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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (22 page)

BOOK: Devorador de almas
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El sonido atronador de unos cascos le pasó por encima como una ola. Cuando miró hacia arriba vio que los jinetes supervivientes escapaban por donde habían venido, con las espadas y la armadura manchadas de sangre. Su jefe estaba entre los que habían conseguido escapar y seguía sosteniendo la cabeza de su señor muerto cerca del pecho. Cuando pasó a unos diez metros de Malus le echó una mirada de odio reconcentrado. «Sólo has conseguido un pequeño aplazamiento —parecían decir aquellos ojos oscuros—. Volveremos a encontrarnos. No perdonamos ni olvidamos.»

Cuando Malus consiguió ponerse de pie tambaleándose, los jinetes habían desaparecido. La tierra se estremeció con las pesadas zancadas de los seis gélidos que quedaban y que se abrían paso entre los cadáveres. Un noble de elevada estatura vestido con una armadura negra y dorada dirigió su cabalgadura hasta Malus y lo miró con expresión de furia en sus aristocráticas facciones.

Malus lo saludó con una reverencia y limpió la sangre de su espada en el pelo del hombre al que acababa de dar muerte.

—Un buen combate, hombres del Arca Negra —dijo, envainando el arma—. Soy Malus, pertenecía a Hag Graef. —Alzó la vista hacia el caballero—. Vuestro señor, Balneth Calamidad...

La bota del caballero lo golpeó justo entre los ojos. Un momento estaba hablando y al siguiente se había hundido en la negrura más absoluta.

Después de eso, se vio asaltado intermitentemente por visiones que aparecían y desaparecían como la marea. Vio rostros extraños que lo miraban con expresiones distorsionadas como si se reflejaran en un pozo de agua. Los veía mover la boca, pero sus voces también eran borrosas y vagas. Lo único inequívoco era el odio que ardía en sus ojos. Al menos, eso lo entendía.

Malus sintió el sabor de un líquido amargo en la lengua. Sentía el cuerpo hinchado y magullado, como si fuera carne a la que se deja carbonizar sobre el fuego. La sensación removió sus recuerdos como si fueran hojas secas.

—¿Padre? —musitó con miedo.

Estaba echado boca abajo sobre una superficie curva y dura. Cuando abrió los ojos lo único que vio fue una mancha blanca y borrosa. Sintió que se le revolvían las tripas y vomitó de forma estentórea.

Oyó el crujido de una montura de cuero. En algún lugar por encima de él, alguien dijo con disgusto y con un acento rústico del norte:

—Maldita sea, ya estamos otra vez. La próxima vez que paremos que lo lleve otro.

Alrededor hubo unas risas sibilantes. Malus cerró los ojos para no ver la terrible blancura y, una vez más, perdió la conciencia.

Estaba temblando. Yacía desnudo sobre el terreno helado, y unas manos fuertes lo sujetaban por las muñecas y los talones.

Malus olió el humo. Cuando abrió los ojos con dificultad pudo ver un cielo negro atravesado por innumerables estrellas. Las manos que lo sujetaban apretaron más y un círculo de cabezas se cernió sobre él.

—Mal momento para despertar —gruñó uno.

—Esto va a ser divertido —dijo otra voz.

En ese preciso instante, apareció una figura alta delineada sobre el cielo oscuro. Hubo un resplandor rojizo cuando la figura sostuvo el extremo reluciente de una daga al rojo vivo por encima de Malus. El reflejo bastó para que el noble reconociera al hombre que le había dado el puntapié.

—No me mates con la daga —se oyó decir—. Cualquier cosa menos la daga.

—Cállate —dijo el caballero, poniéndose en cuclillas junto a sus hombres y aplicando el acero brillante a la pierna de Malus.

Todavía seguía gritando y lanzando los juramentos más horrendos que conocía cuando el hombre apartó el cuchillo de la pierna y lo aplicó a la herida que Malus tenía en el brazo. El olor dulzón y penetrante a carne quemada impregnaba el aire. El noble se ensució. Alguno de los presentes también lanzó un juramento y golpeó a Malus en un lado de la cabeza.

El caballero retiró la daga y se tomó un tiempo para examinar su trabajo. Satisfecho en apariencia, se puso de pie, y Malus tuvo la impresión de que su rostro pálido se hundía en el cielo de la noche.

—Tantos trabajos para nada —dijo alguien—. Mira sus venas, mi señor, están hinchadas por la corrupción. No durará más que un par de días.

—Tiene que presentarse mañana ante el subastador —replicó el caballero con voz ronca—. Después de eso, se lo puede llevar la Oscuridad Exterior.

Malus estaba a punto de sumirse una vez más en la oscuridad cuando la envergadura de lo que había dicho el hombre hizo que un escalofrío de absoluto terror lo recorriera de arriba abajo. ¡Pretendían venderlo en el mercado de los esclavos!

Se debatió violentamente. Consiguió liberar un brazo y una pierna antes de que los guerreros que lo rodeaban volvieran a sujetarlo contra la tierra helada. Uno de los hombres se acercó a él y le cogió la mandíbula con una mano áspera. Unos dedos de hierro le obligaron a abrir la boca como si fuera un ternero recién nacido.

