Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
La mano del noble se cerró sobre la empuñadura de su espada.
—Hago lo que debo —respondió—. Adiós, padre —añadió con amargura, y acto seguido separó la cabeza del señor de la guerra de sus hombros.
El cuerpo de Lurhan se desplomó sobre el suelo de piedra. Malus se quedó mirando el cadáver y sintió sabor a ceniza en la boca. ¿Cuántas veces había soñado con ese momento? En sus sueños, la escena siempre le había sabido a triunfo, no a tragedia.
Malus se agachó y arrebató la daga del cinturón de Lurhan. Había conseguido la reliquia, pero a costa de su propia vida. Ahora era un proscrito.
El noble sintió que el demonio se removía en su interior.
—¿Padre? —dijo Tz'arkan con fingida sorpresa—. Malus, ¿acabas de matar a tu propio padre?
—He conseguido la reliquia que querías, ¿no es así? —dijo con desprecio, medio mareado por la rabia y la consternación.
«No tuve elección —pensó obstinadamente—. ¡No tuve elección!»
Malus sintió que el suelo temblaba bajo sus pies por la caída de algo pesado varias plantas por debajo del salón principal al mismo tiempo que sofocados gritos de alarma llegaban por la escalera central de la torre. El noble giró en redondo y vio un reguero de color rojo brillante que atravesaba el salón y bajaba por la escalera. Un rápido recuento le reveló que faltaba un miembro de la guardia del vaulkhar, el hombre cuya mano había cercenado Malus al comienzo de la reyerta. El guerrero había reunido las fuerzas que le quedaban y había bajado con paso vacilante para abrir las puertas y advertir a los acampados debajo de que habían dado muerte a su señor.
El noble emitió un gruñido feroz al debatirse entre la razón y la desesperación animal. Sólo podía salir por donde había venido. Se volvió a mirar la cristalera hecha añicos.
—¡Demonio! —gritó—. Dame tu fuerza. ¡De prisa!
—¡Eres demasiado codicioso, pequeño druchii! —replicó Tz'arkan—. Tus venas ya están negras por obra mía, ¿y todavía quieres más?
—¡Ya estoy harto de tus burlas!
El noble tomó impulso y saltó al alféizar de la ventana. A punto estuvo de no conseguirlo, ya que sus músculos estaban debilitados por las heridas que le habían infligido las espadas druchii. Sintió en la cara un viento frío, pero no tan frío como la sensación helada que tenía en los huesos. A sus pies se abría la negrura de la noche. Tres plantas más abajo, figuras con la espada desenvainada corrían a través de la plaza y desaparecían en el interior de la torre. Malus se inclinó hacia el peligroso vacío tratando de asirse con sus débiles dedos al estrecho marco de la ventana.
—¿Vas a concederme mi deseo o tendré que desplegar mis alas con la esperanza de volar?
—No es cuestión mía... —empezó a decir.
—¡Embustero! —le espetó Malus—. ¡Tengo tres de las cinco reliquias en mis manos, maldito demonio! ¡Si muero aquí, la multitud se apoderará de ellas y volverán a dispersarlas! No es sólo mi vida lo que está en juego, sino también tu propia libertad, ¡de modo que o me ayudas o te resignas a otro milenio de cautividad!
Un grito rabioso resonó en la cabeza de Malus, pero al mismo tiempo un hilo de gélido vigor se extendió dolorosamente por sus miembros. Le volvieron las fuerzas y, de golpe, vio de nuevo el mundo enfocado. En el momento en que los primeros hombres de Lurhan desembocaron atropelladamente en la sala, Malus saltó desde la ventana y cayó con suavidad sobre una cornisa que estaba a unos metros de allí. Como una araña bajó por las paredes mientras los miembros de la guardia personal de su padre buscaban infructuosamente en el salón, allá arriba, dispuestos a vengar a su señor.
Los hombres de Lurhan que habían sobrevivido eran todos muy fieles..., o tal vez temían las consecuencias de volver al Hag sin la cabeza del que había dado muerte al vaulkhar. Cuando Malus se reencontró con
Rencor
, el aire se llenó del sonido de los cuernos de caza y ya se había dispuesto todo para seguirle el rastro.
Malus no podía darse el lujo de recorrer con sigilo la legua que lo separaba de su cabalgadura. Había corrido apartando la maleza, pisoteando vides, hasta llegar al escondite donde lo esperaba el nauglir. Sólo paró al oír la respiración lenta y sibilante. En la oscuridad, bajo los árboles, Malus apenas distinguía la forma del gélido que estaba pegado al suelo en actitud de alerta. Se dio cuenta de que había asustado a la bestia con su intempestiva llegada. Un paso más y podría haberlo partido en dos de un mordisco.
—Soy yo,
Rencor
—dijo Malus. Plegó los brazos y se cubrió con ellos la cabeza en un intento de parecer más pequeño y menos amenazador—. Tranquilo. Nos espera una buena cabalgada esta noche.
Dio un paso adelante.
