Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Al final del tercer día por el Camino de los Esclavistas,
Rencor
captó el olor de los caballos. El cambio en la actitud del gélido arrancó a Malus de su fatigada duermevela e hizo que refrenara a la bestia mientras estudiaba el trazado del camino que tenía delante sí. En la lejanía, siguiendo la curva de la costa, se podían ver las torres cuadradas de Har Ganeth, la Ciudad de los Verdugos. Aunque estaba a leguas de distancia, la sola visión bastó para que un escalofrío lo recorriera de pies a cabeza. Mucho más cerca, tal vez sólo a unas cuantas leguas al otro lado de una serie de suaves colinas, vio la cima de una sola torre estrecha, Vaelgor Keep, una de las docenas de fortificadas torres de información que jalonaban el Camino de los Esclavistas. De la torre salían volutas de humo: «Hogueras —pensó el noble —; suficiente para una numerosa banda de druchii».
La noche se avecinaba. Hacía un rato que había dejado de llover e incluso el plomizo cielo gris se había transformado en nubes rápidas empujadas por un moderado viento del oeste. Las colinas de color pizarra estaban teñidas de un naranja intenso por el poniente, y el Mar Maligno se veía tan oscuro como el hierro. A pesar de lo débil y vacío que se sentía, a Malus se le aceleró el corazón al pensar en que por fin tenía a su presa al alcance. El noble se dejó caer de la silla y empezó a urdir un plan.
Una sola luna llena brillaba contundente y dorada sobre el horizonte oriental, y se destacaba sobre una cortina de jirones de nubes. El viento seguía susurrando desde el oeste, silbando sobre las crestas escarpadas de las colinas de pizarra. Los ruidos del campamento le llegaban a Malus claramente hasta su escondite entre la espesura del lado norte del Camino de los Esclavistas: los hombres hablaban y maldecían mientras jugaban a los dados, o se reían por lo bajo sobre sus copas de vino, sentados en torno a una de las muchas hogueras de vigilancia. Los caballos piafaban, inquietos, en el corral de la torre fortificada y se oía el ruido de las mazas que utilizaban los artesanos para reparar el acero de la armadura y las armas de los huéspedes.
Según los cálculos aproximados de Malus, había por lo menos cien hombres acampados a las afueras de la torre, simples soldados y la propia dotación del fuerte, expulsada de su alojamiento para hacer sitio a los invitados de alta alcurnia. No se veían dentro del campamento estandartes que anunciaran la identidad del grupo, algo inusual pero no insólito. Malus sospechaba que Isilvar no tenía el menor deseo de hacer públicos sus movimientos, posiblemente con la esperanza de volver al Hag antes de que nadie sospechara siquiera que había salido.
El demonio lanzó una fría risita.
—Estás en el umbral, Malus. ¿Darás el fatídico paso?
Malus hizo una pausa con expresión ceñuda.
—¿De qué estás hablando, demonio?
Durante un momento, Tz'arkan guardó silencio.
—Te molestó que no te contara lo de Eleuril y su profecía. Aquí también hay otra profecía. ¿Quieres oírla?
Malus cerró los puños.
—¿Ya sabes lo que sucederá cuando entre en la torre?
—¡Oh, sí! La urdimbre está preparada desde hace siglos, Darkblade. Muchas vueltas y revueltas del destino te han traído hasta este punto. —Malus tuvo la sensación de que el demonio mostraba unos dientes afilados al sonreír, saboreando su disgusto—. ¿Te lo cuento?
—No me importa —le soltó Malus—. Voy a entrar en la torre digas lo que digas... ¡Me juego el alma si no consigo la daga! Diviérteme ahora. ¿Qué es lo que me espera allí?
El demonio le respondió con un susurro íntimo, como el de un amante.
—Tu ruina —le dijo en las profundidades de su oído—. Éste es el lugar donde todos tus planes se van al traste.
Un escalofrío sacudió a Malus. Durante unos largos instantes, se quedó demasiado sorprendido para hablar.
—Estás mintiendo —consiguió articular, por fin.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —inquirió el demonio—. ¿Te he mentido alguna vez, Darkblade? Te estoy haciendo un favor al advertirte del abismo que se abre ante ti. Tienes la posibilidad de dar la vuelta y salvarte.
—¡Sabes que no puedo hacerlo! —dijo el noble entre dientes, con rabia—. ¡Si sigo esperando, los saqueadores de tumbas estarán bajo la protección de Har Ganeth y, después, de la propia Naggarond! ¡Tengo que dar el golpe esta misma noche!
—Entonces, debes aceptar tu destino..., tal como quedó previsto hace tiempo —dijo el demonio—. El escenario está preparado, Darkblade. Ve y representa tu papel.
La risa de Tz'arkan resonaba en la cabeza de Malus mientras dejaba atrás los árboles y avanzaba sigilosamente entre las sombras hacia la torre. A cada paso que daba tenía la sensación de que se iba cerrando una cuerda sobre su garganta, pero siguió adelante, decidido a lograr su propósito.
