Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Una vez a salvo detrás de sus líneas, la rápida carrera de los caballeros se detuvo. Los hombres se dejaron caer en sus sillas, muertos de cansancio y debilitados por la multitud de heridas menores. Malus se desprendió de la formación y volvió hacia la línea. Las compañías de lanceros naggoritas no cedían terreno frente a unas tropas enemigas más o menos igualadas. Desde el flanco derecho, los autarii seguían lanzando su lluvia letal sobre los lanceros enemigos, y Malus se dio cuenta de que el enemigo no tenía ballesteros propios, de modo que en eso llevaban una ligera ventaja.
Los ojos de Malus se fijaron en la masa oscura de hombres montados a caballo o en gélidos que permanecía en el lado norte del vado, a menos de cien metros de allí. ¿Entrarían en combate o estarían demasiado agotados como para luchar? No había modo de saberlo. Malus tenía claro que a menos que entre la nobleza del Hag hubiera alguien capaz de erigirse en nuevo general, las compañías de lanceros no iban a retirarse. La inercia de su misión las había llevado a trabarse en combate con la línea naggorita, y allí se mantendrían hasta que una u otra parte se desmoronara.
Se dio cuenta de que el resultado de la batalla estaba en sus manos. Esa idea le produjo una íntima conmoción.
Al cabo de unos minutos había tomado su decisión. Se giró y condujo a
Rencor
de vuelta hacia los caballeros exhaustos, y llegó al mismo tiempo que Eluthir. La cara del joven caballero reflejaba una alegría salvaje. Había otra media docena de cabezas recién cortadas colgando de su silla como trofeos.
Malus pasó revista al grupo con la mirada.
—¿Dónde está lord Gaelthen? —preguntó.
—Lo vi caer junto al río, mi señor —dijo uno de los caballeros con voz ronca—. Fue durante la tercera o cuarta carga del enemigo.
—¡Ah! —dijo Malus con tono grave, sorprendido ante la auténtica sensación de pérdida que le producía la noticia—. Está bien. Eso se suma a la deuda de sangre que tienen con nosotros esos bastardos —dijo—. Y vamos a cobrárnosla. Ahora mismo.
Los hombres se irguieron en sus sillas. El agotamiento había eliminado toda expresión de sus rostros. Malus los miró fijamente.
—La infantería enemiga está plenamente entregada, pero la caballería flaquea. Si lanzamos sobre la infantería una carga en el lugar adecuado, se vendrá abajo. Ya sé que hoy habéis luchado duro y habéis perdido muchos compañeros a manos del odiado enemigo. Sus espíritus os observan. ¿Vais a negarles la venganza que se merecen?
Una conmoción sacudió las filas de los caballeros. Después de un momento, habló uno de ellos.
—¡Si vos nos guiáis, temido señor, os acompañaremos hasta la mismísima Oscuridad Exterior!
Malus sonrió como un lobo. —Seguidme, entonces —dijo.
El noble condujo a los caballeros hacia el flanco derecho, donde la división de lord Jeharren estaba castigando a los lanceros enemigos bajo la cobertura del fuego constante de los autarii. El joven capitán saludó al ver la llegada de Malus y de los caballeros.
—Un buen día para combatir, temido señor —dijo Jeharren, como si estuviera hablando del tiempo o de una ejecución pública. Tenía clavado en un hombro un virote de ballesta, pero el lord naggorita no le hacía el menor caso.
—Enhorabuena, lord Jeharren —dijo Malus—. Los caballeros pretorianos se adelantarán a vuestras líneas y cargarán contra el enemigo. Cuando dé la señal, ordenaréis a vuestras compañías que abran un camino en el centro de la formación enemiga.
Jeharren asintió.
—Se hará lo que ordenéis, temido señor. Malus volvió junto a sus hombres.
—¡Formad en columnas! —ordenó—. ¡Dispuestos para cargar!
Los caballeros se dispusieron rápida y ordenadamente en columnas a pesar de su estado de agotamiento. Cuando estuvieron organizados, Malus alzó su espada teñida de sangre y saludó a lord Jeharren. El capitán asintió y se volvió hacia su trompeta.
—¡Preparados! —gritó Malus con la mano apretada sobre la empuñadura de su espada.
Al sonar la trompeta, dos compañías se replegaron a derecha e izquierda dejando el camino expedito. Los lanceros enemigos se lanzaron por él adelante con gritos exultantes. Malus bajó en ese momento el brazo describiendo un arco.
—¡A la carga!
Los caballeros pretorianos se lanzaron adelante con un grito terrible y cayeron sobre la línea enemiga. Los lanceros que se habían precipitado hacia la brecha abierta vieron lo que se les venía encima y trataron de retroceder. Muchos dejaron caer sus lanzas llevados por el pánico, y empezaron a empujar y golpear a los que tenían detrás para abrirse camino.
