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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (42 page)

BOOK: Devorador de almas
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Por fin, llegaron a una especie de callejón sin salida, un enorme pozo cuyo fondo se perdía en una oscuridad abismal. De la oscuridad salían unas emanaciones nocivas que hicieron toser a Malus. Encima del pozo, el aire era quieto y frío, y abajo no se oía el menor ruido.

Nagaira se acercó al borde del pozo y miró hacia el vacío. Aparentemente satisfecha, se volvió e hizo señas a uno de sus acólitos. El hombre se adelantó y se echó atrás la capucha, mirando a la bruja con expresión de serena adoración. Ella alzó la mano, sosteniendo algo que parecía un rubí resplandeciente y lo deslizó entre los labios del acólito.

—Este es mi regalo para ti —dijo.

El hombre sonrió.

—Duermo en la oscuridad para que los durmientes puedan despertar — dijo, y saltó al vacío. Cayó sin producir el menor sonido.

Nagaira dio la espalda al pozo y volvió por el camino por el que habían venido.

Volvieron a los túneles tortuosos, y Nagaira a la consulta de sus mapas. Poco después, llegaron a un nuevo pozo, y otro de sus fieles seguidores recibió su regalo y se precipitó en el olvido.

Malus observaba con horror creciente el desarrollo del ritual. Después de que el tercer guardia se sumiera en la oscuridad eterna, empezó a sentir que el aire estaba cada vez más cargado. ¿Serían sacrificios que ofrecía Nagaira? Y de ser eso cierto, ¿a qué o a quién? ¿Qué tenían que ver con su plan para matar al drachau?

En total, seis acólitos habían sido entregados a la oscuridad. El aire pesado de los túneles chisporroteaba de tanto poder acumulado, y Malus podía sentir que se conmovía y palpitaba contra su piel como algo vivo. Era como si hubieran estado deambulando por el laberinto durante una eternidad, y el noble ya no podía más.

—¡¿Vamos a caminar por estos malditos túneles hasta que caiga la Noche Eterna?! —exclamó Malus, incómodo al percibir la inquietud patente en su voz—. Como si no fuera ya bastante malo que me hayas transformado en tu flecha asesina, hermana. Lánzame ya sobre el drachau o arrójame a uno de tus pozos sin fondo. Realmente ya no me importa lo que sea.

Nagaira se volvió poco a poco para mirarlo de frente.

—Muy bien — dijo con una pizca de diversión en su tono habitualmente helado.

Extendió la mano apuntando a un montón de escombros que cubría el lateral de una pared cercana y pronunció una palabra de poder. El aire empezó a ondularse, como si fuera agua, ante aquel sonido, y la pila de piedras estalló hacia afuera, apartándose de la mano de la bruja. Cuando se despejó la nube de polvo, Malus vio un agujero de bordes desiguales en la pared del túnel y una especie de cámara al otro lado.

—Hemos llegado —dijo Nagaira.

La bruja señaló el agujero, y Malus pasó a través de él como en un sueño. Con la iluminación del fuego brujo de Nagaira, pudo ver que estaba en una pequeña cámara burdamente abierta en la roca. A intervalos regulares sobre las paredes había pares de grilletes con las esposas abiertas. Cerca del centro de la habitación vio un montón de esqueletos polvorientos, apilados entre dos braseros volcados. Al otro lado de la cámara se abría una nueva cámara que parecía todavía más grande.

Un escalofrío recorrió a Malus de pies a cabeza. Sabía dónde se encontraba.

Nagaira dio un paso hacia el interior de la habitación y su luz inundó el espacio con un leve resplandor verdoso. Atravesó la cámara, haciendo una pausa para tocar los huesos apilados y pasó, a continuación, a la cámara de festejos que había al otro lado.

La enorme caverna estaba vacía. Los agujeros en las paredes donde los ejecutores de Khaine habían desatado su mortífera emboscada habían sido tapados con ladrillos, y los numerosos cuerpos hacía ya tiempo que habían sido retirados y quemados. Malus siguió a su hermana, que se dirigía hacia la escalera en espiral que subía hacia el altísimo techo abovedado de la cámara.

—Me llevó una década excavar este lugar —dijo Nagaira—. Tuve que introducir de contrabando a una veintena de esclavos enanos de Karond Kar para hacer el trabajo. Una veintena. Imagínate el gasto. — Apoyó una mano sobre la curva balaustrada de la escalera—. Y eso fue sólo la construcción. Tuve que dedicar el doble de tiempo y hacer sacrificios sin número para introducir el culto aquí, en la ciudad. —La bruja se volvió a mirarlo—. Todo eso destruido en una sola noche.

Malus escrutó sus ojos relucientes.

—¿Debo tener pena de ti, hermana?

—No hay brujería en el mundo lo bastante fuerte como para despertar piedad en tu frío corazón —dijo Nagaira con tono burlón—, y tampoco la tendré yo de ti. —Alzó la mano y apuntó a la frente de su hermano—. Sé de tus ambiciones, Malus. Te he observado en la Corte de las Espinas y he visto cuánto ansiabas poner en tu cabeza la corona del drachau. Ahora vas a destruir todos esos sueños con tus propias manos. Mi designio actúa sobre ti, Malus Darkblade —salmodió—, está escrito en tu carne y grabado en tu cerebro. Ve a la fortaleza del drachau y ejecútalo.

