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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (40 page)

BOOK: Devorador de almas
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—La flecha no elige ni el lugar ni el blanco contra el que es disparada —le advirtió la aparición con su voz sepulcral.

—No necesité recuerdos. Las claves estaban delante de mis ojos —replicó Malus—. Una vez que os hayáis hecho con la corona nadie os la podrá arrebatar como no sea por la fuerza de las armas o por una declaración del Rey Brujo. Así es la ley, y podéis recurrir a las fuerzas del templo y del convento para hacerla valer. Un vaulkhar joven e inexperto y un ejército de reclutas se lo pensarán dos veces antes de concitar la ira de los brujos de la ciudad, de modo que supongo que después de cierta resistencia inicial Isilvar aceptará el statu quo. Cuando los señores más poderosos vuelvan de sus campañas, vuestro poder estará asentado y no tendrán más remedio que aceptarlo. —El noble sonrió con amargura—. Pero si consigo sobrevivir al intento podréis entregarme a Malekith para que me ejecute, ganando así su apoyo tácito para vuestro gobierno. Sin duda, es un plan brillante, lo cual me lleva a pensar que fue mi hermana quien lo concibió.

—¡Vaya halago! —se burló Nagaira—. Podría resultar encantador de no ser tú el bastardo frío y traicionero que eres.

La bruja se introdujo en la tienda como un viento helado y apareció detrás de Malus. Se cernió sobre Fuerlan como un fantasma vengativo. Había prescindido de su máscara de plata y se había echado atrás la capucha de su empapada túnica. Las sombras que velaban su cabeza parecían retorcerse como si fueran volutas de humo. Sólo se le veían con claridad los ojos, que brillaban con fuego mágico. El general balbució ante su proximidad e intentó decir algo, pero la bruja le propinó una bofetada que a punto estuvo de hacerlo caer de rodillas.

Uno de los guardias de Fuerlan lanzó un grito airado y saltó hacia Nagaira con una daga en la mano. La bruja pronunció una palabra que cortó el aire de la tienda e hizo que el fuego de los braseros se avivara, y que el hombre cayera muerto a sus pies.

—Levantaos, mamarracho —le soltó a Fuerlan—. ¿Habéis perdido el poco seso que teníais?

—¡Cometió un acto de amotinamiento en el campo de batalla! —se quejó Fuerlan—. No podía dejarlo pasar.

—¡Claro que podíais! —dijo Nagaira entre dientes—. Podéis hacer todo lo que queráis, necio e insignificante hombrecillo. ¿Creéis que es así como se comporta un drachau, respondiendo a sus mezquinos instintos cuando hay cosas más grandes en juego? ¿Sois digno de la Corte de las Espinas o no, hijo del Señor Brujo?

—¿Cómo osáis tratarme así? —replicó Fuerlan—. Cuando sea drachau...

—¡Ah!, pero todavía no lo sois ¿verdad? Ni lo seréis sin él —dijo Nagaira, señalando a Malus—. Liberadlo y haced que lo vistan. Nos queda poco tiempo.

Con una mirada de profundo odio a la bruja, Fuerlan hizo un gesto a sus guardias, que liberaron a Malus y le trajeron sus ropas. El noble meneó la cabeza con desánimo, haciendo gestos de dolor mientras se vestía.

—¿A qué tanta prisa, hermana?

Antes de que la bruja pudiera responder se oyeron unas pisadas precipitadas fuera de la tienda. Los ojos brillantes como ascuas de Nagaira se entrecerraron con gesto de fastidio mientras se retiraba al fondo de la tienda y desaparecía por completo entre las sombras. Al hacerlo, pasó sin saberlo al lado del espectral caballero que parecía mirar a Malus con impaciencia.

—Lo que una bruja hace, sólo una bruja puede deshacer —dijo la figura. El caballero se acercó, y Malus pudo verle por fin la cara. No tenía las facciones afiladas de un druchii, sino el rostro malévolo de un demonio—. Y sólo dicen sus propias verdades.