Los caballeros del Arca Negra cayeron sobre la línea enemiga como una lanza y, aplastando a los hombres a su paso, llegaron al corazón mismo de la formación. Malus lanzaba golpes a las cabezas y los cuellos de las tropas apiñadas, infligiendo terribles heridas en las caras y gargantas expuestas. Partía lanzas y yelmos, mientras
Rencor
lanzaba por los aires los cuerpos aplastados como un perro de caza entre las ratas. Por todas partes se oía el ruido de gritos y el entrechocar de aceros, y Malus, enardecido, reía como un loco.
Tan repentinamente como se había iniciado, la presión de las tropas se retrajo ante los caballeros como una ola cuando se retira de la playa. Los lanceros, superados por la ferocidad de la carga naggorita, rompieron filas y huyeron hacia el vado. El flanco izquierdo había caído y se incrementó la presión de los naggoritas en el centro y la derecha del Hag.
Malus tiró de las riendas y alzó la espada.
—¡Alto! ¡Alto! —ordenó.
La batalla todavía no estaba decidida. Todo dependía de lo que hiciera la caballería enemiga. Si contraatacaban, era posible que los naggoritas se encontraran muy pronto combatiendo a la defensiva.
Buscó a la caballería enemiga al pie de la colina y la vio atravesando el ancho río, huyendo hacia el sur. Los caballeros enemigos les iban pisando los talones. Habían perdido a su señor de la guerra y con él su voluntad de seguir combatiendo.
Poco después, el centro de la línea enemiga cedió y la retirada se convirtió en desbandada. Los lanceros tiraban sus armas y bajaban la colina a trompicones, tratando se salvar la vida. Sonó una trompeta y las divisiones naggoritas avanzaron tras ellos a paso medido, matando a todo el que pudieron alcanzar. Hasta la maltrecha caballería salió en su persecución, vengándose de la carnicería que había padecido una hora antes.
Un clamor se alzó desde las filas de los caballeros pretorianos.
—¡Malus! ¡Malus! —gritaban, y él rió y gritó con ellos, embriagado con el rojo vino de la victoria.
Eluthir hizo avanzar a su nauglir entre los cadáveres enemigos apilados y se unió a él.
—¿Adonde ahora, mi señor?
—¿Adonde va a ser? —dijo Malus señalando al sur con su ensangrentada espada—. ¡A Hag Graef!
Una lluvia fría susurraba entre las ramas de los pinos por encima de la cabeza de Malus. Unas pesadas gotas le empapaban el pelo, se colaban por debajo de la gola de su armadura y le mojaban la ropa. También corría en surcos por su mugrienta armadura, tomando un color rosado al ir arrastrando la sangre seca que la cubría. Él y los demás capitanes del ejército formaban un círculo apretado bajo la protección de los pinos y estudiaban un gran mapa, dibujado sobre piel encerada, del valle que tenían delante. «Cuando hayamos terminado, el terreno que pisamos estará tan rojo como un campo de batalla», pensó el noble con cansancio.
El día estaba ya muy avanzado y el cielo cubierto hacía previsible que se hiciera de noche temprano. Habían marchado casi sin pausa desde la batalla de Aguanegra; ahora los hombres estaban a un lado del Camino de la Lanza bajo la lluvia, demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera arrebujarse en sus capas para conseguir un poco del descanso que necesitaban desesperadamente.
Estaban a algo más de un kilómetro de la entrada del Valle de las Sombras. De no ser porque el cielo se había cubierto de gris y la lluvia desdibujaba todos los contornos, a esas alturas ya podrían verse las torres de Hag Graef desde donde se encontraban. Sin embargo, Malus daba las gracias por ese tiempo espantoso que les permitía ocultarse. Durante la larga marcha, la caballería y los exploradores habían recibido órdenes de ir por delante y de matar a cualquier soldado que huyera hacia el sur o a cualquier viajero que fuera hacia el norte. Malus pensaba que el drachau de Hag Graef seguramente conocía el desastre del vado del Aguanegra, pero no tendría idea de la distancia a que se encontraba el ejército del Arca Negra de las murallas de su ciudad. El noble sabía que la ventaja que eso les daba no era mucha, pero por el momento estaba dispuesto a aferrarse a lo que fuera.
La batalla en las ruinas y el combate que tuvo lugar a continuación en el vado del río se habían cobrado un pesado tributo sobre el ejército naggorita. Sólo una cuarta parte de su caballería y apenas un tercio de los caballeros pretorianos estaban en condiciones de combatir. Entre las bajas sufridas en las ruinas y la batalla en el vado, habían perdido a toda una división de infantería. Malus había mandado reconstituir la segunda división con la bandera de infantería de reserva y una media bandera de supervivientes de la unidad original. Lord Kethair había muerto castigando el flanco izquierdo del enemigo en las ruinas, y lord Dyrval había caído con muchos de sus hombres en una emboscada en el vado. Sus sustitutos eran nobles jóvenes con escasa experiencia de campo, pero las heridas de sus caras y la dura mirada de sus ojos revelaba que sabían lo que era luchar duro y que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para salir victoriosos en la guerra contra el Hag.
