Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Los jinetes giraron a la izquierda en la plaza y fueron abriéndose camino entre la multitud, hasta que llegaron a una rampa amplia e iniciaron un sinuoso ascenso hacia las sombras. Había otro grupo de guardias al inicio de la rampa que cobrara peaje a los druchii que subían o bajaban por el camino. Los sirvientes y los nobles que iban a pie pagaban a los guardias por el uso del túnel, lo cual, según sospechaba Malus, era otro recurso para evitar que las masas se desplazaran de un lugar a otro de la ciudad. Los soldados echaron una mirada a lord Tennucyr y a sus hombres, y rápidamente despejaron el camino para permitir que la columna pasara con comodidad.
Cabalgar por el camino curvo no era muy diferente de subir la escalera de caracol de una torre druchii, sólo que superar cada nivel llevaba casi media hora. Malus los iba contando. Habían pasado seis cuando los jinetes se detuvieron de golpe y Tennucyr hizo circular hasta el final de la línea una serie de órdenes. El noble oyó que el caballero que iba montado a su lado asentía con un gruñido y, a continuación, apartaba su montura de la columna.
Malus mantuvo los ojos entreabiertos y vio que atravesaban una pequeña plaza desierta para entrar después en un pasadizo mal iluminado, que se iba internando en la roca. Unos pies grandes golpeaban la piedra detrás de ellos, acompañados por el rítmico tintineo de una pesada cadena. Malus se arriesgó a echar una rápida mirada hacia atrás y vio a
Rencor
, que era conducido tras él, despojado de sus arreos, y por primera vez cayó en la cuenta de que Tennucyr tenía en su poder no sólo su espada y su armadura, sino también las tres reliquias que tanto le había costado conseguir. Tuvo que controlar un acceso de pánico. «Sé quién las tiene —se dijo—, y las voy a recuperar, preferiblemente sobre el cuerpo muerto de Tennucyr.»
El pasadizo era tan plano y liso como un camino, y olía a caballo y a nauglir. A su paso veía puertas y ventanas abiertas en la piedra a intervalos regulares. No era muy diferente de recorrer una calle estrecha en una ciudad a una hora avanzada de la noche. En el aire flotaban sonidos familiares: el restallar de látigos y el arrastre de cadenas, gritos y órdenes destempladas, y el rechinar de las puertas de jaulas al cerrarse. Estaba en el barrio de los Esclavistas del arca rodeada por el hielo, donde los mercaderes compraban y vendían su mercancía viva tanto para las torres de los nobles como para las casas de placer.
Siguieron su marcha durante varios minutos, y a medida que se internaban en el barrio, Malus notó que los distintos edificios estaban separados por callejones estrechos y mugrientos, y que las propias estructuras tomaban la forma de fortalezas macizas de gruesos muros. Eran los recintos de los traficantes más prósperos de la ciudad, construidos para alojar a cientos de esclavos y para funcionar como lugar de entrenamiento para los que estaban destinados a los fosos de combate de la ciudad. El nauglir pasó junto a tres de esas imponentes estructuras antes de detenerse frente a una cuarta. Malus observó que la fachada del recinto de los traficantes de esclavos tenía grabados bajorrelieves de escenas de lucha, tal vez para hacer publicidad de famosos guerreros que habían salido de las filas del propietario.
Hubo una repentina sacudida cuando el nauglir se sentó sobre sus cuartos traseros.
Rencor
lo imitó con un ruido de cadenas. Se oyó el crujido del cuero de la silla al desmontar el caballero, y Malus sintió que el hombre lo cogía por la parte trasera del kheitan y lo sacaba a rastras del lomo del gélido como si fuera una bolsa de grano. Cayó al suelo con fuerza suficiente como para quedarse sin aire en los pulmones. Por mucho que lo intentó, no pudo evitar hacerse una bola sobre el camino y boquear para recuperar el aliento.
El guerrero maldijo en voz baja al ver las débiles señales de vida de su prisionero.
—Me vas a costar una botella de buen vino —dijo, dándole un puntapié en la espalda.
Él hombre se acercó a las dobles puertas del recinto y llamó con la empuñadura de su espada. Pasaron largos minutos hasta que se abrió una mirilla en una de las puertas.
—Maese Noros no está aquí —dijo una voz de hombre—. Vuelve más tarde.
—Abre la puerta —gruñó el caballero—. Tengo un prisionero y un nauglir para vender, con los saludos de lord Tennucyr.
—¿El primo del Señor Brujo?
—El mismo.
Hubo un sonoro chasquido al cerrarse la mirilla y, a continuación, el ruido de los goznes al abrirse la puerta. Un druchii flaco y encorvado se asomó tímidamente. Iba cubierto con ropa sucia y con un kheitan pardo descolorido, y llevaba al cinto una porra y un látigo enrollado. El sirviente hizo una reverencia de compromiso al guerrero y dirigió hacia Malus su nariz larga y rota.
—¿Éste? Parece medio muerto.
El guerrero volvió la cabeza y escupió.
—El bastardo tendría que estar muerto del todo, pero es o demasiado mezquino o demasiado necio para entenderlo. Es duro para ser un hombre de ciudad.
