Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Malus tardó algunos minutos en hacerse cargo de lo que lo rodeaba. Nada menos que cincuenta hombres yacían muertos en la cripta del príncipe, atravesados y mutilados por las espadas de los caballeros no muertos, pero al final la victoria había favorecido a los vivos. No se veía por allí ni a uno solo de los príncipes guardianes, y el propio príncipe había quedado reducido a un montón de telas rasgadas y huesos astillados que algún druchii había reunido en una pila desordenada al pie de su ataúd vertical.
—La daga ha desaparecido —gruñó Malus—. Los supervivientes se hicieron con ella.
No tenía necesidad de hurgar entre los cuerpos para estar seguro. Los hombres que habían plantado sus tiendas en la plaza no habían venido a buscar la bendición de Eleuril, sino a robarle. Si se habían ido, quería decir que se habían llevado consigo la daga.
El noble se pasó una mano por la cara. Tenía la piel correosa.
—¿Cuánto tiempo habré estado aquí?
—Todo un día —dijo el demonio—. La daga te extrajo hasta la última gota de vida que no fuera ya mía.
—¿Qué significa eso? —inquirió.
—Significa que eres el primer mortal que ha sobrevivido al embate del Devorador de Almas —dijo el demonio—, pero sólo porque no tenías alma que devorar.
—¿Y eso es algo que debo agradecerte?
—La otra posibilidad era convertirse en un espíritu torturado, atado para toda la eternidad al lugar donde había muerto —dijo el demonio—. Comparado con la poderosa crueldad de la daga, yo soy el más benigno de los tiranos.
A Malus se le ocurrieron muchos comentarios irritados, pero por el momento se sentía demasiado desgraciado para debatir el tema.
—¿O sea que es cierto que Eleuril fue asesinado por el vengativo espíritu de su esposa?
—¿Él y también sus caballeros? —dijo Tz'arkan con desprecio—. No, al final de su vida se dio el lujo, y así lo ordenó a sus sirvientes, de morir por acción de la daga a fin de proteger a los druchii de la destrucción. Mantuvo su vigilia durante miles de años..., es decir, hasta que llegaste tú.
—¿Vigilia? ¿De qué estás hablando?
El demonio suspiró.
—Eleuril arrebató la daga a un hechicero de Slaanesh llamado Varean, que a su vez se había internado en los Desiertos para robársela a un señor de la guerra del Caos. Varean estaba buscando la espada porque había descubierto una profecía según la cual un hombre sin alma llegaría un día, se apoderaría de la daga y desataría sobre los druchii una ola de sangre y fuego. Cuando Varean fue arrestado por los hombres de Eleuril, prometió aceptar todos los castigos que el príncipe considerara adecuados a cambio de que Eleuril se ocupara de que se mantuviera la daga en un lugar seguro. Y el príncipe cumplió su palabra hasta la muerte. Por lo que a los druchii respecta, siempre les pareció muy extraño. Muchos pensaron que se había vuelto loco.
—¡¿Y tú lo sabías?! —gritó Malus—. ¿Durante todo este tiempo sabías que me encaminaba a una emboscada y no dijiste nada?
—¿Por qué preocuparse? —replicó el demonio—. Era otra de esas viejas historias relacionadas con una profecía. Pensé que tú no creías en esas cosas.
La risa del demonio quedó ahogada por un vendaval de terribles maldiciones mientras Malus saltaba por un lado del ataúd y caía sobre una alfombra de cadáveres que cubrían el suelo. El noble seguía maldiciendo por todos los espíritus cuyo nombre conseguía recordar cuando al caer sobre el costado de la herida el dolor atroz hizo que se desvaneciera.
Pasó algún tiempo antes de que Malus volviera a abrir los ojos. Lo primero que sintió fue la fría sensación de la sangre que manchaba su costado. Lentamente y con todo cuidado, se incorporó. La forma en que le palpitaban las sienes se parecía más al goteo del agua que al redoble de un tambor. El noble trató de examinar la herida, pero su armadura le dejaba ver poco más que el orificio triangular que el arma había hecho en su peto.
