Devorador de almas (33 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Devorador de almas
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Fuerlan lo miró con ojos desorbitados. Las manos le temblaban y empalideció de rabia.

—¡Apresadlo! —rugió—. ¡Atadlo a un poste y desolladlo vivo!

Dos de los petimetres se pusieron de pie y corrieron hacia Malus. Sin dudarlo, el noble sacó su espada manchada de sangre.

—¡Vamos, si os atrevéis! ¡Voy a colgar vuestros estrechos cráneos de mi silla de montar!

—¡Ya basta! —La voz de Nagaira resonó en la penumbra como un trueno.

Los petimetres se quedaron paralizados. Malus se volvió a mirar hacia el lugar de donde había salido la voz de la bruja. Algo se removió en las sombras profundas del extremo de la cámara cuando ella se acercó al lado del fuego. Sus ojos relumbraron como brasas encendidas en las cuencas argentadas de su máscara de demonio haciendo que Malus se parara en seco.

Sólo Fuerlan fue lo bastante osado, o lo bastante tonto, para ofenderse por la aparición de Nagaira.

—Vuelve a tu tienda —le espetó—. Esto no te concierne.

—¿Que no me concierne? —siseó, y Malus vio que la luz de los braseros se volvía más apagada—. ¡Pensad lo que decís, necio sarmentoso! ¡Pensad en el plan y en todo lo que le queda por hacer a Malus! ¿Estaríais dispuesto a matarlo ahora y tirarlo todo por la borda?

Malus abrió mucho los ojos. ¿De qué estaba hablando? Espontáneamente dirigió la mirada a la mano con que manejaba la espada y a las líneas de destacadas runas que tenía pintadas.

—¿Qué quieres decir con eso de lo que me queda por hacer? —dijo sin pensar.

Nagaira lo miró otra vez, y Malus sintió que su rabia se desvanecía como la llama de una vela.

—Por ahora, ve a tu tienda a descansar. Mañana habrá que luchar y debes conducir el ejército a la victoria.

No era una respuesta sincera, pero Malus sintió que no podía desafiarla. Impotente, se vio a sí mismo enfundando la espada y girando sobre sus talones sin decir palabra. Cuando salía de la tienda de Fuerlan oyó que Nagaira decía algo con fiereza a su prometido, pero no pudo entender lo que era.

Malus sintió en la cabeza una punzada atroz mientras se alejaba de la tienda del general. El dolor le revolvió el estómago y se le aflojaron las rodillas, pero su cuerpo siguió moviéndose de todos modos, empujado por el designio poderoso de Nagaira. Tuvo que alejarse más de una docena de metros de la tienda antes de poder caer finalmente de rodillas tratando de recobrar el aliento ante aquel dolor que lo cegaba.

«¿Qué es lo que me ha hecho esa bruja? —pensó—. ¿Y de qué forma puedo volverlo atrás?»

17. Escudos y lanzas

La cresta de las montañas estaba erizada de hombres con armadura. Horas antes del amanecer, las tropas del Arca Negra habían sido arrancadas del sueño y, tras ingerir un poco de carne fría y queso, habían formado en columna y habían marchado hacia el sur, donde las esperaba el ejército de Hag Graef. Bajo la débil luminosidad del falso amanecer habían abandonado el camino y habían formado una línea en la ladera inversa de las montañas. Jinetes oscuros habían estado ocupados persiguiendo a pequeños grupos de exploradores y de emboscados para mantenerlos muy apartados de las fuerzas naggoritas. Las banderas de infantería estaban listas y el terreno se conmovía bajo el paso medido de doce mil hombres que coronaron la cresta y apuntaron con sus lanzas al enemigo que los esperaba en medio de las ruinas.

