Devorador de almas (37 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Devorador de almas
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—¡Seguid combatiendo! —les gritó a sus hombres—. ¡La ayuda viene de camino!

La lucha continuaba. Las fuerzas naggoritas se habían visto obligadas a retroceder formando una masa informe de tropas y asediadas por todos lados.

—¿Dónde está Fuerlan? — gritó, pero los escasos hombres que lo oyeron menearon la cabeza cansinamente—. ¿Y Gaelthen? ¿Dónde está Gaelthen?

Las cabezas cubiertas con yelmos se volvieron en todas direcciones, tratando de encontrar sentido al caos que los rodeaba. Sin su propio yelmo, Malus podía hacerse una idea más cabal de la batalla, pero era difícil distinguir a un hombre de otro entre tanto polvo y confusión. Entonces, algunos metros más al sur, Malus vio un combate de nauglir contra nauglir mientras los caballeros de ambas ciudades luchaban cerca de la orilla del río. Entre la confusión de hombres y gélidos, Malus vio al señor de la guerra enemigo presentando batalla a dos caballeros naggoritas y se dio cuenta de que si Fuerlan seguía vivo, sin duda estaría en el camino del señor de la guerra.

«No es que me importe», pensó el noble con expresión feroz. Ahora tenía otro plan.

—Mantened una vía abierta por detrás de vosotros —les ordenó a los caballeros que lo rodeaban—. Estad atentos a la llegada de nuestra infantería por el norte. ¡Cuando aparezcan, vamos a romper el cerco y a salirles al encuentro!

Sin esperar respuesta, espoleó a
Rencor y
se incorporó a la lucha, abriéndose paso inexorablemente hacia el general enemigo. Los caballeros, cansados, se hacían a un lado para darle paso mientras se iba abriendo camino por el centro de los combatientes y se incorporaba a la lucha más al sur.

Las garras de
Rencor
chapotearon entre la arena empapada de sangre cuando Malus llegó a la orilla del río. En ese punto, la batalla se había convertido en una serie de combates cuerpo a cuerpo: los caballeros trataban de no ceder terreno al enemigo. Los nauglirs se destrozaban unos a otros mientras sus jinetes intercambiaban golpes de espada, hacha y maza. El suelo estaba sembrado de cuerpos con armadura, algunos trabados todavía en encarnizado combate con las últimas fuerzas que les quedaban.

Malus llegó a unos diez metros del señor de la guerra enemigo antes de que su camino se viese obstaculizado por los combates individuales. De haber tenido una ballesta podría haberle dado al bastardo en la cabeza y haber dejado cojo al ejército enemigo, pero tal como estaban las cosas tuvo que conformarse con observar, impotente, cómo el señor de la guerra le aplastaba el cráneo a uno de sus adversarios y se lanzaba a por el otro.

Enfrente mismo de Malus, otro naggorita se volvió en su silla llevándose una mano a una herida mortal que tenía en la garganta. Su enemigo alargó la mano y cogió al caballero por el crestado yelmo, tiró de él hacia adelante y le cortó la cabeza con un golpe salvaje. El gélido del muerto todavía seguía trabado en combate con el nauglir del vencedor, y ni uno ni otro cedían un centímetro.

La frustración de Malus llegó al colmo.

—¡Si no puedo abrirme camino, por la Madre Oscura que pasaré por encima! —Clavó las espuelas en los flancos de
Rencor
—. ¡Arriba,
Rencor
! ¡Arriba!

Rencor
tomó impulso, saltó y aterrizó sobre el lomo del nauglir que se había quedado sin jinete. El pequeño gélido buscó dónde afirmarse con las garras. Malus siguió castigándolo con las espuelas.

—¡Eso es! —gritó—. ¡Adelante, bestia de los infiernos!

El nauglir enganchó una garra en la silla del caballero muerto y volvió saltar hacia adelante, aterrizando esa vez de lleno en el lomo de la cabalgadura de un caballero enemigo y tirando al jinete de la silla. El otro nauglir, más grande que él, se sacudió y rugió mientras trataba de alcanzar a
Rencor
con sus colmillos. El señor de la guerra enemigo estaba apenas a unos cuantos metros más allá, entretenido todavía con el adversario que tenía ante sí.

—¡Una vez más! —gritó Malus—. ¡Adelante!

Rencor
volvió a intentarlo, pero esta vez el gélido que tenía debajo se dejó caer de lado y lo arrastró consigo. Unas mandíbulas enormes y babeantes se cerraron de golpe a unos centímetros apenas de la pierna de Malus, que se sintió lanzado hacia adelante. El instinto hizo que se tirara de la silla para no quedar aplastado bajo el peso de las dos bestias de guerra trabadas en una feroz pelea.

Malus cayó con tanta fuerza en el suelo arenoso que se quedó sin respiración. Se arrastró más de un metro y chocó contra el flanco de la cabalgadura del señor de la guerra en el preciso momento en que éste remataba a su segundo enemigo y empezaba a buscar a alguien más a quien matar.

El noble trató de recuperar el aliento cuando una garra del tamaño de su pecho se cernía encima de él. Malus se echó hacia adelante y, de una voltereta, pasó por debajo del gélido y apareció al otro lado de la bestia.

