Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡Alto! —ordenó Malus, y
Rencor
se dejó caer gustoso sobre el camino.
El noble bajó con dificultad de la silla. Tenía la cara y las manos llenas de polvo y suciedad, y llevaba el pelo lacio atado sobre la nuca con una simple tira de cuero. Curiosamente, las runas que Nagaira le había pintado en la piel se mantenían nítidas e indelebles. Daba la impresión de que por más que se frotara no se podían desdibujar sus líneas definidas y negras. Esa idea le producía desazón.
Malus hizo señas a la autarii y a sus compañeros. La había enviado al frente con los exploradores más que nada para quitársela de encima. Cuando la tenía cerca acechaba como un espectro vengativo, observándolo cuando creía que no la estaba mirando. Cerca de él, Eluthir y Gaelthen también desmontaron y se unieron a él. Tennucyr permaneció montado, vigilando a la división.
—Muéstramelo —dijo el noble, arrodillándose en la tierra al lado del camino—. Dibuja un mapa.
La chica se puso graciosamente en cuclillas y sacó un cuchillo largo. Le echó una mirada extraña por encima de la punta del arma y empezó a trazar líneas en el suelo.
—Al otro lado de la colina, más allá de donde el camino pasa por campos bordeados de bosques —dijo mientras dibujaba—. A menos de un kilómetro más adelante hay ruinas a ambos lados del camino. Los hombres del Hag esperan allí, cortando leña y clavando postes en la tierra.
—Postes — repitió Malus mientras estudiaba el mapa de la autarii—. Es probable que estén clavando estacas para los caballos. ¿Has visto algún nauglir?
—¿Parientes de los dragones? —preguntó la chica—. No, sólo caballos y lanzas.
El noble asintió con aire pensativo. Eluthir echó un buen trago de una cantimplora y miró a su señor.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Un grupo de avanzada — dijo Malus—. Exploradores de caballería y encargados de avituallamiento enviados para establecer un campamento para el grueso del ejército, lo que quiere decir que el ejército del Hag está cruzando el vado mientras estamos aquí hablando.
El noble estudió el mapa tratando de no hacer caso al dolor sordo de cabeza que le hacía palpitar las sienes. No habría manera de acercarse a las ruinas siguiendo el camino sin ser vistos, y estaba seguro de que el grupo de avanzada tendría al menos algunos ballesteros montando guardia.
Echó una mirada hacia el contorno de los bosques.
—¿Hay pistas aceptables en estos bosques?
—Senderos de caza —dijo la joven con un escalofrío—. No nos hacen mucha falta.
—Pero ¿podrían circular por ellos los nauglirs?
—Sí —dijo la autarii tras una pausa.
Malus volvió a estudiar el mapa un instante, tratando de ver si se le escapaba algo. Si conseguían atacar al ejército enemigo cuando estaba cruzando el río, podían causar una verdadera carnicería, pero tendrían que moverse con rapidez, y primero habría que derrotar al grupo de avanzada.
Comprobó el mapa una vez más e hizo un decidido gesto afirmativo.
—Bien —dijo, poniéndose de pie—. Eluthir, montad y recorred el camino hacia atrás lo más rápidamente que podáis.
Fuerlan y el resto del ejército deben estar a menos de dos kilómetros por detrás de nosotros. Decidles que el ejército del Hag está cruzando en este momento el vado del Aguanegra y que deben venir a toda velocidad.
—En seguida, mi señor —dijo Eluthir, y corrió hacia su cabalgadura. Gaelthen vio cómo se marchaba y se volvió hacia Malus—. ¿Qué vamos a hacer mientras tanto?
Malus se encogió de hombros.
—Los hombres no han descansado en varios días y no tienen nada que comer más que bizcochos y agua; el enemigo nos supera en número y tiene una firme posición defensiva. —Se volvió al viejo caballero—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Atacar.
Los nauglirs no eran criaturas sigilosas. Aunque demasiado cansados como para hacer algo más que lanzar gruñidos irritados a sus cuidadores, el largo desfile de gélidos por el estrecho camino de caza iba acompañado de un constante crujir de ramas y conmoción de la maleza. Cada ruido sonaba a los oídos de Malus como un trueno mientras los caballeros pretorianos se abrían camino a través del espeso boscaje. Al igual que el resto de la división, el noble iba andando junto a su gélido, sujetándolo firmemente por las riendas. Desde su puesto cerca de la cabecera de la columna lo único que podía ver eran árboles y densos arbustos alrededor. Hasta donde sabía, el enemigo podía estar a pocos metros de distancia, pero se aferraba a la endeble esperanza de que si él no podía oír las actividades del campamento enemigo, era probable que éste tampoco pudiera oír el paso de los caballeros.
Por delante de Malus, el gélido de Gaelthen se detuvo bruscamente y se sentó sobre los cuartos traseros. Malus tiró levemente de las riendas de
Rencor
.