Malus estaba en su montura en un punto de la ladera más bajo del que ocupaban las divisiones de infantería, lo que le permitía tener una buena perspectiva desde donde observar con odio las ruinas situadas cien metros hacia el sur. El general enemigo había aprovechado muy bien el tiempo que Fuerlan le había concedido estúpidamente. Durante la noche habían arrastrado enormes bloques de piedra desde las ruinas y los habían distribuido cuidadosamente en la extensión que había delante de la posición del ejército para crear campos de obstáculos y obstaculizar de ese modo al máximo una carga de la caballería. Unidades de lanceros estaban dispuestas en apretadas filas detrás de los parapetos de piedras, listas para ensartar a cualquier enemigo que se acercara demasiado. Detrás de ellos, había dos líneas de cimientos de edificios lo suficientemente altos como para permitir que se refugiasen allí las unidades de ballesteros y dispararan sobre las tropas enemigas que avanzaran.

El noble miró con amargura las fortificaciones enemigas y, una vez más, contó el número de efectivos. Había tres banderas de infantería y posiblemente una bandera completa de caballería en algún lugar por detrás de aquélla. Constantemente tenía atisbos de hombres a caballo que se movían al sur de las ruinas, pero nunca resultaba suficiente para calcular cuántos eran. Había algo en la disposición del enemigo que le preocupaba. Algo no estaba bien, pero no podía decir qué era. Malus miró a la chica autarii que tenía a su izquierda.

—¿Dices que tienen hombres observando los bosques a uno y otro lado?

Ella asintió.

—Ballesteros y lanceros. Esperan ocultos en profundas trincheras para dar por tierra con cualquier carga de la caballería —dijo—. Es probable que el enemigo tenga un vidente entre ellos.

Un presentimiento hizo que Malus se estremeciera, pero lo desechó con un gesto de desdén.

—No es probable — dijo—. Los drachau sólo recurren a las brujas en caso de absoluta emergencia. De lo contrario, crean demasiados problemas. —Volvió la cabeza y escupió hacia la derecha—. No, apostaría a que el capitán enemigo observó cómo habían muerto los hombres y caballos, y los lugares donde habían caído, y se hizo su propia composición de lugar. Hay que reconocer que los hombres del Hag se conocen bien el arte de la guerra.

—Y las trampas —añadió la joven fríamente.

—Así es — asintió Malus—. Da la impresión de que has tenido alguna experiencia al respecto.

La chica le dirigió otra de sus extrañas miradas.

—Una sola vez — dijo—, pero podéis estar seguro de que me vengaré.

Malus hizo una mueca al sentir una punzada de dolor en el fondo de los ojos.

—¿Es ése el motivo por el cual te uniste al ejército? —preguntó—. ¿Esperas encontrar al hombre que te agravió?

—Creía que ya lo había encontrado —respondió ella en voz baja—, pero cuando lo miré a los ojos vi que él no me reconocía.

Malus rió entre dientes.

—Entonces, es probable que no fuera él. No eres una persona fácil de olvidar.

La autarii le lanzó una mirada enigmática.

—Es posible —dijo. Después de un momento alargó la mano y señaló al cuello descubierto de Malus—. ¿De dónde sacasteis esas marcas, mi señor?

El noble se tocó el cuello.

—¿Las runas? Mi hermana me las pintó cuando la fiebre no quería abandonarme y ahora no puedo borrarlas. ¿Por qué? ¿Puedes leerlas?

—No soy una bruja, mi señor — dijo, negando con la cabeza—, pero está claro que os ha hecho un encantamiento.

El noble miró fijamente a la exploradora.

—¿Conoces alguna manera de eliminar conjuros?

—No. Como os he dicho, no soy bruja —respondió—, pero tengo entendido que las brujas llevan libros y pergaminos en los que están escritos sus conjuros. Es posible que en su tienda haya algo que pueda utilizarse.

—¡Hum! Tal vez —respondió Malus, lentamente—. Eso valdría la pena si se presentara una oportunidad. —Se agachó para acercarse a la exploradora—. Tengo algo que proponerte.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

—Ayúdame a encontrar una manera de deshacer este encantamiento y haré todo lo que pueda por encontrar al hombre que te agravió.