—Una fea herida —se quejó, resoplando—. Demonio, aunque odio decirlo, tendrás que curar esto. No creo que vaya a cerrarse sola.
—Todo a su debido tiempo, Malus —dijo Tz'arkan—. A su debido tiempo. Últimamente he sido demasiado generoso con mis dones. Te devolveré algo de tus fuerzas, pero el resto tendrá que esperar.
Malus sintió el toque frío del demonio extendiéndose a través de él, y el dolor se redujo. Sus miembros recuperaron parte del vigor, y el corazón le dolía por el esfuerzo de insuflarle más fuerzas. El noble trató de olvidar su lamentable estado lanzando más improperios al demonio mientras buscaba sus espadas entre los cadáveres.
Le había dado la vuelta al octavo o noveno cuando se dio cuenta de algo. Estudió el rostro del que acababa de mover y sintió que lo recorría un escalofrío.
—¡Eh!, yo conozco a este desgraciado —dijo, temeroso—. Su padre es miembro de la guardia personal del vaulkhar. No son hombres de Urial.
El noble se arrodilló entre los cadáveres, considerando las implicaciones. Además de Urial ¿quién podría haber reunido a tantos hombres y tener constancia del interés de Malus por la daga? La respuesta era obvia.
—Isilvar —dijo con odio después de un momento. Había miedo en su voz.
—¿Sospechas de tu otro hermano? —inquirió el demonio.
—Por supuesto —respondió—. Tiene el dinero y la influencia necesaria para reunir a un grupo de soldados como éste, y sobradas razones para enfrentarse a mí.
El noble movió la cabeza caviloso. También estaba absolutamente seguro de que el hierofante del culto de Slaanesh en Hag Graef no era otro que Isilvar. Aunque se había salvado de la destrucción del culto, Malus le había abierto a Isilvar una herida terrible en la garganta que tardaría mucho tiempo en curarse, en el caso de que se curara.
—Él sabía que yo había estado en el templo del norte y que era tu... sirviente —admitió Malus—. Es posible que también supiese lo de las reliquias y lo de su poder para liberarte.
—Tu lógica es irrebatible —dijo Tz'arkan. ¿Había un deje burlón en su voz? Malus no estaba seguro—. La cuestión es: ¿qué vas a hacer al respecto?
El noble vio la empuñadura familiar de una espada en el suelo de mármol. La extrajo del hombre que yacía encima y usó el pelo de un guerrero herido para limpiar la sangre de la hoja.
—Evidentemente, sería un error desafiar a Isilvar y a sus hombres yo solo —dijo Malus, enfundando la espada—. Tendré que seguirlo de vuelta hasta el Hag y pagar el precio que me pida para conseguir que me dé la daga.
—Un plan caro, pero prudente —dijo el demonio con tono de aprobación—. Estás bromeando, sin duda.
—Por supuesto —replicó Malus con gesto apesadumbrado—. Voy a perseguirlo como a un zorro y a colgar sus orejas de mi cinturón, y si me da la daga sin demasiados problemas es probable que deje que muera con su virilidad intacta.
—No esperaba menos —dijo Tz'arkan—. Desde luego, Malus Darkblade, hay que reconocer que ante la adversidad siempre reaccionas con toda la violencia física necesaria.
Casi había amanecido cuando Malus salió de la tumba de Eleuril. Cada paso hacia la base de la torre había sido una tortura que había llevado a su cuerpo al límite de la resistencia. Cuando salió tambaleándose a la plaza vacía estaba ojeroso, arrastraba los pies y si movía las piernas lo hacía sólo impulsado por un odio que lo quemaba por dentro.