La cortina de entrada a la tienda se abrió sin ceremonias, y al volverse, Malus vio a lord Eluthir y a una docena de caballeros de aspecto hosco que entraban en la tienda. El joven caballero se hizo cargo de la situación con una rápida mirada e inclinó la cabeza ante Fuerlan.

—Disculpad esta intrusión, mi señor —dijo Eluthir con sequedad—. Estaba buscando a lord Malus. —Se volvió hacia el noble, haciendo como si no viese los cortes que tenía en la cara—. Los caballeros pretorianos están formados y en situación de revista, tal como ordenasteis —dijo.

—Lord Malus ya no es vuestro capitán —intervino Fuerlan.

Cuál no sería la sorpresa del general cuando el joven caballero lanzó una carcajada.

—Una buena broma, señor —dijo Eluthir—. Lord Malus nos condujo a la victoria en el vado del Aguanegra y mató al general del Hag en combate cuerpo a cuerpo. ¿Quitarle el mando a un héroe? ¡Qué absurdo! Pensad en el descontento que eso provocaría entre las tropas, eso por no hablar del insulto que sería para vuestro padre, que fue quien lo nombró. —El caballero sonrió con aire aprobador—. No tenía idea de que mi señor general tuviera un sentido del humor tan refinado.

Fuerlan no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando al hombre con gesto de frustración. Eluthir se volvió hacia Malus.

—Los hombres os esperan, mi señor. ¿Os llevo la armadura? —Me la colocaré de camino —dijo el noble, poniéndose el kheitan sobre los hombros y recogiendo las placas de la armadura. Le dirigió a Fuerlan una mirada mordaz—. El trabajo de un capitán no acaba nunca —dijo con una sonrisa—. Ruego que me disculpéis, señor. Los hombres están cansados y hambrientos, y pueden volverse... ingobernables... si se los hace esperar mucho.

Una vez fuera, Eluthir se inclinó hacia Malus.

—Perdonadme por haber tardado tanto, mi señor. Hemos buscado prácticamente en todas las tiendas del campamento antes de encontraros.

La lluvia hacía que le ardieran las heridas, pero el noble alzó la cara al cielo y disfrutó su dolor. Era como una bendición de la diosa, un indulto de la condena de esclavitud.

—No hay nada que perdonar, Eluthir. Actuasteis bien. Ahora debemos darnos prisa si queremos evitar el desastre. —Respiró hondo—. Reunid a todos los capitanes y que vengan a mi tienda de inmediato. Debemos salir de aquí.

Eluthir lo miró con preocupación.

—¿Nos retiramos?

—No tenemos elección —dijo el noble—. La campaña fue planeada para fracasar. Sólo fue una distracción para ocultar otros designios más grandes. Pretendía sacar a los guerreros de Hag Graef de la ciudad, y lo ha conseguido. Si no sacamos al ejército del valle con las primeras luces, será arrasado.

—Estáis hablando de amotinamiento, de verdadero amotinamiento —dijo Eluthir con voz grave—. Fuerlan tiene intención de quedarse y de combatir, ¿no es cierto?

—No, tiene intención de escabullirse mientras os matan —respondió Malus—. Podéis quedaros aquí y morir, o volver al arca y probar suerte con el Señor Brujo. Apostaría que él detesta tanto como yo dilapidar un buen ejército.

Eluthir se quedó pensando un momento antes de tomar la decisión.

—Iré a reunir a los capitanes —dijo.

Malus asintió. Una línea de nauglirs de aspecto cansado esperaban en el camino junto a la tienda, entre ellos
Rencor
. El noble pasó la mano por el cuello escamoso del gélido y se acomodó lentamente en la silla.

—Id a mi tienda lo más pronto que podáis y, a continuación, poned a los caballeros en condiciones de emprender la marcha. Es posible que los necesitemos para vencer cualquier resistencia ante el plan.