22. Víctimas del destino

La sed de sangre se extendió como hielo negro por las venas de Malus.

El ansia asesina hizo que sus músculos se contrajeran y lo impulsaran hacia arriba por la escalera de caracol hacia la torre en ruinas de Nagaira y a través de la ruinosa cámara que le daba acceso. Escombros parcialmente fundidos llenaban la estancia que había sido grandiosa y las pesadas puertas de dos hojas colgaban de sus bisagras rotas que a pesar de todo las mantenían en pie por su propio peso. Malus tuvo que avanzar por momentos a tumbos y por momentos casi arrastrándose entre la cámara sembrada de escombros. El cuerpo le temblaba por la energía apenas contenida y sentía los músculos llenos de fuerza sobrenatural, mientras el corazón le latía con el vigor insuflado por la bruja. La piel del noble se erizaba en líneas afiladas como cuchillos de escritura mientras el conjuro que Nagaira había grabado en su carne lo empujaba hacia adelante, hacia las mismísimas fauces de la muerte.

Se lanzó contra la puerta de la torre con una fuerza bestial, que la hizo caer sobre el suelo del patio que había al otro lado.

Malus salió tambaleándose al aire de la noche, con el pecho agitado. Ya no sentía ni las heridas ni la fatiga de los días de marcha y de lucha en el camino hacia el Hag. Todo desaparecía ante las ansias voraces de encontrar y matar a su presa. Si se quedaba quieto demasiado tiempo, sentía la ansiedad que le quemaba las entrañas como brasas y que se hacía más feroz a cada momento. De sus labios salió vapor cuando miró hacia el cielo estrellado mostrando los dientes. A duras penas se contuvo de aullar como un lobo ávido de sangre.

En lugar de eso, trató de dominar la furia que sentía aplicándola a resistir al designio de Nagaira. El fuego que lo quemaba por dentro se avivó todavía más. Tendió la mirada sobre el patio sembrado de escombros, hacia una plataforma improvisada a la que, meses antes, habían llevado desde la torre a docenas de adoradores de Slaanesh para quemarlos. En el aire todavía había olor a carne quemada y a sangre derramada.

En el centro del patio, había una fuente rota, cuyas piedras decorativas aparecían destrozadas y fundidas. Malus cayó contra el borde curvo de la fuente y hundió la cara en el agua salobre que quedaba dentro.

Cuando sacó la cabeza del agua contaminada se produjo una perturbación en la superficie que desalojó la basura que flotaba en ella y le permitió verse reflejado en las aguas aceitosas. El pelo negro le caía en greñas apelmazadas por la suciedad y su sangre seca, y su cara manchada de barro le daba todo el aspecto de un demonio de mirada lasciva. Trató de recordar las facciones contraídas del caballero que había vislumbrado en sus visiones y oyó otra vez sus palabras: «Lo que una bruja hace, sólo una bruja puede deshacerlo».

Malus rechinó los dientes, frustrado, mientras observaba las agujas afiladas de la torre del drachau que se alzaban en el cielo nocturno. Su sino lo llamaba, tirando de todas las fibras de su cuerpo. No podía volverse y desandar el camino hasta su hermana, del mismo modo que no podía respirar el agua removida de la fuente que tenía debajo de su mentón. ¿Qué terrible semilla había plantado su hermana en su interior y qué espantoso fruto nacería de ella?

Su mente daba vueltas y vueltas en una búsqueda desesperada de escapar al influjo de la bruja.

—¿Qué se yo de la maldita brujería? —dijo entre dientes—. ¡No soy brujo como lo era mi madre!

La idea cayó sobre Malus como un golpe entre los ojos. Atónito, se dejó caer del borde de la fuente al suelo. Sintió todavía con más intensidad la brasa candente del designio de su hermana, que transmitía impulsos dolorosos a sus entrañas; pero por un instante, la posibilidad de liberarse le dio fuerzas suficientes para aguantar el dolor.

«Eldire —pensó—, por supuesto.»

Se puso de pie trabajosamente y volvió a estudiar la torre del drachau. El convento formaba parte del entramado interior de la fortaleza, al que sólo podía accederse por un pasillo situado en el centro mismo de la torre.

El primer reto consistía en llegar al interior. Malus sonrió con amargura. Al menos por una vez podía hacer que el designio de su hermana actuara a su favor.

La fortaleza del drachau era casi una ciudad en sí misma. Rodeando las agujas centrales de la torre del homenaje del gobernante había una multitud de torres menores que eran las residencias de los nobles de más alto rango de la ciudad y de sus hijos. Muchas de estas agujas estaban interconectadas por estrechas pasarelas de aspecto delicado, construidas por los esclavos enanos hacía cientos de años. Unas cuantas tenían acceso directo a la torre del drachau, pero una excepción era la torre del vaulkhar de la ciudad.

