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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (28 page)

BOOK: Devorador de almas
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—¿Y después? —preguntó Malus cada vez más intrigado por el plan de Calamidad.

—Para entonces, Hag Graef habrá reunido a sus fuerzas y las habrá sacado al campo —dijo Calamidad—. Los hombres de Lurhan siguen ávidos de venganza y los miembros de su guardia personal son hombres poderosos. Isilvar tendrá que actuar para no parecer débil, de modo que deberá reunir la fuerza más poderosa que pueda conseguir en muy poco tiempo y enviarla hacia el norte. Lo único incierto a estas alturas es si Isilvar liderará personalmente al ejército o delegará el mando en otro general.

—No lo hará personalmente —declaró Malus. Aun a su pesar, se daba cuenta del gran potencial de la estrategia de Calamidad—. No tiene fama como líder guerrero y su poder en Hag Graef será todavía demasiado débil. Lo más seguro es que se quede en casa para mantener a raya a sus rivales y aprovechar cualquier victoria conseguida contra las fuerzas del arca.

—Magnífico —dijo Calamidad con gesto de aprobación—. Entonces, mientras Isilvar se encuentre todavía en el Hag provocando enfrentamientos políticos con sus rivales, gran parte de las fuerzas de que dispone caerán en las garras de nuestro ejército, una fuerza muy superior a la que el vaulkhar o su general pueden esperar. —El puño del Señor Brujo cayó sobre la línea oscura del río Aguanegra—. Aplastaremos a las fuerzas enemigas decididamente, y luego marcharemos sobre Hag Graef. Cuando Isilvar se entere de la destrucción de su ejército, estaremos a las puertas de la ciudad, y cuando el drachau y los rivales de Isilvar se echen encima del señor titular de la guerra con motivo de su primera derrota, tomaremos por asalto la ciudad.

Los lores reunidos se miraron entre sí con una mezcla de aprehensión y ansia de batalla. En caso de funcionar, el plan les acarrearía gloria y riquezas inimaginables. No obstante, si resultaba un fracaso, sus cabezas cortadas alimentarían a los cuervos en las almenas de Hag Graef. Uno de los lores más viejos expresó sus dudas con palabras.

—Vuestro plan es fulminante y osado —dijo el druchii—, pero acaba con el asedio a una de las más poderosas de las seis ciudades. Cada día que pasemos acampados al pie de la muralla, será otra jornada para que los dispersos nobles del Hag reúnan un ejército para acudir en auxilio de la ciudad.

Ante eso, Calamidad se reclinó en su asiento de ébano espinoso y le dedicó al hombre una sonrisa felina.

—No habrá asedio, lord Dyrval. La bruja Nagaira se ocupará de eso.

Todos los ojos se volvieron hacia la sombría figura situada junto al hombro de Fuerlan. El hijo de Calamidad bebió un sorbo de vino mientras reía entre dientes.

Fue Malus quien rompió el silencio resultante.

—¿Y cómo derribará mi estimada hermana las puertas de la ciudad? —inquirió.

—Cada cosa a su tiempo, lord Malus —respondió el Señor Brujo—, cada cosa a su tiempo. —Calamidad alzó su copa vacía y echó una mirada a sus hombres mientras un esclavo se la volvía a llenar—. Ocupémonos ahora de quién va a conducir nuestras banderas a la guerra.

Todas las demás preguntas que pudieran tener pendientes los lugartenientes de Calamidad se desvanecieron cuando el Señor Brujo se dispuso a nombrar a los hombres que irían al mando de las divisiones del ejército del Arca Negra en el campo. Era una tradición muy antigua que el señor de la guerra de una ciudad asignara puestos dentro de un ejército a los hombres que considerase más dignos y capaces. Por lo general, esto significaba que al mando del ejército estarían los aliados y los favoritos políticos, cuyas fortunas estaban ya estrechamente vinculadas al propio señor de la guerra. Esas personas tenían asegurada una parte sustancial del botín y de la gloria si el ejército salía victorioso, de modo que la competencia por esas posiciones era naturalmente fiera. Puesto que el Arca Negra era demasiado pequeña para tener un vaulkhar propio, el privilegio de asignar rangos correspondía al propio Calamidad. Malus cruzó los dedos, pensativo, y se dispuso a tomar nota de aquellos cuyos favores tendría que granjearse y de aquellos de los que tendría que cuidarse en los días y semanas venideros.

—Según nuestros heraldos, nuestras tropas reunidas se componen de siete banderas de infantería y cuatro banderas de caballería, además de una bandera de caballeros pretorianos y un escuadrón de exploradores autarii —empezó el Señor Brujo—. La infantería se formará con tres divisiones de dos banderas cada una, y una bandera se mantendrá en reserva. La caballería se formará con una sola división, lo mismo que los caballeros pretorianos.

Malus asintió para sí. Era una organización bastante estándar de las fuerzas. Junto con el capitán obligatorio a cargo del tren de equipajes y de la artillería, eso significaría seis puestos de rango en el ejército que formaría el estado mayor del general. Un rápido recuento de los presentes en la cámara daba como resultado que tres nobles además de él pasarían a formar parte de los soldados rasos, siempre y cuando ninguno de los elegidos por Calamidad no «cayera enfermo» de la noche a la mañana.