Rencor
volvió a resoplar, esa vez con más fuerza. Malus se quedó atónito. «Algo va mal —pensó—. La bestia no me reconoce.»
Los nauglirs eran criaturas de reconocida estupidez, pero
Rencor
era una rara excepción. De tamaño mucho menor que sus congéneres, la bestia de guerra había sobrevivido en las cavernas gracias a que era más lista y más despiadada que los demás. «Es el demonio —pensó Malus—. Huele en mí la corrupción del maldito espíritu.»
Con movimientos lentos y cuidadosos, Malus buscó en un pequeño bolsillo de su cinto y sacó una botellita de cristal azul oscuro. Tras quitar el tapón, vertió un poco de líquido transparente y acre en la palma de la mano y se frotó con ella la cara y las manos. El vrahsha le produjo escozor al tocarle la piel, pero en cuestión de segundos, sintió la carne fría y entumecida. «Tan frío por fuera como por dentro», pensó el noble con amargura.
Malus volvió a guardar la botellita.
Rencor
no había movido un solo músculo y lo seguía mirando, amenazador. El noble dio otro paso adelante.
Rencor
volvió a resoplar y, a continuación, olfateó el aire a modo de prueba. Malus se dio cuenta de que la postura del nauglir era un poco menos amenazadora.
—Eso es —dijo, avanzando otro paso—. Soy yo, grandísimo tonto. ¿Podemos marcharnos ahora?
La bestia se acercó un poco a Malus, alargando el hocico babeante. Malus extendió una mano, y el nauglir la olfateó con uno de sus enormes ollares. Después de un momento, el gélido se enderezó, pero Malus se daba cuenta de que no estaba totalmente convencido. Llegaría un día en que ni todo el vrahsha del mundo sería capaz de tapar el olor a demonio. «¿Qué haré entonces?», pensó Malus, pesaroso.
Al oeste sonó un cuerno de caza, a menos de media legua. Sabía que serían necesarios los sentidos de un autarii para seguirle el rastro, incluso con luna llena, pero si los caballos captaban el olor del nauglir y eran presas del pánico, eso lo delataría igualmente. El problema era que no podía regresar al este, hacia Karond Kar, después de la trifulca que había organizado allí. Si se encaminaba al norte, adentrándose en las montañas, correría el riesgo de otro encuentro con los espectros. Al oeste estaban Hag Graef y sus hombres, además de una fortuna en oro, pero primero tenía que despistar a los hombres de Lurhan.
Malus reprimió un juramento y volvió a considerar sus opciones. Ninguna era demasiado halagüeña. El camino estaba totalmente descartado por el momento. Lo único que podía hacer era abrirse paso por el bosque, llevando a
Rencor
por las riendas y marchando en paralelo al camino. Una vez que hubiera pasado la torre fortificada podría arriesgarse a volver a la vía principal y a cabalgar como un poseso hacia el Hag. Si era capaz de llegar a la ciudad antes de que se anunciara la muerte de Lurhan, podría reunir hombres y oro, y...
De pronto, interrumpió el hilo de su razonamiento.
—Y entonces, ¿qué? —dijo para sí—. ¿Adónde iré? En cuanto el drachau y el Rey Brujo se enteren de lo que he hecho, se me cerrarán las puertas de todas las ciudades de Naggaroth.
La vida no valía nada en la Tierra Fría y cualquier hombre estaba expuesto a morir a manos de otro a menos que fuera un acólito del propio Malekith. Eso incluía a los drachau de las seis ciudades y a sus vaulkhar, que vivían y morían según los caprichos del Rey Brujo, y de nadie más. Derramar su sangre equivalía a propiciar un enfrentamiento con el propio Malekith, y por extensión, con todo el pueblo druchii.
Los labios del noble se plegaron en un rictus de amargura.
—Quizá permita que Tz'arkan y Malekith se disputen el privilegio de atormentarme —le dijo a
Rencor
al coger sus riendas e internar al nauglir en el bosque—. ¿Quién sabe? Tal vez se destruyan mutuamente y pueda quedarme con Naggarond.
La creciente oscuridad anunciaba la proximidad de la noche; las nubes se fueron haciendo más densas hasta tragarse la luna y el aire se volvió frío. Durante horas, Malus condujo a
Rencor
a través del espeso bosque, tratando de mantenerse paralelo al camino. De vez en cuando, tenía que detenerse y dejar a la bestia de guerra mientras trataba de localizar la línea de árboles para orientarse.
El griterío en torno al fuerte no cesó en ningún momento. Durante toda la noche, se oyó el sonido de los cuernos y las órdenes a voz en cuello que recorrían el camino arriba y abajo mientras la guardia personal de Lurhan trataba de encontrar su rastro para vengarse. Ya hacía rato que había pasado la medianoche cuando Malus logró dejar atrás la torre fortificada. Al amanecer se dio cuenta de que sólo había avanzado unas cuantas leguas hacia el oeste, pero el aire frío había traído del mar una espesa niebla que amortiguaba los sonidos y cubría la torre con un manto gris. El agotamiento y el dolor le pusieron la decisión fácil a Malus. Apenas podía ya poner un pie delante del otro después de haberse pasado casi toda la noche abriéndose camino entre la espesura del bosque. Ante eso, el camino abierto le pareció casi acogedor.