Los patios interiores y los pasillos de la gran fortaleza estaban desiertos y oscuros. Daba la impresión de que todos los druchii capaces de portar una arma habían sido reclutados por Isilvar para engrosar las filas del ejército ante la amenaza naggorita. Malus no pudo por menos que admirar la previsión y minuciosidad del plan de su hermana mientras se colaba veloz y sin tropiezos por las galerías de los patios exteriores, hasta llegar a las mismísimas puertas de la torre del vaulkhar.

No había guardias ante la altísima puerta de dos hojas. Malus empujó con las manos la vieja madera con herrajes de hierro y modificada por medios mágicos, lo que la hacía más fuerte que el acero. El noble sonrió con expresión maligna.

—Dejadme entrar — susurró al poder que palpitaba bajo su piel. Asentó bien los pies, agachó la cabeza y empujó.

El fuego que ardía en sus entrañas se atenuó transformándose en un bloque sólido de voluntad inquebrantable. Al principio, las puertas no cedieron. Malus volvió a empujar con más fuerza, acompañando el movimiento con un gruñido. Impulsó el hielo negro que corría por sus venas hacia el interior de la madera de roble endurecida y los cerrojos de hierro del interior.

Se oyó un débil crujido. A Malus empezó a sangrarle la nariz por el esfuerzo. En algún lugar, un trueno distante sacudió el cielo.

Malus sólo oyó un ruido de madera al astillarse, después otro. Al otro lado de la puerta, sonó un débil grito sofocado. Disfrutó con la nota de desesperación que transmitía y empujó con todas sus fuerzas, transformado su gruñido en un rugido feroz. Entonces, con un crujido definitivo, las barras que sujetaban las grandes puertas se combaron y rompieron sus anclajes, y las grandes puertas se abrieron con un gruñido de hierro torturado.

Un puñado de sirvientes encogidos de miedo se apretaban en el gran vestíbulo del vaulkhar cubierto de polvo. Gritaron, aterrorizados, al verlo atravesar el destrozado umbral, y huyeron despavoridos al oír su risa enloquecida. Malus atravesó el gran vestíbulo de altísimo techo y columnas en forma de dragones vigilantes, y subió por la escalera principal. Nunca había visto los aposentos privados del vaulkhar, pero conocía la torre lo suficiente como para poder encontrarlos.

La torre parecía una ciudad abandonada; los pasillos y los descansillos estaban silenciosos, y el eco devolvía el sonido de sus pasos mientras subía por la curva escalera. Los hombres de Lurhan se habían marchado, e Isilvar todavía tenía que crear su propia guardia personal, de modo que nadie salió al paso de Malus cuando abrió de golpe la puerta de dos hojas que daba a los aposentos personales del señor de la guerra y atravesó la modesta antecámara hasta una sencilla puerta sin pretensiones.

Malus arrancó el pomo de hierro y empujó la puerta, que se abrió sobre la oscuridad y el fuerte viento. Volvió a oírse el trueno, aparentemente más cerca que antes, aunque todavía podían verse los puntos fríos de las estrellas brillando en el cielo. Malus agachó un poco las rodillas y bajó la cabeza para hacer frente al viento traicionero y cambiante, y recorrió con paso implacable la estrecha galería que conducía a la negra silueta de la torre del drachau.

Al principio, tomó a los dos guardias por estatuas. Protegidos como estaban en sus casetas a uno y otro lado de la puerta del drachau, el viento ni siquiera les movía las pesadas capas. Lo cierto era que lo tomó por sorpresa cuando uno de los guardias cubierto con su armadura se adelantó medio paso e interpuso su lanza para impedirle el paso. La voz del centinela sonó poco firme. ¿Quién era ese extraño cubierto con una capa negra que llegaba desde la torre del vaulkhar?

—No podéis entrar, temido señor —gritó, tratando de hacerse oír a pesar del furioso viento—. El drachau no desea...

Malus agarró al guardia por la gruesa capa y lo tiró del puente abajo como si fuera un juguete infantil. Su grito de terror quedó amortiguado por el fuerte viento y por el rugido de otro trueno.

El segundo centinela se quedó paralizado. Malus llegó hasta él en dos rápidos pasos, lo cogió por el yelmo y golpeó con él la puerta con herrajes de hierro que tenía a su espalda. La puerta se sacudió sobre sus goznes, pero no cedió, de modo que Malus golpeó otras dos veces en rápida sucesión. La madera crujió y el metal cedió. El guardia al que Malus tenía sujeto se sacudía en sus últimos estertores. Después de un cuarto golpe, la puerta se abrió, y Malus arrojó a un lado su ensangrentado ariete. Al otro lado, la sala de la guardia estaba vacía. Se detuvo allí unos instantes, esperando oír un grito de alarma por encima del agitado pulso de sus sienes.

Todo estaba silencioso. El fuego de sus entrañas lo impulsaba a seguir adelante. Trató de orientarse y encontró una estrecha escalera que llevaba a las plantas inferiores de la torre y al convento de las brujas.

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