«El problema —pensó Malus con amargura— es que no tengo la menor idea de cómo contribuir a que así sea.»
Los goterones caían sonoramente sobre la oscura y arrugada piel del mapa, que parecía pertenecer a los primeros tiempos del enfrentamiento secular con Hag Graef, es decir, a muchas décadas atrás. Los detalles del valle y del terreno que rodeaban a Hag Graef estaban dibujados con gruesos trazos negros. El noble siguió la línea del Camino de la Lanza, que descendía internándose en el valle y serpenteaba entre los espesos bosques que llevaban a la puerta norte de la gran ciudad druchii. Conocía de memoria cada revuelta del camino, del mismo modo que conocía las murallas y pesadas puertas en sus menores detalles. Era su hogar, el premio que había querido reclamar para sí desde el primer día en que se había presentado en la Corte de las Espinas hacía ya muchos años.
También sabía que tres divisiones de infantería exhaustas, un puñado de caballeros y unas mermadas fuerzas de caballería no eran en absoluto suficientes para tomar por asalto la ciudad, ni siquiera en el caso de que consiguiesen atravesar las puertas. Durante aquella larga tarde había considerado el problema desde todos los ángulos, tratando de imaginar cómo tenía pensado Nagaira apoderarse del Hag para entregarlo a su prometido, y todavía no era capaz de ver la forma de conseguirlo. Ni siquiera la magia bastaría, porque el drachau podía convocar a las brujas del convento para contrarrestar los conjuros de Nagaira. Y puesto que seguramente habían perdido la ventaja del elemento sorpresa, no se le ocurría ninguna estratagema para introducir en la ciudad a todo un ejército sin encontrar resistencia.
Los únicos que conocían el plan en todos sus detalles eran el Señor Brujo, Fuerlan y Nagaira. Balneth Calamidad estaba a más de cien leguas de allí, y Malus ni siquiera estaba seguro de que Fuerlan siguiera vivo. Suponía que algún miembro de la división se habría ocupado de hacer que sacaran de allí al general cuando los caballeros pretorianos se habían retirado al vado, pero no había vuelto a ver al hijo de Calamidad después de aquello, y Malus no tenía ni tiempo ni energía para molestarse en averiguar qué había sido de él. Por ahora estaba al mando del ejército y con Hag Graef prácticamente a la vista no podía por menos que sentirse tentado por la idea de usar el plan secreto de Nagaira para sus propios fines. Si ella conocía una manera de poner a Fuerlan en el trono con los instrumentos con que contaba, ¿por qué no él?
A menos que no hubiera ningún plan y esto fuera una retorcida traición para consolidar el poder de su aliado Isilvar, el nuevo vaulkhar. Una gran victoria sobre Naggor le daría a Isilvar la legitimidad que tanto necesitaba entre los nobles del Hag. Pero, de ser así, ¿para qué lo necesitaba a él Nagaira? ¿Por qué habría de tomarse tantas molestias para tenerlo bajo su control?
«Tú eres la flecha», había dicho el caballero. ¿Qué significaba eso? ¿De dónde provenía esa visión?
Le dolía la cabeza. La piel alrededor del golpe que le habían dado en la cabeza estaba caliente y le causaba dolor si se tocaba. Además, durante la marcha se había mareado varias veces. Todos los huesos del cuerpo le pedían descanso a gritos. ¿Era sólo que estaba exhausto? ¿Acaso sus heridas le producían alucinaciones? ¿O es que había alguna otra cosa?
Malus se dio cuenta de golpe de que los capitanes lo estaban mirando. Se sacudió para volver a la realidad y, al hacerlo, lanzó una lluvia de gotitas teñidas de rojo.
—¿Sí?
Lord Esrahel carraspeó.
—Estábamos tratando de determinar el lugar para el campamento, mi señor —dijo.
—¡Ah, sí! —respondió Malus, frotándose la frente con aire ausente.
Los dolores de cabeza habían ido en aumento a lo largo del día; sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Una vez más centró la atención en el mapa.
—En el valle, el terreno no es adecuado para un gran campamento, y de todos modos soy reacio a postergar nuestro avance. La velocidad es básica. Debemos atacar mientras nuestro enemigo está cansado.
—Con todo respeto, mi señor, también nosotros estamos al borde del agotamiento — dijo lord Ruhven.
En la cara del viejo druchii había una costura que daba relieve a una fea herida de lanza que tenía en la mejilla. Tenía el rostro encendido y los ojos hundidos, pero su voz seguía siendo vigorosa.
Los hombres han librado dos duras batallas y han hecho una marcha forzada en un solo día. Combatirán si se lo ordenáis, pero no resistirán mucho frente a tropas frescas.
Lord Eluthir hizo un gesto de aprobación. Tras la muerte de Gaelthen y como consecuencia de su victoriosa carga en la batalla del vado, Malus lo había nombrado su edecán y le había dado el control de los caballeros pretorianos para poder dedicarse él a mandar al conjunto del ejército.