—Dadle a probar otra vez el hushalta —dijo el druchii que lo tenía sujeto con acritud. Le pasaron un frasco abierto de un líquido lechoso mientras estudiaba con atención al noble—. ¿Quién va a pagar un cobre por esta ruina? —musitó—. Yo lo cortaría en trozos y se lo daría de comer a mi nauglir.

Unas risas de complicidad sonaron en la oscuridad mientras el hombre lo obligaba a tragar el líquido amargo. Cuando hubo terminado, devolvió el frasco y miró de cerca al noble a los ojos.

—Claro que no faltan necios en este mundo —dijo el guerrero mientras la oscuridad volvía a cegar a Malus—. Éste es una prueba viviente de ello.

12. Al Arca Negra

—A despertar, Darkblade. —La voz burlona sonó dentro de su cabeza—. A despertar. ¿O quieres pasar el resto de tu corta vida encadenado?

Las palabras reverberaron en la oscuridad como el repiqueteo de una campana. Malus se removió un poco; oleadas de dolor lacerante surgieron de las quemaduras de la pierna y del brazo. El feroz dolor hizo desaparecer el resto de los efectos del hushalta, y al cabo de unos instantes, estaba despierto. Otra vez estaba boca abajo, atravesado en la parte trasera de un nauglir en movimiento y atado de pies y manos. Sentía una especie de nudo en el estómago vacío, y el regusto a cobre quemado del hushalta le producía una sed rabiosa. Una repentina ráfaga de viento le clavó sus heladas garras en la espalda y el cuello haciéndolo tiritar, aunque también dio las gracias al darse cuenta de que ya no tenía fiebre. La feroz cauterización llevada a cabo por el señor druchii había conseguido erradicar las infecciones que se cebaban en su carne.

Malus oyó una risilla seca a cierta distancia por detrás de él.

—Acabo de verlo estremecerse, Hathair —dijo una voz divertida—. Después de todo da la impresión de que va a vivir lo suficiente para llegar al arca. Espero que no te olvides de que me debes una botella de Vinan.

El noble oyó el crujido de una silla de cuero cerca del oído. Una mano enguantada lo cogió por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás brutalmente. El movimiento cogió a Malus por sorpresa. Por instinto, procuró mantener el cuerpo relajado e inmóvil.

—Son las sacudidas de la muerte —dijo una voz áspera, tan cerca que Malus pudo oler el apestoso aliento del druchii—. Hay una buena subida por la escalera sur. Estará frío y tieso antes de que lleguemos arriba.

Malus oyó la risa del primer caballero y el puño lo golpeó sin anunciarse. La mejilla del noble rebotó contra la piel escamosa del nauglir, y otra oleada de dolor feroz le atravesó el pecho y el brazo. También en ese caso se propuso no mostrar la menor reacción. Los dos caballeros se sumieron en el silencio y después de unos momentos el noble reconoció los pasos rítmicos del nauglir sobre terreno pavimentado. Por delante empezaban a discernirse otros ruidos: el crujido de las ruedas de una carreta y los mugidos del ganado, así como murmullos de rústicas voces druchii. Lenta y cautelosamente, el noble abrió apenas los ojos pegoteados y trató de ver dónde se encontraba.

Estaban en un camino, eso estaba bastante claro. Malus vio las piedras negras del pavimento orladas de hielo y que cubrían una anchura suficiente como para permitir el paso de dos jinetes a la vez. Los gélidos subían una larga y suave pendiente hacia lo que parecía un empinado acantilado de roca y hielo que se elevaba muchos metros en el aire. El noble abrió un poco más los ojos y siguió la rugosa superficie de piedra hasta la cima. Estaba seguro de ver allá arriba los muros negros e imponentes de una fortaleza y una profusión de torres circulares entre las cuales había restos astillados de gigantescos mástiles de roble, como los que tienen los barcos de vela. El acantilado era el lateral de un enorme trozo de roca rematado nada menos que por una pequeña ciudad dominada por la fortaleza de un jefe supremo. Era la tristemente célebre arca rodeada por el hielo: el Arca Negra de Naggor, sede del supuesto Señor Brujo Balneth Calamidad.

AI frente de la columna que avanzaba, Malus vio un movimiento entre los mercaderes y nobles menores que trataban de calmar a sus inquietas monturas y apartarse a un lado del camino para dar paso a los caballeros. Un poco más adelante, había un arco de oscura piedra gris en la base del arca, y ante él montaba guardia una compañía de lanceros. Como en cualquier otra ciudad druchii había una entrada y salida constante por ese arco, pero éste conducía a los túneles que formaban un laberinto dentro de la propia ciudad.

Gran parte de la ciudad estaba oculta dentro de la roca, como Malus sabía; había sido excavada por manos druchii y acabada más tarde por esclavos enanos, después de que el arca quedara encallada en el lejano norte. Sólo los ciudadanos más ricos e influyentes del arca tenían el privilegio de vivir en las antiguas torres, mientras que el resto vivía, como los gélidos, en los laberintos inferiores.