El señor de la guerra se afanaba con las riendas de la bestia tratando de darle la vuelta para quedar frente a Malus, entre gritos de sorpresa y furia. El noble aulló como un demonio, y empuñando la espada con ambas manos, la clavó en la parte posterior de la rodilla del general. La carne, el hueso y la juntura de la armadura se abrieron y saltó un chorro de sangre. El grito del señor de la guerra se transformó en un aullido de agonía cuando perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado y cayó de la silla. Desapareció al otro lado del nauglir, y Malus, sin pensarlo, tiró de la pierna cortada del hombre sacándola del estribo, puso su pie en el soporte de cuero y se montó sobre el lomo del gélido.

El general estaba tratando de escabullirse por la arena y dejaba un reguero de sangre detrás de su muñón. El nauglir intentó alcanzar a Malus con sus fauces, dando vueltas sobre sí mismo, pero el noble no le hizo el menor caso y saltó para alcanzar a su enemigo en retirada.

Cayó al suelo a algunos palmos del general sobre la endurecida arena. Sintió un dolor horrible en caderas y rodillas, pero sacó fuerzas de flaqueza y avanzó a cuatro patas como un lobo. El señor de la guerra lo vio venir y le lanzó un golpe con su temible maza, pero Malus se anticipó al golpe y lo esquivó agachándose. La fuerza del empujón hizo que el general quedara de espaldas sobre el suelo, momento que aprovechó el noble para montarse a horcajadas sobre él con la espada en alto.

—Enhorabuena, general — le dijo entre dientes—; habéis venido al norte con un ejército para encontrarme y aquí me tenéis.

La espada descendió rápida como el relámpago y atravesó el cuello del general haciendo rodar el yelmo del dragón por la arena. Malus se arrastró en pos de él para recuperar el rezumante trofeo que llevaba dentro. Se puso de pie sobre la arena manchada de sangre y sostuvo en alto la cabeza del general. Lo asaltó de golpe algo feroz, parecido a un
déja vu
, que se transformó en seguida en una sensación de triunfo.

—¡Naggor! —rugió, y un grito de desesperación surgió de los caballeros de Hag Graef que estaban más próximos. En ese momento, le pareció el sonido más dulce que había oído jamás.

Malus se puso la cabeza del general debajo del brazo y recuperó su espada, mientras buscaba como un loco a
Rencor
. Lo vio que venía cojeando hacia él y corrió al encuentro de la bestia herida antes de que algún caballero enemigo decidiese tratar de acabar con él. Otro nauglir habría olvidado a su jinete y se hubiera lanzado a la refriega, pero
Rencor
; era más listo que los gélidos en general.

—Bien hecho — dijo Malus, montando en la silla—. ¡Bien hecho, terrible bestia!

Cogió la cabeza del general, la ensartó en la punta de su espada y la puso en alto para que amigos y enemigos pudieran verla. Los caballeros de Hag Graef próximos a él ya estaban en franca retirada, conmocionados y desanimados ante la muerte de su señor de la guerra. Los caballeros pretorianos lo ovacionaron al sonido de las estridentes trompetas.

¡Trompetas! Malus miró hacia el norte. Una masa de hombres a caballo cargaba colina abajo con Eluthir a la cabeza y seguidos por una muralla de lanzas relucientes. La bandera de lanceros enemigos apostada al norte había defendido su posición y había sufrido el mortífero ataque de los exploradores, pero en ese momento se dejaron llevar por los nervios y retrocedieron ante el embate de la caballería. Las fauces de la trampa se habían abierto, y los naggoritas atrapados pudieron escapar.

Una ovación surgió de las filas de la caballería y, en ese preciso momento, Malus vio a Fuerlan en medio del grupo más numeroso de caballeros. El general naggorita había perdido su yelmo en la pelea y en su cara se reflejaban un miedo y una rabia espantosos. El noble dio la vuelta a
Rencor
y se abrió paso entre la enfervorizada multitud hasta Fuerlan.

—¡Mi señor! —le gritó Malus mientras se acercaba—. La infantería ha llegado y Eluthir ha abierto un camino para nuestra retirada. Debemos darnos prisa antes de que el enemigo se recupere de la sorpresa.

—¿Retirada? —Fuerlan entrecerró los ojos oscuros llenos de odio—. ¡El ejército del Arca Negra no se retira! ¡Seguiremos adelante, y cuando la batalla haya terminado os haré decapitar por cobarde!

—¿Seguir adelante? —Malus no se lo podía creer—. ¡Nuestra caballería está dispersa y agotada! ¡Debemos retroceder y reagruparnos, o la trampa podría volver a cerrarse sobre nosotros en cualquier momento y no tendríamos otra ocasión de romperla!

—¡Silencio! —chilló Fuerlan, temblando de rabia. Alargó su mano cubierta con el guantelete; en ese momento, Malus se dio cuenta de que ni siquiera había desenfundado la espada—. La cabeza de ese hombre merece estar en las manos de un verdadero guerrero, no de un Darkblade traidor como vos. Traedla aquí y poneos fuera de mi vista. Me ocuparé de vos cuando la batalla haya terminado.

