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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (8 page)

BOOK: Devorador de almas
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Ambos caballos chocaron en medio de un coro de gritos angustiados y fieros juramentos de sus jinetes. El caballo del espadachín druchii golpeó al de Malus en el pecho y el hombro, y por un angustioso instante el noble temió que su caballo resultara golpeado en el flanco. Así pues, ambos caballos forcejearon, encabritándose y lanzándose mordiscos con sus enormes dientes cuadrados. Malus luchó por mantenerse sobre la silla, incluso cuando el espadachín de la torre le lanzó un torpe tajo a la cabeza.

Los instintos que tanto le había costado entrenar avisaron a Malus justo en el último momento. Agachó la cabeza hacia un lado, y el golpe volvió a aterrizar en su hombro herido. Un dolor intenso bajó desde el cuello a la articulación del hombro. Desesperado, soltó las riendas y con la mano izquierda intentó agarrar el arma. Su mano se cerró por pura suerte sobre la parte de atrás de la espada de un solo filo; sintió el borde de la hoja contra las puntas de sus dedos cuando agarró el arma y tiró de ella. Con la gran fortaleza que le insuflaba el ímpetu guerrero y los terribles dones del demonio, casi sacó al sorprendido espadachín de su montura; lo arrastró hacia adelante, y su muñeca quedó al alcance de Malus. El noble dejó ir la espada con la intención de alcanzar la muñeca del hombre y obligarlo a que soltara el arma, pero justo entonces el caballo de Malus mordió al otro en el cuello. La montura del espadachín dio un respingo hacia atrás y relinchó; el hombre cayó de la silla. El caballo de Malus se detuvo por un momento, pero de pronto saltó hacia adelante y huyó de la batalla. Malus intentó en vano apoderarse de la espada mientras ésta caía fuera de su alcance; luego luchó por mantenerse sobre la silla en tanto su caballo galopaba calle arriba y torcía bruscamente por un desvío.

Malus supo distinguir al instante que algo iba mal en la manera de andar del caballo; al mirar hacia atrás vio una lanza de mango negro clavada profundamente en la grupa del animal. Lo único que hacía que el caballo siguiera avanzando era el miedo, pero el noble supo que no duraría mucho más. Aún peor, vio que los edificios habían pasado de ser tiendas a ser residencias, y muchas estaban cerradas o en bastante mal estado. Definitivamente se encontraba en la calle equivocada. Para su sorpresa, el noble comprobó que el ruido de cascos se iba diluyendo a sus espaldas. No podía imaginar por qué, pero no iba a poner en duda su fortuna. El caballo iba cada vez más despacio cuando llegaron a otro brusco desvío. «Con suerte —pensó—, podré encontrar un callejón un poco más arriba y continuar a pie.»

Dobló la esquina... y vio al instante por qué sus perseguidores habían pasado de largo. La calle seguía durante unos quince metros más y terminaba en una serie de balcones de hierro. Lo tenían acorralado.

Malus tiró torpemente de la única rienda, obligando al caballo medio muerto a detenerse con un traspié. Miró, desesperado, a su alrededor buscando alguna salida. Podía oír a sus perseguidores dándose órdenes unos a otros en voz baja mientras conducían sus monturas hacia la esquina. Estarían encima de él en cualquier momento.

El noble oyó que una puerta se abría en lo alto. Vio que dos niños nobles salían apresuradamente al balcón y lo miraban, parloteando, excitados. Malus enseñó los dientes. Le habría gustado tenerlos al alcance de la mano.

Tuvo una idea. Hizo girar el caballo en redondo y estudió los barrotes forjados. «Parece arriesgado —pensó—, pero no más que una espada en las entrañas.»

Malus acercó el caballo tambaleante a uno de los muros de piedra y dejó que se detuviera temblando. El primero de los jinetes torció en la esquina con la lanza preparada. El noble se agarró a la silla y subió la pierna izquierda. Pisando con cuidado, se puso de pie sobre el lomo del animal.

El demonio rió entre dientes cuando Malus extendió los brazos para equilibrarse.

—Pareces una de esas horribles gaviotas —dijo Tz'arkan—. ¿Es esto una especie de extraña rendición o pretendes volar por encima de tus captores?

—Algo así —dijo Malus con una sonrisa cínica.

Justo cuando el lancero que iba en cabeza preparó su arma para lanzarla, el noble respiró profundamente, dobló ligeramente las rodillas... y saltó.

Sin la repugnante fuerza del demonio que recorría sus miembros no habría tenido ninguna oportunidad. De hecho, apenas alcanzó con las puntas de los dedos la barandilla de hierro del balcón, que estaba a tres metros por encima de su cabeza. Se agarró al metal oxidado como a un clavo ardiente, apretando los dedos con gran dolor contra las barandillas de bordes afilados. Con un gran esfuerzo, acompañado de un gruñido, consiguió subir. Más abajo, el lancero dejó escapar un grito de asombro; un momento más tarde la lanza chocó con gran estruendo contra la pared que quedaba a la derecha de Malus.