—¡Alto! —dijo en voz queda, y el nauglir se detuvo.
El caballero que lo seguía en la fila repitió la orden a su cabalgadura y lo mismo fueron haciendo los que venían detrás.
Llevaban casi tres horas abriéndose camino por el bosque y las sombras que proyectaban los árboles empezaban a alargarse. Imaginó al grueso del ejército de Fuerlan avanzando a gran velocidad por el camino, ansioso de enfrentarse al enemigo. Si los caballeros no salían del bosque y despachaban rápidamente al grupo de avanzada, el ejército debería lanzar un asalto frontal contra el campamento que impediría su acceso al vado.
Un trío de figuras cubiertas con capas, se deslizó por el sendero hacia Malus con las ballestas preparadas. Los autarii no prestaban atención a los inestables gélidos y, de hecho, los nauglirs no parecían reparar en los espectros. Malus sabía que la figura que abría la marcha era la chica con la voz de muerta y los inquietantes ojos. Alzó la mano y se levantó el yelmo del dragón alado ante la proximidad de los exploradores.
Los espectros llegaron hasta Malus y se pusieron en cuclillas. Eso era lo más parecido a un saludo respetuoso que los clanes de las colinas parecían capaces de hacer. La joven autarii se echó atrás la capucha, y Malus se sorprendió al ver que su rostro pálido estaba arrebolado y sus ojos violeta relucían de excitación. Se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en las rodillas, y Malus se dio cuenta de que sus delgadas manos estaban manchadas de sangre reciente.
—Hemos pasado por el campamento del enemigo — dijo casi sin aliento.
—¿Y saben ellos que estamos aquí? —preguntó Malus. La chica se encogió de hombros.
—Han oído el ruido, pero no saben qué pensar. Son tontos criados en ciudad — dijo con desdén—. Vuestras lanzas han aparecido sobre la cresta de las montañas, y eso es todo lo que les preocupa.
Malus asintió. Le había dicho a lord Ruhven que le diera dos horas para situar a los caballeros y que, a continuación, hiciera marchar a la primera división superando la cresta de las montañas para situarse a la vista. Sus órdenes a Ruhven habían sido claras: no debía atacar, sólo llamar la atención del enemigo. Era de esperar que no se le ocurriera nada raro cuando se diera cuenta de que los caballeros llegaban con retraso.
—¿Tiene el enemigo exploradores en los bosques?
El noble se sorprendió al ver una verdadera sonrisa en el rostro de la joven.
—Ya no —respondió, sacando de debajo de su capa un puñado de cueros cabelludos recién cortados—. Autariis del clan de la víbora de la roca, casi tan ciegos y sordos como la gente de ciudad. —Los otros dos espectros acompañaron sus palabras con una divertida risita sibilante.
—¿Cuánto más debemos avanzar antes de volver al camino?
—No mucho —respondió la chica—. Aproximadamente, cien metros. Hay un campo oculto por una revuelta del camino.
Malus asintió volviendo a ponerse el yelmo.
—Bien. Pongámonos en marcha.
Los espectros se pusieron de pie al unísono y volvieron línea arriba. En pocos instantes, el gélido de Gaelthen se levantaba, y la columna se puso otra vez en movimiento.
Diez minutos más tarde, el bosque empezó a ralear, y Malus pudo ver un prado de hierba entre los árboles. Poco después,
Rencor
estaba trotando con avidez por la hierba marrón pisoteada. Tal como había dicho la exploradora, el campo estaba oculto de las ruinas situadas al norte por un bosquete que les permitiría formar sin que los vieran.
Malus detuvo a
Rencor
y se montó en la silla.
—Formad en columnas —les fue diciendo en voz baja a cada uno de los caballeros cuando surgían de entre los árboles—. Nada de cuernos, ni estandartes, ni lanzas.
Hacia el oeste, el cielo estaba nublado y presentaba un tono gris matizado de púrpura. Pasaron algunos minutos antes de que los caballeros pretorianos hicieran marchar a sus cabalgaduras y se formaran en compañías por columnas. Malus estaba oído alerta, temeroso de detectar el menor sonido de trompetas al norte cuando las tropas de Fuerlan aparecieran en escena con diez minutos de adelanto.
Después de lo que pareció una eternidad, la división estuvo formada y lista para emprender la marcha. Malus espoleó a
Rencor
, que inició el trote y se encaminó al frente de la columna. Los autarii esperaban acuclillados, mostrándose las cabelleras capturadas los unos a los otros. Se incorporaron al acercarse el noble.
Malus sacó la espada, una hoja de doble filo, pesada y recta, forjada al estilo arcaico del interior del país, y apuntó hacia la línea de árboles que había al otro lado del camino.
—Ocupad posiciones allí con toda la tropa — dijo—. Disparad sobre cualquier enemigo que trate de huir hacia el camino.