En la linde del campamento, justo donde ya no alumbraban las hogueras de vigilancia, Malus estaba en cuclillas estudiando el camino que seguiría para atravesar el espacio que lo separaba de las puertas de la torre. Unos cuantos druchii andaban dando vueltas mientras los demás estaban sentados comiendo, bebiendo o jugando después de todo un día de marcha.
Malus echó una mirada a la luna. Su luz salía y se escondía según pasaban las nubes delante de ella. Después de unos segundos, otro desgarrado manto gris la tapó sumiendo el campamento en la oscuridad. El noble aferró la empuñadura de su espada. Era el momento: tras echarse la capucha sobre la cara y envolverse bien en la oscura capa empezó a avanzar sigilosamente.
Atravesó el campamento como un fantasma, con pasos tan ligeros que el susurro del viento bastaba para ocultarlos. La mayor parte de los acampados ni siquiera repararon en él. Unos cuantos creyeron ver una forma oscura con el rabillo del ojo, pero al alzar la vista no vieron más que oscuridad.
En unos cuantos minutos, Malus había atravesado el campamento y se cobijaba bajo la sombra de la propia torre. Ésta era una estructura alta, cuadrada, dominada por una ventana redonda con cristales emplomados cerca de la cima. Era evidente que se trataba de una parada obligada de los señores de la guerra que hacían incursiones en las montañas septentrionales.
Moviéndose de prisa y de modo silencioso, Malus llegó a las gruesas piedras de roble negro de la torre. Al otro lado se oían, amortiguados, los sonidos de una juerga. El noble apoyó una mano sucia contra la madera oscurecida y empujó. Evidentemente, estaba cerrada para que nadie entrara durante la noche. «Muy bien», pensó, pesaroso, volviendo a mirar hacia arriba.
Cuando hubo subido las tres plantas para llegar al ventanal, le temblaban las piernas de puro agotamiento. Reuniendo todo su coraje, sacó las espadas y se pegó contra los cristales de color rojo y cobalto. Pudo ver debajo la sala principal de la torre, dominada por el contorno desdibujado de la mesa del señor. Había unas figuras sentadas, comiendo o bebiendo vino. La figura que ocupaba la cabecera de la mesa se puso de pie, levantando en alto un objeto. La voz del señor de la guerra llenó la sala y llegó amortiguada a los oídos de Malus.
—¡La fabulosa
Daga de Torxus
es nuestra! ¡Cuando regresemos, nuestros nombres se inscribirán en el cuadro de honor del propio templo de Khaine!
Las aclamaciones entusiastas de los hombres llenaron a Malus de un rabia feroz que lo hizo lanzarse contra la ventana. Los cristales se hicieron trizas cuando el noble saltó como un león al interior de la sala.
—¡No, se inscribirán en urnas funerarias! —declaró al aterrizar en medio de una lluvia de cristales de colores.
El salón se llenó de gritos de alarma y del ruido de las sillas al caer cuando una docena de personajes de alta alcurnia se pusieron de pie y desenvainaron sus sibilantes espadas. Entonces, el que ocupaba la cabecera se volvió hacia Malus con expresión regia, en la que se mezclaban la sorpresa y la ira.
El señor de la guerra sostuvo la mirada de Malus, y el noble sintió que el helado puñal del reconocimiento se le clavaba en el corazón.
—¿Quién osa irrumpir aquí?
—Yo.
Malus oyó su propia voz. Las palabras salían como un gruñido torturado mientras el noble procuraba contener su desaliento. Lo único que quería era salir corriendo de la sala iluminada por el fuego, pero ya era demasiado tarde. La suerte estaba echada.
Los ojos del señor de la guerra se agrandaron mientras estudiaba la figura que esgrimía una espada ante él.
—¡Tú... eres un druchii! ¡Uno de los nuestros! ¿Qué te ha pasado?
Malus hizo una pausa, extrañado. Entonces, se dio cuenta de que debía de tener un aspecto lamentable: demacrado, ojeroso, cubierto por capas de sangre seca y mugre.
—¿Eso qué importa? —Señaló la daga que el señor de la guerra sostenía en la mano—. Eso es todo lo que me interesa, la
Daga de Torxus
. Me he pasado semanas buscándola para descubrir al final que tus hombres se habían apoderado de ella. —Malus envainó su espada y dio un paso adelante, alargando la mano—. Entrégamela.
El señor de la guerra miró la daga y después contempló la mano extendida de Malus. Con mirada desorbitada vio las venas gruesas, negras, que palpitaban bajo la piel del noble y se quedó pasmado al ver el enorme rubí oblongo que Malus lucía en el índice.
—Espera... Ya sé quién eres —dijo, de repente. Miró más detenidamente el rostro de Malus y su expresión se transformó en la rabia más profunda—. Malus. ¡Malus! —gritó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Todo se le iba de las manos, todos sus minuciosos planes y sus secretas ambiciones. Sentía que todo se desmoronaba. Malus sacó su segunda espada y se lanzó contra el señor de la guerra con un aullido de furia.
El señor de la guerra se puso pálido.