Rencor
estaba ansioso por dejar atrás el confuso entorno del bosque y se lanzó a un trote rápido descendiendo por el Camino de los Esclavistas. Malus se sujetaba con fuerza a las riendas y procuraba mantenerse despierto. Estaba dispuesto a atarse a la montura si era necesario. Los hombres de Lurhan se habían pasado toda la noche buscándolo y sus caballos tenían que estar casi tan cansados como él. Cada hora que el nauglir pasaba en el camino significaba poner una legua o más entre ellos y la torre.
La blanca niebla hacía difícil oír nada y mucho menos ver a más de veinte metros. Al principio, el cambio de ritmo dio nuevas energías a Malus y contribuyó a mantenerlo despierto, pero al cabo de media hora empezó a sentir pesadez en los párpados. Sacudió la cabeza con determinación, tratando de no dormirse. «Cada hora, una legua más», se volvía a decir una y otra vez, como si estuviera pronunciando una plegaria.
Malus estaba tan absorto en el esfuerzo por no dormirse que no oyó los cascos de los caballos, hasta que ya fue demasiado tarde.
Los jinetes surgieron de la niebla delante de Malus; marchaban por el camino con trote cansado. Eran tres jinetes e iban uno al lado del otro por el camino, con las lanzas apoyadas en el hombro. Los caballos llevaban la cabeza gacha por el cansancio. Habían decidido enviar partidas de reconocimiento en ambas direcciones por el Camino de los Esclavistas, y Malus se había dado de bruces con la partida del oeste.
Malus y los miembros de la guardia se divisaron al mismo tiempo. Todos se quedaron con la boca abierta y los ojos desorbitados por la sorpresa, mirándose con una especie de temerosa extrañeza, como si se les hubiera cruzado en el camino un fantasma en medio de la niebla matutina. Entonces, arreció el viento, y
Rencor
captó el olor de los caballos. El nauglir rompió la quietud del momento con un rugido atronador.
Los caballos se alzaron sobre las patas traseras y manotearon en el aire al oír el bramido de la bestia, pero no se dejaron llevar por el pánico. Eran caballos de guerra bien entrenados, preparados para la presencia de los temibles gélidos. Ésa fue toda la ventaja que Malus podía esperar, y la aprovechó desenvainando la espada y clavando los talones en los flancos de
Rencor
con un salvaje grito de guerra.
La respuesta de
Rencor
fue inmediata. Se abalanzó sobre el caballo que tenía más cerca, y el jinete, viendo la proximidad de la muerte, alzó la lanza para clavársela en el ojo al gélido. El impulso del hombre era fuerte, pero el caballo reculó e hizo que errara el blanco, con lo que la lanza apenas rozó el hocico de la bestia. El soldado soltó un juramento y se echó atrás para intentar otra embestida, pero para entonces ya tenía al nauglir encima, que cerraba sus poderosas fauces sobre el caballo y el jinete. El grito del hombre y el del animal sonaron al unísono cuando sintieron que unos dientes afilados como dagas destrozaban su carne y sus huesos. El caballo cayó, con la espina dorsal rota, y el jinete trató de arrastrarse para ponerse fuera del alcance del furioso animal, que dejó tras de sí un rastro de entrañas destrozadas.
Los jinetes atacaron a Malus por ambos lados. Después de haberse recuperado de la conmoción inicial, los guerreros de la élite de Luhan reaccionaron con rapidez, pericia y ferocidad. Malus se retorció en su silla, haciendo a un lado la lanza de la izquierda con un golpe amplio de la espada y parando, a continuación, la de la derecha con un revés rápido como un rayo. El jinete de la izquierda de Malus dejó atrás al noble, tratando de colocarse para clavarle la lanza por la espalda, mientras el de la derecha persistía en su ataque, apuntando con su arma a la cara del noble.
Pensando con rapidez, Malus tiró de la riendas y clavó el talón derecho con fuerza en las costillas del nauglir. Siguiendo su orden, la bestia de guerra movió el látigo de su cola a la derecha y alcanzó con ella al caballo por la izquierda. El animal cayó dando una voltereta al partírsele las patas delanteras como palillos, y el jinete quedó apresado bajo su cabalgadura. Mientras tanto,
Rencor
se lanzó sobre el caballo de la derecha y le dio una dentellada en el cuello.
Al sentir sus dientes, el animal se volvió loco de dolor y de miedo, y con los ojos en blanco empezó a debatirse por ponerse fuera del alcance de la bestia. El jinete lanzó un furioso juramento y clavó su lanza en el cuello del gélido. A Malus lo recorrió un escalofrío de terror, pero en seguida vio que la lanza no había afectado a ningún punto vital del animal. Era una herida espantosa, pero no fatal. Se inclinó hacia adelante todo lo que pudo y, de dos fuertes tajos, partió por la mitad el asta de la lanza.