La joven fijó en Malus su mirada enigmática.
—No escaparán —dijo antes de echar a correr y perderse entre las sombras de los árboles seguida por sus hombres.
Malus la observó mientras se marchaba, sin entender todavía por qué le producía ese desasosiego. Encontraría razones para mantenerla en una posición muy adelantada junto con el grupo de exploradores hasta que llegaran a Hag Graef. En cuanto se hubieron ido, Malus hizo girar a
Rencor
y se dirigió a los caballeros.
—Que nadie use la espada hasta que yo lo ordene. En cuanto empiece el combate, matad a cuanto hombre se os ponga por delante.
Un murmullo feroz recorrió las filas. Por un momento, Malus se vio embargado por el poder de las fuerzas armadas reunidas en el campo que esperaban una orden suya. Casi le hizo olvidar el hecho de que estaba a punto de emprender una guerra contra su propia ciudad. «A ver si, de repente, te vas a volver débil y sentimental — se dijo—. ¿Hay en todas estas tierras alguien de quien puedas decir que es pariente tuyo? Has matado al vaulkhar de Hag Graef, y todos están en tu contra. Sólo puedes elegir entre huir... o combatir.»
Malus alzó la espada.
—
¡Sa'an'ishar!
¡Avanzad en columnas!
Un movimiento ondeante recorrió las filas cuando la larga columna de jinetes empezó a moverse. Malus se puso al frente, conduciendo a los caballeros hacia la carretera y girando a la derecha, aproximándose a las ruinas desde el sur. Tan pronto como la vanguardia de la columna dobló hacia la carretera, Malus se volvió en la silla.
—¡Soldados de la guardia! —gritó—. ¡Adelante al galope!
Como un solo hombre, los caballeros acorazados clavaron las espuelas a sus cabalgaduras y los enormes animales dieron un salto adelante cogiendo velocidad. Malus y la primera fila de caballeros no tardaron en llegar a la curva del camino, y el noble se hizo rápidamente una idea de la escena que tenía delante.
Las ruinas podrían haber sido antiguamente una aldea, o un puesto de refresco para los soldados que viajaban hacia el norte, pero ahora no eran más que montones de piedras sobre desdibujados cimientos de las construcciones. Los restos se extendían a lo largo de cincuenta metros o más a uno y otro lado del camino, en un punto donde el bosque formaba un claro y permitía una buena perspectiva tanto hacia el norte como hacia el este y el oeste. Desde la posición de Malus, las ruinas blancas y grises se veían erizadas de hombres cubiertos con negras armaduras, dispuestos todos ellos en una delgada línea de compañías de lanceros que miraban al norte. Una compañía reforzada de lanceros bloqueaba el camino en formación cerrada, como si fuera un tupido bosquete de lanzas de punta reluciente que apuntaba a la densa formación de tropas dispuesta en la cresta de las montañas al norte. Las tropas del Arca Negra estaban formadas para la batalla, fuera del alcance de los ballesteros, pero dispuestas a lanzarse ladera abajo sobre las ruinas en cuanto se les diera la orden. Lord Ruhven había hecho que primase la discreción sobre la temeridad y parecía dispuesto a mantener a sus hombres en la posición que ocupaban hasta la caída de la noche si fuera necesario.
Al sur de las ruinas, una fuerza de caballería enemiga esperaba en formación relajada, a modo de fuerza de reserva para lanzar un contraataque en caso de un asalto al campamento. Los nauglirs captaron en el aire el olor a tanto caballo y apuraron la marcha. En cierto modo, las hambrientas bestias de guerra decidieron por él la táctica que debían seguir: mejor aplastar primero a la caballería, capaz de actuar con rapidez, y atrapar a las compañías enemigas de lanceros dentro de las ruinas. Podía ordenar a los hombres de Ruhven que atacasen desde el otro lado si era necesario, y hacer polvo al enemigo entre ambos.
A escasos cien metros más adelante, gran parte de la caballería se volvió ante el retumbo de las pesadas bestias sobre la carretera. Una ovación desigual partió de ese cuerpo del ejército al pensar que, por fin, llegaban las primeras unidades del grueso de su ejército. Malus hizo un gesto feroz y dejó que sus fuerzas se aproximasen más. Cuanto más pudieran acercarse sin que les presentaran resistencia, tanto mayor sería el impacto de su carga.
Sesenta metros, cincuenta. Allá al frente vio Malus que un grupo de jinetes se separaba de la formación y salía a recibir a los caballeros que llegaban. Probablemente fuera el comandante de la caballería, incluso tal vez el propio comandante del grupo de avanzada, decidido a poner a los recién llegados al corriente de la situación. El que iba al frente era un noble alto, aristocrático, con una ornamentada armadura y una capa de piel de dragón que ondeaba al viento. Malus apretó la empuñadura de su espada y decidió que aquél iba a ser su primer objetivo.