—Eso no es decir mucho —dijo el sirviente, poniéndose en cuclillas y entreabriendo uno de los párpados de Malus—. Debería estar camino del féretro en algún lugar —musitó con desdén—. ¿Y qué hay del nauglir?
—¿No lo ves ahí, estúpido?
—¿Esa enanez? ¿Por quién me tomas? Si maese Noros se encontrara aquí, estaría planteando una cuestión de honor. ¡Es un insulto!
—¿Te parezco un aprendiz de panadero, gusano estercolero? No estoy aquí para regatear contigo. Lord Tennucyr me dijo que trajera este lote a la casa de Noros para venderlo, y aquí estoy.
—Está bien, está bien. No hace falta gritar tanto —dijo el sirviente con tono conciliador. El hombre volvió arrastrando los pies hasta la entrada y lanzó un agudo silbido—. Suéltalo —le dijo al guerrero.
—¿Por qué?
—Quiero ver si tiene fuerza suficiente para tenerse de pie. Si no puede, sólo sirve como alimento para los nauglirs.
Malus permaneció absolutamente quieto mientras el guerrero sacaba su cuchillo y se agachaba para cortar las ataduras de los tobillos y las muñecas del noble. Por un momento, pensó que había llegado su oportunidad, pero cuando recuperó la libertad de movimientos ya había dos musculosos esclavos humanos en la puerta del recinto. Lo cogieron por los brazos y lo pusieron de pie como si fuera un muñeco. Malus les dedicó un débil gruñido y dejó descansar gran parte de su peso sobre ellos mientras el sirviente lo estudiaba con ojo crítico.
Era evidente que el hombre de maese Noros no estaba impresionado, pero al cabo de un momento suspiró.
—Está bien —dijo—, pero sólo como un favor a tu señor. Entra y llegaremos a una cifra. —Se volvió hacia los esclavos y señaló la puerta con la cabeza—. Llevadlo dentro y mareadlo, y a continuación, arrojadlo con el resto de los despojos.
Los humanos gruñeron a modo de respuesta y arrastraron a Malus hacia el interior del recinto del traficante. Atravesaron un gran salón lleno de relucientes columnas de mármol provistas todas ellas de grilletes de plata brillante para exponer la mercancía. Malus se sorprendió al ver que las propias columnas eran totalmente decorativas. De hecho, ni siquiera había un techo que sostener. Al mirar hacia arriba vio que las paredes de la sala eran anormalmente altas, pero que más allá no había nada más que sombras y sólo se adivinaba el techo de una caverna a unos cinco metros más arriba.
Un poco más lejos de la sala de exposición se abría una galería larga y estrecha, desde la cual podía verse una serie de salas de entrenamiento. En cada una de ellas, había una o más parejas de esclavos, a los que les enseñaban técnicas de combate en foso unos ceñudos instructores druchii. Al pasar por una de las salas, Malus oyó un grito horrible; uno de los instructores estaba demostrando las diferentes maneras de dejar incapacitado a un adversario y para ello cortaba los tendones de un decrépito esclavo humano. «Eso es lo que hacen con los despojos», pensó Malus con amargura.
En el extremo de la galería había una imponente puerta de hierro. Uno de los esclavos sacó un llavero de su cinturón, quitó el pestillo de la puerta y abrió la pesada hoja. Al otro lado, había otro pasadizo, flanqueado éste por los barrotes de hierro de numerosas jaulas de gran tamaño. Cientos de pares de ojos siguieron el paso de Malus y de los esclavos hacia una pequeña habitación que había al final. Al noble se le aceleró el corazón con el olor a carbón encendido y a hierro candente.
Dentro de la habitación, sentado ante una pequeña mesa, había un druchii con muchas cicatrices que repasaba unos libros y garabateaba notas en una hoja de grueso pergamino. De las paredes de la habitación colgaban estacas y látigos, y en un rincón había un pequeño brasero. El hombre miró a Malus con expresión ceñuda cuando los esclavos lo acercaron a la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó con desprecio.
—Más despojos, señor —musitó uno de los esclavos—. Maese Lohar quiere que lo marquen.
La cara estragada del druchii reflejó incredulidad.
—¿Ha dado dinero por esto? Noros lo desollará vivo —dijo, y a continuación salió de detrás de la mesa y se acercó cojeando al brasero—. Tendedlo sobre la mesa —dijo con aire distraído—, pero tened cuidado con los libros.
Antes de que Malus pudiera darse cuenta, los hombres le habían doblado los dos brazos sobre la espalda y se encontró tendido boca abajo sobre el escritorio. Uno de los esclavos le puso una manaza entre los hombros y lo sujetó para que no se moviera, mientras que el otro lo cogía por el pelo y le hacía volver la cabeza para que quedara descubierta una de sus mejillas. Sintió el contacto del pergamino seco sobre la cara y percibió el olor acre de la tinta. Un pequeño cuchillo, de los que se usan para afilar las plumas, estaba a pocos centímetros de su cara, pero para el caso hubiera dado lo mismo que estuviera al otro lado del Mar Frío.
