó la División Azul por venir de un país no ocupado ni beligerante. Pero en la práctica no sabía qué papel asignarle, y más tras los informes recibidos de sus generales sobre el comportamiento no satisfactorio de los españoles durante su estancia en el campamento de Grafenwöhr. Así que les reservaba para tareas secundarias, no precisadas en aquellos momentos. Algunos generales eran partidarios de que la Azul no interviniera en los combates por los centros neurálgicos de los soviéticos, para no echarlos a perder. Además, en esos momentos no se necesitaba esa Unidad que creaba grandes problemas de convivencia e integración, y a la que había que vestir, armar, alimentar y darle todos los servicios consiguientes, destacando los sanitarios. La toma de Moscú era cuestión de días y, aparte de sus imparables ejércitos, Alemania contaba con las disciplinadas divisiones de Italia, Rumania, Finlandia, Eslovaquia y Hungría, países beligerantes que traían sus propias intendencias y armamentos, y que eran fronteras del conflicto.

Estaba claro que, por unas u otras razones, olvidaban que España estaba a miles de kilómetros y había prestado por solidaridad una división que, al ser integrada en el organigrama de la Wehrmacht como la 250 División, debía ser dotada íntegramente y sin renuencia con los mismos medios de los que disponían las otras divisiones. A mi modo de ver ahí falló Muñoz Grandes, que no supo imponer su condición de país invitado a una guerra ajena. Tuvo que escoger entre esperar a que hubiera transporte o hacer la machada. Temiendo llegar tarde a la toma de Moscú, nuestro general forzó a sus hombres a caminar como si no formáramos parte de la misma coalición. Parecía que hacíamos la guerra por nuestra cuenta, nunca mejor dicho.

Había que llegar andando a Smolensko, a unos doscientos kilómetros de Moscú, tomado por las unidades blindadas del general Guderian a mediados de julio. Allí esperaba el grueso del Grupo de Ejércitos Centro para el asalto definitivo a la capital soviética. Cuando estábamos cerca de Smolensko hubo contraorden. Debíamos retroceder para subir a Leningrado y olvidarnos de Moscú. La noticia causó un enorme disgusto a la División. A la tropa, porque debían caminar más, y a los mandos, porque se les privaba de clavar la bandera en el bastión odiado. Ya no habría fotos en el Kremlin. Hubimos de regresar a Orsa y alcanzar Vitebsk, donde ya sí hubo trenes.

La decepción que tuvimos, contemplada con la distancia debida, fue absurda, como el enfurruño de un niño cuando no le dan el juguete pedido. Hitler no prometió ese regalo a los españoles ni a nadie. Reservaba la toma de Moscú para el ejército alemán en exclusiva. No quería compartir con ningún otro país la gloria que sólo a Alemania pertenecía. Y menos con una Unidad que, obviando las razones, no había demostrado aptitudes suficientes para estar en esa gran ocasión.

Esa estéril marcha nos llevó treinta y dos días. Fue como cruzar España desde Cádiz hasta Irún. Obviamente, los integrantes de las unidades antitanques, ciclistas, sanitarias y artilleras iban sentados, como todos los oficiales. Pero los demás, la mayoría, así como los caballos, tuvimos que hacerla a pie. Aquello fue la hostia. Aquella bárbara marcha dejó inutilizados a más de tres mil hombres, la mayoría aspeados, y mató a una docena. También se perdieron más de mil caballos y quedaron inservibles más de cien vehículos. La verdad es que aquella tropa parecíamos sobrevivientes de una guerra: heridos, derrengados y desengañados, sin haber pegado un solo tiro. El ardor guerrero había desaparecido en muchos de nosotros. Verdad es que luego lo recobramos con creces, pero a la fuerza.

Quise alejarme del debate pero el viejo divisionario se esforzó en su discurso.