—Al mando del tren de artillería y equipaje irá lord Esrahel —declaró Calamidad, y el mayor de los lores reunidos apretó los dientes e inclinó la cabeza respetuosamente, sin quejarse—. Al mando de las tres divisiones de infantería estarán los lores Ruhven, Kethair y Jeharren.

Ruhven aceptó su asignación con gesto grave, mientras que Kethair y Jeharren, ambos mucho más jóvenes, sonrieron con entusiasmo e hicieron una profunda reverencia a su señor.

—Al mando de la caballería irá lord Dyrval —dijo Calamidad, y el noble a punto estuvo de dar un salto en su asiento con los ojos como platos por la sorpresa.

Muchos de los demás lores reunidos se intercambiaban miradas inquisitivas, pero no decían nada. Por su parte, Calamidad mantuvo el tono de voz, pero en sus ojos había una advertencia cuando miró a Dyrval. Malus consideró las reacciones. «Parece ser que Calamidad le está dando a Dyrval la oportunidad de redimirse por algún error del pasado —pensó—. El Señor Brujo debe de tenerlo en muy alta estima para darle un puesto tan codiciado», concluyó Malus. Eso era algo que debía tener en cuenta.

Quedaba el mando de los caballeros pretorianos, un puesto que prometía todavía menos riquezas que el de capitán del tren de equipajes, que al menos podía esperar una saludable porción de oro del tesoro del propio ejército. Sin embargo, lo que el puesto perdía en beneficios materiales lo ganaba en prestigio, ya que el capitán de los caballeros era el subcomandante del ejército y podía formar alianzas con muchos nobles de alto rango durante el curso de la campaña.

Malus contempló a Fuerlan al otro lado de la mesa y trató de ocultar su disgusto. Cabían pocas dudas de a quién otorgaría Calamidad el puesto y quién tenía todas las probabilidades de ser su inmediato superior en el ejército. Estaba absorto en sus pensamientos, maquinando todas las maneras posibles de asesinar al hombre sin armar alboroto cuando Calamidad hizo su anuncio y se vio arrancado de sus planes al saltar ultrajados varios de los lores.

—¡Esto es un insulto! —gritó el de más edad—. Mi familia ha servido al arca con honor durante siglos.

—¡Y la mía también! —gritó otro noble, cuya cara estaba marcada por años de campaña—. ¡No podéis hacer esto, mi señor!

—¿Que no puedo? ¿Decís que no puedo? —dijo Calamidad, alzando airado el tono de su voz—. ¡Es mi derecho como Señor Brujo asignar los rangos a quien me plazca... y matar a los que se opongan a mí!

Hubo un roce de aceros cuando guerreros armados surgieron de entre las sombras con las manos en las empuñaduras de sus espadas, y los lores airados volvieron a hundirse en sus butacas ante la amenazadora presencia de la guardia personal del Señor Brujo.

—Es un jinete experto y criador de nauglirs y un feroz guerrero por derecho propio. No tengo duda de que servirá adecuadamente como capitán de los caballeros —les dijo Calamidad a sus lores con voz ronca. Luego se volvió hacia Malus—. ¿Y vos qué decís? ¿Aceptáis el puesto?

Malus vaciló apenas un instante.

—Es un gran honor, mi señor —dijo, poniéndose de pie y haciendo una profunda reverencia—. No os fallaré ni a vos ni a vuestro ejército, mi señor.

—Por supuesto que no —replicó Calamidad—. Vuestra vida depende de ello, después de todo. —La sonrisa del Señor Brujo no contribuyó en nada a reducir el peso de su advertencia—. Además, estaréis al frente de los exploradores del ejército. ¿Tenéis algún problema con los autarii?

—En absoluto, mi señor —respondió—. ¿Tendrán ellos problema en trabajar conmigo? Eso es harina de otro costal. ¿Es por eso por lo que me habéis asignado este puesto?

—Entonces, sólo queda un puesto que asignar —dijo Calamidad.

Los señores, Malus incluido, intercambiaron miradas confundidas. Lord Ruhven fue el que habló por todos.

—Si no me equivoco, todas las divisiones han sido asignadas.

—Así es, pero todavía no ha sido nombrado el comandante del ejército —dijo el Señor Brujo—. El comandante general será mi hijo, Fuerlan.

El obstinado silencio que sobrevino tras la declaración de Calamidad era todo lo que Malus necesitaba saber sobre la reputación de Fuerlan en el arca. Varios de los lores empalidecieron al oírlo. El hijo de Calamidad tomó nota del desasosiego generalizado y rió estentóreamente, derramando el vino de su copa.

Lord Esrahel, el capitán del equipaje, miró alternativamente al hijo y al padre.

—Seguramente a mi señor le apetecería ser comandante del ejército en vísperas de una victoria tan definitiva —empezó a decir.

El Señor Brujo negó con la cabeza.

—Me basta con haber sentado las bases para la humillación de Uthlan Tyr —dijo—. Mi hijo gobernará el Hag en mi nombre, de modo que lo adecuado es que vaya al frente del ejército que va a conquistarlo.