Malus tensó el cuerpo, tratando de apartarse de la mesa, pero no pudo moverse ni un centímetro. Fugazmente le pasó por la cabeza la idea de pedir ayuda aTz'arkan. pero la desechó con rabia. Si el maldito demonio no lo había ayudado cuando estaba a punto de morir en el Camino de la Lanza, ¿por qué habría de compartir con él su fuerza en ese momento?
Se oyó un silbido cuando el druchii retiró el hierro de las brasas. Una pequeña voluta de humo salió del símbolo al rojo vivo de una medialuna, evidentemente la marca de la casa de Noros. El druchii estudió la marca atentamente e hizo un gesto de aprobación.
—Ahora no dejéis que se mueva, como pasó con el último —recomendó el hombre, que se acercó a la mesa cojeando—. Si llega a estallarle un ojo me estropeará los documentos.
El hierro candente descendió hacia la cara de Malus brillando como un sol furioso. En el último momento, Malus cerró los ojos y dio un grito antes de levantar el pie izquierdo y golpear con el talón la rodilla del esclavo que tenía a su lado. El humano dejó escapar un grito de sorpresa y de dolor al doblársele la pierna y caer hacia adelante, de modo que se puso en el camino del hierro de marcar. El metal al rojo vivo lo alcanzó en el hombro y el grito de dolor del esclavo se transformó en alarido de agonía al prenderse fuego su ropa. El pánico se adueñó de él, y soltó a Malus para tratar de apagar el fuego con sus manos. El noble echó mano al cuchillo que estaba sobre la mesa y se volvió de lado; lanzando una cuchillada hacia atrás, clavó el arma hasta la empuñadura en la garganta del otro esclavo. La sangre brillante se vertió sobre Malus y sobre el atónito druchii esclavista cuando el hombre cayó inerte.
Malus se apartó de la mesa y cambió de mano el cuchillo ensangrentado. La hoja no tenía ni diez centímetros, lo cual no hacía de él una arma muy temible. El esclavista se recuperó de la conmoción inicial y avanzó hacia el noble, blandiendo el hierro de marcar a modo de arma. El metal tenía todavía un brillante color cereza, más que suficiente para achicharrar la carne al menor contacto.
El esclavista se acercó más, apuntando a la cara y el pecho de Malus con el hierro. El noble retrocedió, zigzagueando a derecha e izquierda, pero cada vez que trataba de pasar por el lado del esclavista, éste le ponía el hierro delante de la cara. El hombre lo miró con sonrisa desdeñosa, y Malus le dio la vuelta al cuchillo y, cogiendo la punta con dos dedos, lo arrojó contra la cara del hombre, que lo esquivó con facilidad, pero eso le dio tiempo para volverse y lanzarse hacia la pared más próxima. El esclavista lanzó una exclamación sorprendida y corrió tras él, pero no pudo impedir que Malus se apoderara de una pesada porra de roble que pendía de un gancho. Giró sobre un talón y con un poderoso empujón le dio un buen golpe al esclavista en la sien. Hubo un crujido de hueso roto, y el hombre de las cicatrices cayó al suelo con un gemido.
Para entonces, ya había gran alboroto en las jaulas que estaban fuera de la habitación. Esclavos de todas las razas se agolpaban ante los barrotes y gritaban, ávidos de sangre. Sacudían las puertas de sus jaulas y hacían un ruido atronador. Malus pensó que eso, sin duda, llamaría una atención que no le convenía. Nada más cierto, ya que al echar una mirada hacia el pasadizo vio a un grupo de guardianes que corrían en su dirección armados con porras.
Pensando con rapidez, Malus buscó en el cinto del esclavista muerto y encontró un aro con pesadas llaves de hierro. A continuación, fue hacia el esclavo al que había acuchillado y cogió el segundo llavero, y los pasó a través de los barrotes de las dos jaulas más próximas.
—¡Abrid las puertas y pasad las llaves a la jaula siguiente! —ordenó con voz imperativa—. Después armaos lo mejor que podáis. ¡Ha llegado el momento de vuestra venganza!
Los esclavos le respondieron con un rugido feroz que hizo brotar en su cara una expresión implacable. Se volvió hacia los guardianes, que todavía estaban a varios metros, y en seguida vio que se habían dado cuenta de lo que había hecho. El noble dio un paso hacia ellos blandiendo su porra y salieron corriendo. Aullando como un lobo se lanzó en pos de ellos. Detrás de él, se abrió la puerta de la primera jaula, y el pasillo retumbó con el ruido de los pies de los que todavía estaban encerrados.
Los guardianes llegaron a la puerta de hierro y la dejaron abierta de par en par en su prisa por escapar. Malus acortó la distancia que lo separaba de los hombres que huían y oyó sus gritos de alarma. Al pasar galería abajo, el instructor druchii que había estado mutilando a hombres indefensos un rato antes salió al pasillo delante de Malus con cara de no entender nada. Malus le dio un golpe con la porra, le rompió la rodilla y lo dejó allí, retorciéndose en el suelo para que lo encontraran los otros esclavos.