—Al teniente general Von Chappuis le atribuyen un informe en el que expresa que la División Azul era el gran problema del Cuerpo de Ejército. Añadió más: que nuestra División fuera retirada y su general reemplazado ya que era completamente inutilizable en cuanto a grandes responsabilidades, dados su escasa organización y adiestramiento. Realmente tenía razón pero olvidaba algo crucial. Si esos mil kilómetros caminados hubieran sido hechos en camiones, los españoles habríamos tenido tiempo de adiestrarnos. Todo lo que el general alemán reclamaba a las tropas españolas devino de un fallo o una desidia enormes de la Wehrmacht hacia la División, ya desde el principio. En cualquier caso había que comprender al general alemán. Si los muertos españoles ascendían a mil trescientos, las bajas alemanas a esa fecha pasaban de las doscientas mil.

* * *

La tarde se había emancipado tras las ventanas y el salón quedó acosado de penumbra. Alfonso no se percató de que nuestros rasgos estaban difuminados. Al igual que Dionisio, se había ensimismado en algo que nunca moría dentro de él, debatiéndose sin necesidad de comentarios ajenos. Sin duda que estaba viendo a aquellos muchachos azules que desaparecieron en tumbas blancas.

Regresó al presente, se levantó y accionó un interruptor. Un salpicado de estratégicas luces modificó la decoración del salón. Los cuadros y bronces reclamaron su puesto en la belleza de las cosas. Se sentó y nos miró mostrando un gesto de gran melancolía.

—Hitler no quería anexionarse toda Rusia sino la parte a conquistar —continuó Dionisio—, lo que quedara entre una línea teórica entre Arcángel, en el mar Blanco, al norte, y Astrakán, en el sur, junto al Caspio. Toda la Rusia europea, al oeste de los Urales. Más que Europa. Nada menos. Ignoraba que los veinticuatro años de régimen comunista habían sovietizado a la sociedad rusa y la mayoría no estaba dispuesta a ver desgajarse la Santa Madre Rusia.

¿Y qué ocurrió, en realidad? Que el Grupo de Ejércitos Norte, adonde fue a parar nuestra División, quedó detenido en otra línea irregular que bajaba desde Leningrado a Orel, en el sur de Moscú, a cientos de kilómetros de la línea soñada por Hitler. Y en el centro de ese Ejército, la División Azul quedó bloqueada en Novgorod, junto al Voljov. Fue lo más lejos que llegamos hacia el este. La Wehrmacht alcanzó Tichvin aunque fue desalojada un mes después. Ahí quedó frenado el poderío militar alemán y con él nuestra División.

Mencionaba ejércitos, aldeas y batallas como si fuera cosa normal que todo el mundo las conociera. Desde luego, para mí eran nombres desconocidos; propio de mi notoria ignorancia sobre la España reciente, aunque trataba de ponerme al día.

—Sólo el abandono a sangre y fuego de tres miserables aldeas situadas cerca del río Vishera costó más de mil muertos españoles —prosiguió—. Aquí es donde la responsabilidad de Muñoz Grandes es mayor. Por congraciarse con Hitler permitió que el 269 Regimiento y el Batallón de Reserva aguantaran hasta casi su total extinción. Fijémonos en que allí no había ninguna posibilidad de victoria, ninguna ayuda que esperar. Sólo morir por salvar el honor de España. Esa fue la noticia que nuestro general envió al Fürher para conseguir que éste hiciera elogios de la División. Palabras inútiles a cambio de muertos.

No quiero establecer dudas sobre la capacidad militar de Muñoz Grandes, sino a su falta de visión. Años después leí algo que me emocionó sobre el mariscal Von Leeb, jefe del 2.° Cuerpo de Ejército alemán. A primeros de enero del 42 sus tropas se hallaban rodeadas por los rusos, al sur del lago limen. Viendo la imposibilidad de hacer frente al esperado ataque pidió autorización para evacuar la posición. Hitler se lo prohibió, añadiendo que tampoco le enviaría refuerzos. El veterano militar se veía enfrentado a dos responsabilidades: la obediencia hacia su comandante máximo y la obligación hacia sus hombres ante una batalla sin posibilidades. Venció el amor a sus hombres, por lo que presentó su renuncia al Führer.

—Pero era necesario que el Cuerpo de Ejército se mantuviera allí —porfió Alfonso—. No lo entiendes. De lo contrario se abriría un boquete.

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