Los saqueadores de tumbas no habían perdido el tiempo. Habían levantado el campamento y se habían puesto en marcha inmediatamente, con lo que ya le llevaban todo un día de ventaja. Malus supuso que volverían al Camino de los Esclavistas y se dirigirían hacia el oeste, dejarían atrás las murallas empapadas de sangre de Har Gareth y buscarían refugio en Hag Graef. No tenía la menor intención de permitir que Isilvar y sus hombres llegaran tan lejos.
Sin embargo, tuvo que perder más tiempo antes de que
Rencor
estuviera listo para emprender el viaje. Se encontró al gélido donde lo había dejado, acurrucado en uno de los edificios vacíos y devorando ruidosamente un par de caballos. A juzgar por las sillas de montar y los arreos que todavía llevaban encima, Malus dedujo que el nauglir, atormentado por el hambre, había atacado a la columna druchii en el momento en que abandonaba la necrópolis. Tenía clavados más virotes de ballesta, pero el noble sabía muy bien que no era conveniente acercarse a la bestia de guerra hasta que hubiera saciado su apetito. Cuando el nauglir se hubo hartado por fin, Malus tuvo acceso a sus alforjas y pudo comer parte de las raciones secas que le quedaban, e hizo bajar la carne y el pan resecos con dos copas de amarga sangre de caballo. Seguía sintiéndose peligrosamente débil y era consciente de que le esperaban días de dura cabalgada.
A mediodía, se había ocupado de las heridas de
Rencor
e iniciaron la persecución de los saqueadores. Al final, la lluvia se había convertido en una llovizna fría y pertinaz que distorsionaba los sonidos y ocultaba los objetos distantes tras un velo de niebla. Malus hizo que el nauglir cogiera un paso largo y sostenido para no cansarse, y estaba bien entrada la noche cuando el noble se vio obligado a hacer un alto. Aunque
Rencor
podría haber continuado todavía varias horas, Malus había ido perdiendo fuerzas poco a poco a medida que avanzaba el día y llegó un momento en que ya no estaba seguro de que pudiera mantenerse sobre la silla. Condujo al nauglir a una fragua abandonada y se acomodó contra el costado escamoso de
Rencor
con ambas espadas cruzadas sobre el regazo. Pronto se quedó dormido.
Se despertó al amanecer, apenas algo más descansado. Tanto su regazo como el suelo de piedra estaban manchados de rojo. No sabía cómo, pero en sueños se había vuelto a abrir la herida, y al ver el charco de sangre coagulada, pensó que tal vez había estado a punto de no volver a despertar. Sólo pudo engullir otra ración de carne seca antes de montar de nuevo y ponerse en marcha.
Malus pasó el día en medio del delirio que le producían la pérdida de sangre y la fatiga. Caían chaparrones intermitentes que alternaban con intervalos de un sol débil y mortecino que casi no calentaba. El trote del nauglir le resultaba soporífero, y de vez en cuando, se despertaba, sobresaltado, de una somnolencia vacua y se daba cuenta de que había recorrido varias leguas de las que no tenía conciencia.
Al final del día, había llegado al otro extremo del valle. La entrada de la necrópolis era una alta verja aislada, cuyas columnas tenían la forma de dos imponentes dragones. La puerta estaba tallada con las largas líneas curvas de intrincadas runas que Malus recordaba haber visto en la tumba de Eleuril. Se preguntó si habría en todo Naggaroth un solo druchii capaz de leer la lengua muerta de Nagarythe.
Al otro lado de la verja, había una sucesión de estatuas talladas todas en lustroso mármol negro. Eran de altas y voluptuosas mujeres druchii, cuyos cuerpos desnudos estaban tallados con gracia y riqueza de detalles. De sus dedos salían unas garras largas y curvas, y sus bocas sensuales presentaban unos terribles colmillos leoninos. Malus supuso que representaban a espíritus guardianes inspirados en mitos olvidados de su pueblo. Eran figuras imponentes, y el noble no pudo evitar cierta inquietud al pasar bajo su temible mirada.