La joven le dirigió una de sus espectrales sonrisas.

—De acuerdo, mi señor.

A la derecha de Malus se oyó el sonido de los cuernos. Al volverse vio a Fuerlan subiendo por la otra ladera de la colina, rodeado por su séquito habitual de guardias y sirvientes. Nagaira venía un poco más atrás a lomos de su negro corcel de guerra, acompañada por un reducido grupo de acólitos encapuchados.

—Lo primero es lo primero —gruñó Malus—. El general se ha dignado, por fin, acompañarnos y ahora debemos encontrar el modo de llegar con vida a mañana. —Hizo que
Rencor
diera la vuelta mientras echaba a la exploradora una última mirada—. Permanece donde pueda encontrarte —le ordenó—. Podría tener que dar órdenes a los exploradores dependiendo de la marcha de la batalla.

Dicho esto espoleó a
Rencor
, que salió al trote hacia donde se encontraba Fuerlan.

No pudo llegar a donde estaba. Nagaira vio que se acercaba y le salió al encuentro, bloqueándole el camino para que no pudiera cumplir su objetivo.
Rencor
le gruñó al caballo, pero éste mantuvo su posición y le mostró los dientes, desafiante.

—Apártate de mi camino, hermana — dijo Malus—. ¿O es que al gran general ya no le interesan los informes de sus propios exploradores?

La luz del sol arrancó un destello a la máscara demoníaca de Nagaira. Las sombras pegadas a su piel convirtieron los orificios de los ojos en pozos de negrura impenetrable.

—El enemigo está formado ante nosotros —dijo con voz hueca—. ¿Qué más necesitamos saber?

El noble rechinó los dientes.

—El enemigo tiene tres banderas de infantería y posiblemente otra completa de caballería —dijo secamente—. Sus flancos están protegidos y ocupan posiciones perfectamente fortificadas desde las que controlan el camino.

El rostro enmascarado de Nagaira se volvió hacia el sur para mirar a las fuerzas enemigas.

—A menos que me equivoque, todavía somos muy superiores numéricamente —dijo, por fin—. No tienen la fuerza necesaria para derrotarnos.

—Pero tienen fuerzas más que sobradas para sangrarnos — le dijo Malus con voz destemplada—. Y para retrasarnos. Suceda lo que suceda, debemos ser capaces de mantener un ejército numéricamente suficiente para conquistar la ciudad. Y ahora mismo apostaría lo que fuera a que hay un mensajero matando caballos para volver al Hag y advertir al drachau de que vamos de camino. — El noble miró con furia a Fuerlan, que, montado en su nauglir a algunos metros de él, tomaba a sorbos el vino que le ofrecía uno de sus sirvientes—. Ese necio ya ha dilapidado las que eran nuestras mayores ventajas: la velocidad y la sorpresa. De ahora en adelante, cuanto más nos acerquemos a Hag Graef, tanto más estaremos en manos del enemigo.

La risa de Nagaira resonó débilmente detrás de su máscara.

—No pierdas la fe, hermano. Tenemos a nuestra disposición algo más que soldados.

—Entonces, será mejor utilizarlo ahora —replicó Malus—. Si tienes sobre Fuerlan el mismo poder que tienes sobre mí, convéncelo de que se retire y haga que el enemigo salga en su persecución...

—No sé de qué hablas — dijo Nagaira, pero Malus sintió su mirada abrasadora sobre la piel—. No vuelvas a decir semejantes tonterías, Malus. A nadie. ¿Me oyes?

La réplica del noble se apagó como la llama de una vela. Sintió que su rabia perdía intensidad y desaparecía a pesar de lo mucho que luchó porque no fuera así.

—Ya..., ya entiendo —se oyó decir.