Malus se enderezó y echó un vistazo por encima de la barandilla..., sólo para volver a agacharse en el momento en que un proyectil rebotaba en el hierro. Se oyeron gritos de enfado provenientes del final del callejón. Malus sonrió. A menos que Syrclar tuviera un subalterno poseído por un demonio lo iban a tener difícil para atraparlo.

Por supuesto, todavía le quedaba mucho por escalar.

El noble divisó su próximo destino: otro balcón, a unos dos metros por encima y a tres del edificio contiguo. Antes de que el ballestero pudiera recargar, se subió sobre la barandilla, respiró profundamente y saltó en el aire con un grito salvaje. Alcanzó su objetivo con facilidad; se agarró a la barandilla con ambas manos y saltó por el lateral. De inmediato, miró hacia el balcón de la casa de al lado. Estaba a unos tres metros por encima y en diagonal de donde estaba agachado. Los dos niños druchii lo observaban, asustados, con los ojos abiertos. Les dedicó una sonrisa feroz y huyeron al interior, despavoridos y dando voces.

Esa vez los hombres de Syrclar estaban preparados. Saltó en medio de una lluvia de flechas y lanzas que zumbaban a su alrededor como un enjambre de avispas. Lo hizo con facilidad. De hecho, parte de él se emocionó al sentir el viento en la cara y la manera en que su cuerpo lo llevaba de un balcón a otro sin esfuerzo. Le dolía terriblemente el hombro en el punto donde la espada había atravesado su armadura, pero eso contribuía a que se sintiese aún más vivo. Riendo para sí, se situó en el borde de la barandilla y se enfrentó cara a cara con un sirviente que blandía un hacha dispuesto a proteger a los niños.

Una vez más fue el puro instinto lo que salvó a Malus. Se echó hacia atrás mientras el hacha atravesaba el aire con un silbido, desviándose de su cuello por pocos centímetros. Sus dedos resbalaron cuando llegó al límite de su alcance y, por un instante, colgó inconscientemente a diez metros sobre Syrclar y sus hombres. En el mismo momento, el sirviente le lanzó otro tajo con el hacha, y Malus fue a cogerla con ambas manos. Agarrándola por el mango, se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas, lo que hizo que el sirviente perdiera el equilibrio y saltara por los aires mientras el noble se estampaba contra la barandilla del balcón. El sirviente cayó, y Malus se abalanzó a por el hacha en un acto heroico, pero con tan mala suerte que el hombre acabó llevándose el hacha consigo mientras caía sobre los adoquines.

—¡Maldición! —exclamó Malus, mirando con impotencia el arma perdida.

Dentro de la casa podía oír los gritos de los niños y una conmoción aún mayor acercándose a él, así que no perdió el tiempo. De pie todavía en la parte exterior del balcón, se giró hacia el siguiente y saltó los cuatro metros que lo separaban de él. Otra flecha de ballesta pasó zumbando a su lado, pero esa vez hubo gritos de asombro y consternación abajo, ya que los hombres temían que su presa escapara. Malus hizo una pausa lo bastante larga como para dedicarles un saludo burlón, y a continuación saltó desde el balcón hasta el tejado del edificio. Las tejas de pizarra resbalaban, y el tejado estaba muy empinado, pero el noble no perdió el tiempo rodeando el perímetro hasta llegar a la parte occidental del edificio. Era un salto grande, casi cinco metros sobre una calle estrecha, pero apenas dudó un instante. Cerró los ojos y se lanzó al vacío con un aullido de lobo rabioso.

—¿Sienta bien, verdad? —susurró Tz'arkan en su mente—. Y esto no es nada en comparación con los regalos que te ofrezco. Y aun así me das la espalda, refugiándote en los vapores del vino malo. ¿Ves lo necio que has sido?

Malus abrió los ojos y vio las tejas del otro edificio cada vez más cerca de su cara. Aterrizó bruscamente, lo que provocó que cayeran al vacío algunos trozos de tejas. Después, rodeó el perímetro del tejado, mirando todavía más hacia el oeste. Había otro tejado justo al lado de éste, y luego otra calle que parecía desembocar en una pequeña plaza. Se dio cuenta con una sonrisa de que aquello le resultaba familiar.

—Soy mi propio dueño, demonio —dijo casi sin aliento—. Ni tú, ni mi padre..., ni el Rey Brujo en persona... podéis darme órdenes. Lo que hago lo hago por mí. Tú eres el necio.

—¿De veras? ¿Y qué pasaría si intentaras saltar al siguiente edificio y te encontraras con que te he retirado mis generosos regalos?

—Me caería.

—¿Y?

—Y tendría que pensar algo realmente de prisa antes de golpear contra el suelo.

—Estúpido druchii —escupió el demonio—. Crees que tienes respuestas para todo. No fuiste tan listo cuando entraste en mi habitación y te pusiste el anillo en el dedo. Tragaste el anzuelo en seguida.

—Cierto, caí en la trampa —dijo Malus, saltando en el aire—. Pero aún no me he caído al suelo. ¿A qué no?