Malus apartó los ojos de Fuerlan y buscó la mirada de los agotados jinetes y caballeros naggoritas. Todos contemplaban la escena con sorpresa apenas disimulada, pero nadie osaba contradecir al hijo de Balneth Calamidad. El noble sacó el trofeo de la punta de su espada y se lo entregó a Fuerlan sin una palabra; a continuación, se volvió de espaldas.

Fuerlan levantó la cabeza del general.

—¡Victoria para el Arca Negra! —gritó como si él mismo acabara de arrancarle la cabeza al señor de la guerra.

Mientras lo hacía, Malus volvió y golpeó de plano con su espada al general naggorita en la cabeza. El hijo del Señor Brujo emitió un gruñido y cayó de la silla.

Por un momento, el silencio reinó entre los naggoritas. Malus esperó, paseando la mirada por los presentes sin decir una sola palabra.

Por último, uno de los caballeros pretorianos habló.

—El señor general ha sido herido — dijo, poniendo una intención evidente en sus palabras mientras miraba a sus hombres—. Eso os deja al mando, lord Malus. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

Malus asintió y siguió adelante como si no acabara de cometer un acto de flagrante amotinamiento. Buscó entre los presentes al trompeta de Fuerlan y fijó en él su mirada autoritaria.

—Tocad la orden de retirada de la caballería — dijo—. Los caballeros pretorianos deberán formar y actuar como retaguardia para cubrir la retirada. Con suerte, arrastraremos el contraataque del enemigo hacia nuestras lanzas.

—Sí, mi señor —dijo el trompeta con voz áspera, y llevándose la trompeta a los labios tocó una serie complicada de notas.

De inmediato, los caballeros pretorianos se pusieron en movimiento, transmitiendo la orden a sus compañeros dispersos. Alrededor de ellos, el polvo empezaba a asentarse y el orden volvía a imponerse sobre el caos. Una vez roto el cerco de hierro, los lanceros enemigos se habían retirado unos doce metros hacia el este y el oeste, y su caballería había retrocedido en dirección al río. Los hombres de a caballo de los naggoritas fueron volviendo a sus filas en grupos dispersos de tres o cuatro. Tendrían suerte si quedaba una compañía completa de ellos cuando terminara el día.

Los caballeros pretorianos habían corrido una suerte parecida. Había quedado menos de la mitad de los caballeros de la élite del arca, una pérdida a todas luces apabullante. Y la batalla distaba mucho de haber terminado.

Sonaron las trompetas de las fuerzas del Hag, señales contradictorias provenientes de diferentes jefes, pero Malus sabía que eso no duraría mucho. La mayor parte de los jinetes ya habían llegado a las líneas naggoritas o estaban a punto de hacerlo. El noble alzó su espada.

—¡Caballeros pretorianos! ¡Al galope!

La formación de ojerosos caballeros se puso en movimiento y fue cogiendo velocidad a medida que los nauglirs recuperaban las fuerzas y empezaban a correr. Casi de inmediato se oyó un clamor en las filas enemigas. Malus volvió la vista y vio, inclinándose nuevamente hacia adelante, las armas curvas de las compañías de lanceros. El espectáculo de sus enemigos más odiados escapándoseles de las manos les había señalado con más claridad que sus jefes el camino que debían seguir.

Normalmente, la carrera no hubiera suscitado dudas, pero los nauglirs llevaban todo un día batallando y hasta su legendaria energía estaba casi agotada. Entre aullidos, los lanceros se abalanzaron por ambos lados sobre las fuerzas en retirada. Sibilantes virotes de ballesta empezaron a surcar el aire, pero esa vez provenían de los autarii apostados sobre la colina que disparaban sobre el grueso de la infantería enemiga. Una lanza pasó tan cerca que Malus, con sólo haber alargado la mano, podría haberla agarrado si hubiera querido hacerlo. En el fondo de la formación se oyó el entrechocar de armas. Cuando miró hacia atrás vio que los lanceros enemigos habían dado alcance a la última fila de caballeros y estaban luchando contra los hombres montados.

Por delante, sonó una trompeta, y dos compañías de lanceros se desplazaron a izquierda y derecha abriendo un camino para que pasaran los caballeros. Se oyó un clamor cuando el primer nauglir pasó de una forma atronadora por la brecha abierta, y Malus alzó la espada a modo de saludo.

Los lanceros enemigos se dieron de bruces con los naggoritas que los esperaban y se oyó el estrépito de las armas unas contra otras. Los capitanes gritaban órdenes a sus hombres; las banderas retrocedieron un paso ante el impacto. Entonces, los naggoritas se afirmaron bien en el suelo y repelieron el ataque. Los hombres de las primeras filas eran diezmados una y otra vez por la frenética acometida de las lanzas; los heridos abandonaban las filas tambaleándose y retirándose hacia la retaguardia, cojeando o llevando las manos a las heridas sangrantes del pecho y de los brazos. Las partes se castigaban mutuamente como una lluvia de piedras, dejando una huella dispersa de cuerpos destrozados mientras se iba produciendo un desgaste paulatino.

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