—Muy bien —dijo su hermana, como si él fuera un animal domesticado—. Si tanto te preocupa el ejército naggorita, tendrás que encontrar una manera de apartarlo del fuego. Yo no tengo tanto poder sobre Fuerlan. Lo cierto es que cuanta más sangre de su ejército se derrama, tanto mayor es su empeño de enviarlos a combatir. ¿Has oído? Han sonado las trompetas. La batalla ha empezado.

Claro estaba que oía el grito estridente de las trompetas dando al ejército la orden de avanzar. Como un solo hombre, las tres banderas de infantería bajaron las lanzas e iniciaron la marcha hacia las ruinas. Una bandera de caballería las seguía lentamente a uno y otro flanco, y se mantenía retrasada en previsión de atravesar la línea enemiga. A las trompetas naggoritas les respondió el sonido de los cuernos de Hag Graef, preparando a las tropas para la batalla.

—¿No hay ningún conjuro que podamos emplear? —preguntó Malus—. ¿Bolas de fuego o terribles apariciones? ¿Nada?

Su hermana se limitó a negar con la cabeza.

—Debo reservar mi poder para el golpe decisivo — dijo—. Ese momento todavía no ha llegado.

—¡Si no vencemos ahora es posible que no tengas otra oportunidad!

La bruja rió entre dientes mientras tiraba de las riendas.

—Todo está saliendo tal como lo habíamos planeado, hermano. Ya verás.

Dicho esto, espoleó su caballo y salió al trote hacia Fuerlan y su guardia. Malus ni siquiera tuvo el valor suficiente para mirar con odio a su hermana mientras se alejaba.

Rechinando los dientes de frustración, volvió a prestar atención a la batalla que se había entablado al pie de la colina. Los lanceros naggoritas casi habían llegado a las ruinas, y el aire entre uno y otro ejército ya estaba negro de virotes de ballesta. Los lanceros avanzaban protegidos por sus escudos; presentaban una muralla móvil de madera y acero al embate de los proyectiles. Algún que otro hombre caía, tratando de arrancarse los virotes que se les habían clavado en el pecho, el cuello o las piernas. Los hombres heridos se retiraban de las filas, cojeando o retrocediendo a tumbos hacia la cresta de la colina, o arrastrándose con dificultad en cualquier dirección para ponerse a salvo de la espantosa lluvia de acero. Los oficiales nobles de la retaguardia daban órdenes a los lanceros y hacían que guerreros de refresco cubrieran las brechas para que las compañías siguieran adelante.

Desde su punto de observación, a Malus le daba la impresión de que el avance inicial iba bien. No había muchas bajas por el momento, pero a medida que los hombres se acercaban a las filas enemigas, tanta más fuerza cobraban las ballestas, y los naggoritas tendrían que preocuparse tanto del enemigo que tenían delante como de los proyectiles que les llovían desde arriba. Trató de sorprender algún movimiento al sur del frente enemigo; parecía que había más caballos cambiando de posición. El comandante de la caballería, o bien era del tipo indeciso, o bien estaba tratando de dar la impresión de que el número de soldados de caballería que se movía entre las ruinas era mayor de lo que realmente era.

¿Dónde estaba el general? Empezó por el extremo izquierdo de las fuerzas enemigas y fue examinando las ruinas con mucha atención. «Sin duda, debe ocupar un lugar con una buena perspectiva», pensó mientras examinaba los promontorios elevados o las sendas que proporcionaban una vista amplia del frente.

Por fin, vio a un nauglir que bajaba lentamente por el Camino de la Lanza, justo en el centro de la posición del enemigo. Un noble con armadura aparecía sentado en la montura, pero en sus manos no llevaba ni armas ni escudo. Tras él había un pequeño grupo de caballeros montados en gélidos, sólo cinco, demasiado pocos para influir en una batalla campal. «El general y su guardia personal», pensó Malus. No podía ser nadie más.

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