Era la primera vez que Malus veía de cerca una de las famosas arcas. Gracias a cascos de piedra como ésos se habían salvado los druchii cuando Nagarythe se había perdido bajo las olas hacía miles de años. De hecho, el casco era un trozo de la propia Nagarythe. Cuando el gran cataclismo golpeó la parte septentrional de Ulthuan, había algunas ciudades y fortalezas protegidas por embrujos tan poderosos que sobrevivieron al embate de las olas cuando el resto de la tierra desapareció a su alrededor. Se mantuvieron sobre las furiosas olas como islas flotantes y en ellas se salvaron todos los elfos del norte que quedaban. Las propias arcas transformaron al pueblo de Nagarythe en los druchii, o al menos eso decían las leyendas.

Ante la pérdida de todo lo que habían conocido, los pobladores de las arcas se vieron ante la disyuntiva de abandonar sus refugios a la deriva y quedar a merced del resto de los ulthuanos o endurecer sus corazones y sobrevivir por su cuenta. Los druchii escogieron el camino del desafío, erigiendo tremendos mástiles y modificando sus hechicerías para transformar los cascos en fortalezas oceánicas. Así nacieron las Arcas Negras.

Cuando los druchii llegaron a Naggaroth muchas de las arcas quedaron varadas a lo largo de la costa oriental, convirtiéndose en puestos de avanzada para conquistar el continente. De las restantes, la mayoría permaneció en el mar como feudos flotantes que aterrorizaban al Viejo Mundo con sus pequeñas flotas de corsarios. No fue ése el caso del Arca Negra de Naggor. Cuando los druchii llegaron a sus nuevas tierras, Malekith quiso hacer una demostración de fuerza que hablase de su dominio sobre el nuevo territorio y sobre el pueblo druchii en su conjunto. Fue así, según se cuenta, que recurrió a los magos de Naggor, otrora famoso centro de conocimiento arcano en Nagarythe, y les ordenó crear un conjuro capaz de transportar su propia arca al continente y crear una sede literal y simbólica de poder desde la cual pudiera gobernar.

Los magos de Naggor acataron la orden y con un coste enorme trasladaron el arca de Malekith cientos de leguas tierra adentro, creando las bases de la gran ciudad fortaleza de Naggarond. Pero no se quedaron ahí. No había transcurrido mucho tiempo cuando trasladaron su propia arca incluso más hacia el norte que la sede del poder del propio Malekith. Algunas leyendas afirmaban que los magos sólo querían tener ocasión de seguir adelante con sus estudios en privado, lejos de las mezquinas intrigas del reino, mientras que otras abordaban el tema con más cinismo y decían que los naggoritas pretendían enviar un mensaje a Malekith, para recordarle al Rey Brujo que su poder le había permitido establecer su preeminencia.

Al poco tiempo, Malekith prohibió que los hombres practicaran la brujería, enviando a su vez un mensaje a los naggoritas.

La columna siguió avanzando por el camino hacia la puerta, hasta que Malus oyó una voz que oficiosamente ordenó a los caballeros que hicieran alto.

—¿Quién va? —preguntó el comandante de la compañía de la guardia.

—Lord Tennucyr y sus guerreros, con un prisionero y un nauglir para el mercado de carne —respondió uno de los guerreros con mal disimulado disgusto.

Malus pensó en Hauglir y en sus denodados intentos de extorsión cuando él era capitán de la guardia en Hag Graef, y se preguntó si esas prácticas también estarían extendidas en las puertas de las fortalezas por toda la Tierra Fría.

De ser así, lord Tennucyr no estaba para juegos.

—¡Hazte a un lado, gusano! —bramó, elevando su voz por encima de la de su guerrero y de la del capitán de la guardia.

Hubo ruido de pasos apresurados y la columna volvió a ponerse en marcha. Al cabo de unos momentos, Malus vio que el arco de la gran puerta y sus enormes puertas con refuerzos de hierro pasaban a su lado y, a continuación, los caballeros se sumergieron en el bullicio oscuro y maloliente de la parte interior de la ciudad.

Nada más atravesar la puerta había una caverna de techo bajo, ruidosa y rebosante de actividad, que se parecía mucho a cualquier plaza de mercado de Naggaroth. Sirvientes, soldados, esclavos y ciudadanos se mezclaban haciendo sus recados diarios. Enormes lámparas brujas ardían en columnas de piedra que se alzaban a intervalos por toda la plaza; la luz fría no contribuía demasiado a desvanecer la oscuridad en un espacio tan enorme, y los habitantes de la ciudad y los puestos del mercado estaban envueltos en unas sombras fantasmagóricas.

Malus veía pasar a su lado rostros pálidos como fantasmas sin cuerpo que los contemplaban a él y a los caballeros con cara totalmente inexpresiva. El noble tuvo la sensación de que las manos invisibles de la bulliciosa multitud ejercían presión sobre él. «Es como estar enterrado en vida», pensó, ansiando súbitamente un soplo de viento fresco y el contacto del desvaído sol del norte.

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