El noble estaba aterrizando en el tejado de al lado cuando se dio cuenta de que el demonio se había quedado en silencio. Lo tomó como una buena señal.

Malus cruzó al otro lado del edificio y miró hacia una calle llena de tabernas y de soldados, marineros y peones. Más al norte, y allí, al otro lado de la plaza, vio el cartel gris de La Bruja Cortesana. Malus sonrió y calculó la distancia hasta el siguiente tejado; otros cuatro metros más o menos. Juntó las piernas, respiró hondo, y saltó.

Tan pronto como sus pies dejaron el borde del tejado, Malus se dio cuenta de que la fuerza del demonio se había esfumado.

Voló unos dos metros y comenzó a caer en picado como una flecha. Tres metros, seis metros... Podía oír el ruido de la multitud cada vez más alto. A los ocho metros, se golpeó contra el muro del edificio hacia el que había saltado, tan fuerte que se quedó sin respiración. Siguió cayendo y se dio contra el borde de la barandilla de metal de uno de los balcones. Cayó otros dos metros antes de chocar con un cartel que colgaba. La madera se hizo astillas. Malus y el cartel de madera recorrieron juntos los últimos cuatro metros para aterrizar sobre una pila de adoquines.

Varias figuras se agolparon en los límites de su campo visual; eran caras pálidas que lo miraban horrorizadas, atónitas o disgustadas. Malus notó unos dedos indecisos que intentaban echar mano del dinero que llevaba en un cinturón alrededor de la cintura. Con un rugido, apartó la mano y se puso de rodillas con gran dolor.

Un ruido sordo invadió sus oídos. Malus sacudió la cabeza, tratando de eliminarlo. El ruido continuó. Entonces, notó las vibraciones en las palmas de las manos y se dio cuenta de qué era lo que lo producía. Cascos de caballos.

Malus se puso en pie, tambaleándose. Debería haber adivinado que los jinetes se limitarían a seguirlo por la superficie. Le llevó un momento distinguir la izquierda de la derecha, pero una vez que lo hizo comenzó a correr hacia la casa de placer.

Estaba a mitad de camino cuando oyó gritos a su espalda. Algo cayó con gran estrépito sobre los adoquines. ¿Una lanza?

Malus no se paró a comprobarlo. Varios druchii se apartaron de su camino mientras avanzaba a tumbos hacia las puertas dobles de la casa de placer y se abría paso hacia el interior.

El olor del incienso y de los vapores narcóticos le produjo un cosquilleo en la nariz mientras se adentraba con paso vacilante en la oscuridad y el calor que había al otro lado de la puerta. Los sirvientes avanzaron con vacilación, sin saber bien qué hacer con un noble ensangrentado, que llevaba una armadura de corsario maltrecha y que se tambaleaba como si estuviera borracho en la entrada. Un criado armado dio un paso al frente, extendiendo la mano.

—Sus armas, señor —dijo.

Malus rió, mostrándole las manos vacías, y apartó al perplejo guardia de un empujón. Su cuerpo se movía sólo por instinto, empujado por recuerdos de borracheras de años atrás. El noble se dirigió hacia la izquierda, localizó la escalera casi al instante y se apresuró a descender, adentrándose en la oscuridad perfumada.

La escalera bajaba formando una amplia y lenta espiral, y pasaba por puertas con cortinas de suave piel de foca. De aquellas habitaciones salían débiles sonidos: risas, gemidos apasionados o jadeos de dolor. La música invadía el aire denso, fluyendo lánguidamente desde alguna habitación oculta. Malus siguió adelante; apresuraba el paso cuando comenzó a oír arriba gritos apremiantes.

Su descenso se detuvo en una habitación circular iluminada por braseros incandescentes. Había ocho puertas alrededor del perímetro de la habitación, y cada una de ellas conducía a una habitación suntuosa, reservada para los ricos o los nobles; los sirvientes entraban y salían por aquellas puertas, llevando bandejas de bebidas. Encima de cada entrada se cernían bestias fantásticas: dragones, mantícoras, quimeras, y cosas así. Una de las puertas estaba enmarcada por un par de nauglirs agazapados. Malus cruzó la habitación con una sonrisa ávida y abrió la puerta de par en par.

Al otro lado había una habitación octogonal iluminada por los carbones ardientes de media docena de braseros. El suelo de piedra estaba cubierto de cojines y alfombras alrededor de bandejas repletas de pan, queso y fruta. Las botellas de vino brillaban bajo la tenue luz y el aire estaba lleno de un humo azul y espeso. Seis figuras encapuchadas, envueltas en capas autarii, estaban tendidas sobre los cojines, entreteniéndose con un número similar de esclavas elfas y humanas.

Se oyeron gritos airados provenientes de las escaleras. Malus cruzó la habitación tambaleándose, dando tumbos por las suaves y traicioneras alfombras. Los esclavos se dispersaron cuando se dirigió hacia una bandeja de carne asada cerca del centro de la habitación. Sus ojos se posaron en el cuchillo largo y de hoja ancha que había junto al tenedor de trinchar, en el borde de la bandeja.

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