Eluthir asintió y se alejó con los caballeros. Malus partió en la dirección contraria, siguiendo el metódico trazado del campamento, hasta que llegó al sitio donde sabía que debía estar su tienda. Su cabeza era un torbellino de ideas mientras trataba de formular un plan para retirar al ejército en plena noche en las mismísimas narices de Isilvar. «Ya veremos cómo piensan obligarme Nagaira y Fuerlan con un ejército que me respalda», pensó con determinación.

Había confiado en encontrar a uno o más de los exploradores esperando en su tienda. Al no tener sirvientes propios, no había nadie que encendiera los braseros o que trajera comida de las cocinas. Malus hizo a un lado la cortina de entrada y se sorprendió al encontrar encendidos los dos braseros, que llenaban la tienda de una cálida luz rojiza.

«Probablemente, tendremos que abandonar todo el equipaje —pensaba Malus—. Menos ruidos, menos peso y menos tiempo para disponer la partida.» Una vez tomada esa decisión se dirigió al fuego más próximo y tendió las manos para secarlas. Fue entonces cuando los cuatro hombres encapuchados que estaban parados a uno y otro lado de la puerta le cerraron la salida. Sus espadas relucían a la luz del fuego.

21. La oscuridad y la ruina

En el preciso momento en que Malus se acercaba al brasero, oyó la voz del caballero con cara de demonio.

—¡Cuidado! ¡Tienes encima a tus enemigos!

Giró sobre sus talones buscando la espada y los cuatro hombres se movieron al unísono, arrinconándolo con movimientos rápidos y silenciosos. Llevaban armaduras de cuero teñido de negro y unas capas cortas, de lana, con grandes capuchas que dejaban los rostros en sombras; pero Malus supo que eran hombres del Hag.

—¡Asesinos! —gritó en el preciso momento en que el jefe del grupo saltaba sobre él.

Los dos hombres chocaron, y Malus cayó de espaldas contra el brasero, lo volcó y provocó una lluvia de furiosas chispas. La humedad de su capa empapada chisporroteó y humeó al aterrizar Malus entre el hierro caliente y las brasas. El brazo de la espada le quedó atrapado bajo la rodilla del asesino, que además le apretaba la garganta con la mano izquierda. Una espada corta, de hoja ancha, se cernió sobre la cabeza del noble.

Malus dejó escapar un grito ahogado y lanzó un puñado de carbones encendidos al fondo de la capucha del atacante. El asesinó se apartó con un grito de dolor, y el noble consiguió desasirse de él. De inmediato, se lanzaron los otros tres hombres, pero Malus consiguió desenvainar y describió con su espada un arco feroz a la altura de las rodillas de los asaltantes. Consiguió ponerse en cuclillas cuando uno se abalanzaba sobre él amenazando su garganta con un cuchillo de hoja larga. El noble paró el golpe e hizo un gesto de dolor cuando el atacante le dio un golpe en la muñeca con una porra de madera nudosa. El golpe hizo que se le cayera la espada, y antes de que Malus pudiera tratar de hacerse otra vez con ella, tuvo que esquivar una cuchillada mortífera dirigida a su garganta.

Malus sentía oleadas de calor contra la parte posterior del cuello. El interior de la tienda estaba en llamas y los atacantes lo estaban arrinconando hábilmente contra ellas. Otro hombre con una espada lo asaltó por la izquierda, pero Malus sacó su segunda arma y, por los pelos, consiguió parar un potente golpe con el que pretendía herirlo en el hombro. Al hacerlo, la porra del segundo atacante lo alcanzó detrás de la sien izquierda y lo derribó al suelo.

Le dio la impresión de yacer sobre el suelo humeante largo rato, mientras parpadeaba tratando de apartar las punzadas de dolor de sus ojos. Todo sucedía como en cámara lenta: vio su mano entumecida que trataba de alcanzar la espada que había dejado caer, pero una bota de cuero la apartó lentamente. Una mano enguantada lo cogió por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás, hasta que pudo ver las lenguas de fuego que lamían el techo de lona de la tienda. Abrió la boca, tratando de hablar, pero lo único que le salió fue un gruñido de dolor.