—¡Detenedlo! ¡Detenedlo en nombre de Khaine! —ordenó, y sus subordinados se aprestaron a obedecer.
Los guerreros estaban embotados por el vino y demasiado confiados en su superioridad numérica. Esperaban que Malus cediera terreno al ver que se acercaban, pero se lanzó sobre ellos como un lobo herido. El primer hombre apenas tuvo tiempo de parar un mandoble salvaje que casi le abre un tajo en la cara. Malus hizo a un lado la espada del guerrero y le clavó la otra en la garganta. De la herida brotó un chorro rojo y brillante, y el hombre cayó y se ahogó en su propia sangre.
De todas partes, caían golpes sobre Malus. Una espada lo golpeó en la espalda y rebotó en su armadura, y otra le hizo un corte en la oreja izquierda. El noble paró un mandoble que trataba de alcanzarlo en el hombro y asestó un golpe con la otra espada sobre la muñeca del atacante. La hoja forjada por manos magistrales lo alcanzó en la articulación, y la mano del atacante salió despedida por la habitación. Creyendo haber encontrado una brecha, otro guerrero le entró por la izquierda tratando de alcanzarlo en el brazo. La espada dio entre dos planchas de la armadura e hizo un corte profundo en el bíceps del noble. Instintivamente, Malus le lanzó un revés de su arma a la altura de los ojos.
—¡Ah! ¡Mi cara! ¡Mi cara! —gritó el hombre, retirándose de la refriega.
Una espada golpeó a Malus en el hombro derecho y lo empujó de lado, lo que lo salvó de que el mandoble de otro, que le abrió una brecha en el cuero cabelludo, le partiera el cráneo. El noble sintió la sangre caliente corriéndole por la mejilla mientras se lanzaba contra el guerrero que tenía a su derecha. Éste trató de impedir el avance de Malus, apuntándolo a la garganta, pero el noble lo bloqueó con la espada que llevaba en la izquierda y le dio al hombre una cabezada que lo derribó al suelo. Antes de que el guerrero pudiera recuperarse, el noble le dio un pisotón en la entrepierna y cortó el grito ahogado del hombre atravesándole el ojo derecho.
Tras liberar la hoja de la espada, giró en redondo, justo a tiempo para responder a la carga del último de los guerreros. El miembro de la guardia le lanzó una furiosa arremetida tratando de alcanzar a Malus en la cabeza o el cuello, y lo hizo retroceder por todo el salón. Malus paró cada golpe con rápidos movimientos de su espada derecha, mientras mantenía replegada la izquierda como un reptil dispuesto a atacar. El otro no cejó en su empeño hasta que le hizo un tajo en la mejilla, pero entonces su pie tropezó en una copa caída y perdió estabilidad. El noble paró su retirada y lanzó un mandoble con la izquierda, que alcanzó a su oponente en la garganta. Medio metro de acero teñido de rojo asomó por la parte trasera del cuello del miembro de la guardia y le partió en dos la espina dorsal. El hombre cayó al suelo sin vida.
La espada del noble rechinó sobre el hueso cuando tiró de ella para arrancarla del cuello del guerrero. Un repentino movimiento, que captó con el rabillo del ojo, hizo que Malus se volviera en el preciso momento en que el señor de la guerra le lanzaba un mandoble directo al pecho.
—¡Vete al infierno, escoria! —gritó el señor de la guerra. La punta de su espada alcanzó al noble en el brazo derecho, justo en la juntura del avambrazo y el espaldarón. Malus apenas notó la penetración de la hoja en la carne.
El señor de la guerra redobló el ataque, lanzando furiosos mandobles contra el pecho de su contrincante. El noble dio un salto hacia atrás, poniéndose fuera del alcance de la espada. El acero relumbró ante su cara, y esa vez pudo parar la pesada espada de plano y hacerla a un lado. La verdad es que se veía obligado a retroceder, y a ese paso, llegaría al extremo de la sala. El druchii atacaba sin pausa, presa de la furia.
El señor de la guerra lanzó un rugido y se lanzó sobre Malus sosteniendo la espada con ambas manos por encima de su cabeza. El movimiento desplazó hacia arriba el peto, dejando al aire una estrecha brecha donde se superponían dos piezas de su armadura. Sin pensarlo, Malus se dejó caer sobre una rodilla y arremetió con todas sus fuerzas. La punta de la espada alcanzó la cota de malla que cubría el abdomen del señor de la guerra e hizo que se desprendieran los eslabones. El peso de la carga del druchii hizo el resto. Se abalanzó sobre la espada de Malus y se clavó la afilada hoja casi hasta la empuñadura. El señor de la guerra cayó de rodillas con un gruñido.
Llevado por la desesperación, Malus aplicó la bota contra el pecho de su adversario y recuperó la espada. Un torrente de sangre oscura brotó de la herida. El druchii se quedó mudo, mirando la sangre que manchaba sus manos y, a continuación, alzó los ojos hacia el noble.
—¿Por qué, Malus? ¿Por qué? —preguntó a punto de perder el conocimiento.