El estrecho camino estaba hecho de la misma piedra negra que la necrópolis y sólo permitía el paso de dos cabalgaduras al mismo tiempo. De los saqueadores no había ni rastro.
Malus siguió cabalgando de noche, decidido a recuperar el tiempo perdido, pero al caer la oscuridad entre los árboles empezó a resultarle difícil mantenerse despierto. Se le ocurrió comer un poco más de carne seca, pero después de buscar infructuosamente en las alforjas durante varios minutos, desistió. Un poco más tarde se encontraba inclinado sobre la perilla de la montura con la cabeza caída sobre el pecho. Cuando se quiso dar cuenta estaba tirado en la hierba junto al camino. No había notado la caída. El noble buscó con la vista a
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, pero el nauglir había desaparecido. Una parte de su cerebro le decía que debía levantarse y encontrar al gélido, pero lo único que hizo fue acurrucarse y quedarse dormido.
Lo despertó horas más tarde un crujido de huesos. El sol se filtraba entre los árboles y
Rencor
estaba cerca, sentado y dándose un banquete con un jabalí que había cazado en el bosque. Cuando la bestia de guerra hubo terminado con la carcasa, Malus se arrastró hasta él y hundió la cara en la carne tibia, comiendo todo lo que pudo. Cuando por fin se puso de pie, vacilante, tenía la puntiaguda barbilla y las mejillas, blancas como tiza, manchadas de sangre.
Al avanzar el día, Malus sintió que iba ganando fuerzas y con la llegada del crepúsculo había recuperado lo suficiente la conciencia como para ver el refugio abandonado al pie de la montaña. Estaba apenas apartado del camino y tenía una buena vista de éste y del Camino de los Esclavistas, que se encontraba a menos de cincuenta metros hacia el sur.
El noble se dejó caer de la montura e inspeccionó la antigua estructura. Por lo que se veía, había sido usada el día anterior: había un fogón intacto protegido por un gran trozo cuadrado de techo firme e incluso una pila de leña.
La perspectiva de calentarse al lado del fuego y de un techo para protegerse de la lluvia le resultó casi irresistible a Malus, pero al mismo tiempo sabía que más adelante por aquel camino los saqueadores de tumbas estarían también montando su campamento. Si no seguía avanzando mientras ellos descansaban, jamás les daría alcance. Meneando la cabeza, pesaroso, el noble volvió a montar y tomó rumbo oeste.
Esa vez tuvo la lucidez necesaria para darse cuenta cuando ya no pudo más y consiguió encontrar un tosco refugio para viajeros en el que acurrucarse para protegerse contra la lluvia. Incluso se arriesgó a despojarse de su peto y de su kheitan para examinar bien la herida que le había hecho Eleuril. Vio con alivio que de la herida triangular sólo quedaba una fea cicatriz en forma de estrella. El demonio se las había ingeniado para curar la horrible herida, pero era evidente que le había tenido que dedicar un tiempo y un esfuerzo considerables. «Hasta el poder de Tz'arkan tiene sus límites», pensó Malus, lo cual le produjo tanto regocijo como la propia cicatriz.
Con la recuperación gradual de sus fuerzas, Malus fue aumentando el ritmo de la marcha; cabalgó durante horas después de la puesta del sol, hasta el momento en que el cansancio le impidió mantenerse erguido. Él y
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adoptaron una especie de rutina: cuando el noble ya no podía más, conducía al nauglir hacia los árboles que bordeaban el lado norte del camino y buscaba un roble o un pino bajo el cual guarecerse. Con las fuerzas que le quedaban, desensillaba a la bestia y la dejaba libre para que cazara, con lo cual se aseguraba una ración de carne fresca y jugosa esperándolo al despertar. Eso le bastaba para seguir la marcha y acortar la distancia que lo separaba de los saqueadores y de su botín.