Dos de los asesinos se inclinaban sobre él, con miradas inescrutables desde la profundidad de sus capas. Allí cerca había un tercero, erguido como un juez a punto de dictar sentencia.

—Rematadlo — dijo con voz grave el tercer hombre.

Malus parpadeó, tratando de recordar dónde había oído antes esa voz.

El cuarto de los asesinos se puso de pie tambaleante, sacudiendo la cabeza encapuchada. Salía humo de los puntos de la tela en los que el carbón había dejado su impronta. Se movía entre un halo de llamas y su espada estaba roja por el reflejo de las llamas. Cuando llegó junto a Malus, puso el borde afilado de la espada sobre la garganta del noble y echó atrás su capucha. La cara pálida del hombre presentaba terribles quemaduras y tenía el pelo blanco chamuscado. Sus ojos del color del bronce candente miraron a Malus con una mezcla de odio y de angustia.

Malus lo contempló y sintió un peso frío en el corazón.

—¿Arleth Vann?

—Bien hallado, mi señor — dijo el asesino con voz inexpresiva—, pero me temo que es la última vez. Habéis transgredido la ley del Rey Brujo y habéis traicionado a vuestra ciudad al uniros al enemigo. Como hombres que os habíamos jurado lealtad, la infamia nos ha alcanzado a todos.

El hombre que estaba junto a la puerta de la tienda echó atrás su capucha. El rostro bien parecido de Silar Sangre de Espinas tenía un rictus de amargura.

—Nos habéis traído la ruina, Malus. Todos se han vuelto contra nosotros por vuestro crimen. ¡Ahora somos menos que esclavos!

La espada de Arleth Vann penetró apenas en el cuello de Malus.

—Debéis morir para que podamos recuperar nuestro honor —dijo—. No hay otra salida.

Los dos hombres que estaban junto a Malus se descubrieron. Dolthaic el Despiadado le escupió a la cara.

—Hacedlo —dijo con desdén.

La expresión de Hauclir era desolada. No había enfado en sus ojos ni atisbo de sorpresa. Miró a Malus escrutadoramente.

—Decidme que esto es parte de un plan —dijo—. Decidme que lo teníais planeado todo y que lo que hemos sufrido desde nuestro regreso a Hag Graef tiene algún sentido. Decidme que teníais prevista una manera de enderezar las cosas.

Malus sostuvo la mirada implorante de su guardia.

—¿Puedes darme un momento para pensarlo? —dijo, intentando sonreír.

—Matadlo —dijo Dolthaic—. Acabemos con esto.

A lo lejos retumbó el sonido de los cuernos en el aire nocturno. Arleth Vann se estremeció y, a continuación, cayó de rodillas delante de Malus, con los ojos desorbitados por la sorpresa. El asesino emitió un gruñido y se fue contra el noble con tres virotes de ballesta clavados en la espalda.

Los espectros entraron velozmente en la tienda desde tres lados, cargando a través de la entrada y por dos rendijas abiertas en el lienzo en llamas. Silar lanzó un alarido e inmediatamente retrocedió forzado por el feroz ataque de dos exploradores autarii mientras su espada destellaba al parar las embestidas de las hojas cortas y penetrantes de los espectros. Dolthaic soltó una maldición e intentó decapitar a Malus, pero dio un paso vacilante hacia atrás acompañado de un grito de dolor al clavársele en el hombro otro proyectil.

Un autarii se lanzó contra Hauclir con dos espadas que parecían dos serpientes. El antiguo capitán de la guardia soltó a Malus y trató de clavar su cuchillo en la cara del espectro. El autarii esquivó el golpe y la porra de Hauclir lo golpeó en la frente. Mientras el explorador caía, Hauclir cogió del brazo a Arleth Vann y lo levantó del suelo con fuerza sorprendente.

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