Era una jugada inteligente, Malus tuvo que admitirlo. Hacer que el hijo idiota de Calamidad tomase la ciudad no hacía sino aumentar la humillación de Tyr, y por extensión, también la de Malekith. «Y a mí me ha puesto en situación de garantizar su éxito —pensó el noble sombríamente—, o de ser el chivo expiatorio si fracasa.»

Calamidad se volvió hacia su hijo.

—¿Tenéis algo que decir a vuestros hombres, general?

Fuerlan se llevó la copa a los labios y la vació de dos ruidosos tragos lanzándola al suelo a continuación. Un delgado hilo de vino corrió por el borde de una delgada cicatriz que tensaba la comisura del labio inferior. Se limpió la boca con el dorso de la mano enguantada y dedicó una sonrisa vacía de alegría a los lores.

—No se me dan bien las palabras, mi señor — dijo con una risa aguda—. Deberá bastar con los hechos.

Miró a Malus con un profundo odio en sus ojos negros.

—Marchamos al amanecer, lord Malus —siseó—. Un minuto de demora y os haré azotar delante del resto del ejército. ¿Está claro?

Malus inclinó la cabeza.

—Perfectamente, general —dijo a su vez con una sonrisa gélida.

En ese preciso momento se dio cuenta de que uno de los dos moriría antes de que acabase la campaña.

—Entonces, es mejor que todos os pongáis a trabajar —declaró Fuerlan—. Reunid al ejército en la Gran Puerta una hora antes del amanecer para pasar revista. Nos veremos allí.

Los lores se removieron incómodos, repasando mentalmente la empresa épica que tenían ante sí. Esrahel se volvió hacia Calamidad. El capitán de equipaje ya parecía ojeroso y cansado.

—¿Tenemos permiso para retirarnos?

Calamidad asintió.

—El consejo ha terminado. Que la Madre Oscura cabalgue con vosotros y retribuya vuestro odio con venganza y victoria.

Los nobles se pusieron de pie silenciosamente. Malus hizo lo propio, moviéndose como en un sueño. En su cabeza se agolpaban cientos de preguntas. ¿Cómo iba a conseguir que un ejército de miles de hombres estuviera listo para marchar en el plazo de doce horas si ni siquiera sabía dónde estaban acampadas las compañías y mucho menos quién estaba al mando de ellas? Podía sentir los ojos de Fuerlan fijos en él mientras abandonaba pesadamente la cámara.

La perspectiva de ser flagelado delante de miles de hombres lo llenaba de rabia, pero sabía que no tenía sentido pensar en ello. Fuerlan iba a encontrar formas de atormentarlo y humillarlo hiciera lo que hiciese, al menos eso estaba claro. Era preferible desde todo punto de vista centrarse en la campaña que tenía entre manos y buscar ocasiones para orquestar la desaparición del joven general.

La antecámara que había a la salida de la sala del consejo estaba sorprendentemente atestada. Oficiales jóvenes del ejército se habían reunido allí como cuervos a la espera de órdenes de sus señores. Mientras Malus trataba de abrirse camino entre la multitud, oyó la voz de su hermana que lo llamaba.

—Un momento, querido hermano —dijo Nagaira—. Tengo un presente para ti.

Al volverse encontró a su hermana de pie a un lado de la puerta de la cámara del consejo, acompañada por un trío de lores con armadura y dos druchii encapuchados. Conteniendo su irritación, sonrió.

—¿Vino envenenado, tal vez, o una víbora dentro de una bolsa? ¿Algo que ponga fin a mis sufrimientos?

Una vez más sintió la sonrisa de la bruja.

—Tal vez —respondió Nagaira—. Un lord, especialmente uno de tu posición, necesita una guardia bien preparada para desempeñar sus funciones —la mujer abarcó con un movimiento de su pálida mano al grupo que la acompañaba—, de modo que te ofrezco a estos guerreros, todos ávidos de gloria y dispuestos a servir.

«Y a espiarme, sin duda — pensó Malus—. O a apuñalarme en sueños si ése es tu deseo.»

—Nada me complacería más — dijo con tono lacónico.

Nagaira señaló al primer lord.

—Lord Eluthir es un joven caballero de una antigua familia. Es un buen jinete y promete ser un luchador tenaz a tu servicio.

El joven lord, que llevaba una armadura destartalada y se cubría con una pesada capa de piel de oso, saludó a Malus con una profunda reverencia. Llevaba el pelo negro y largo peinado en una trenza y sujeto con un par de huesos de dedos dorados, y sus facciones eran agudas e inquisitivas como las de un zorro.

El segundo lord era un hombre de más edad, algo calvo y lleno de cicatrices, con un burdo ojo postizo de vidrio rojo que emitía un brillo apagado dentro de su cuenca derecha. Hizo una breve reverencia cuando Nagaira se volvió hacia él.

—Lord Gaelthen es un guerrero respetado y reconocido, que conoce de nombre a todos los caballeros de las familias del arca. Ha participado en muchas batallas contra Hag Graef y es famoso por el odio que siente por nuestra antigua patria.

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