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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (16 page)

BOOK: Devorador de almas
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Malus hizo una mueca de desagrado.

—Claro está que puedo imaginarlo, demonio —replicó—. Por eso prefiero correr el riesgo con los guardias.

La entrada de la tumba era un breve pasadizo de menos de tres metros de largo que daba a una cámara cuadrada de unos seis metros de ancho. Estatuas de mantícoras mantenían una silenciosa vigilancia a ambos lados de las puertas abovedadas de la cripta frente a la entrada, y las paredes de la cámara estaban decoradas con mosaicos en los que estaba representado un druchii alto y bien parecido que infligía terribles torturas a una gran variedad de hombres y mujeres de noble aspecto.

Malus observó, de inmediato, que los supuestos saqueadores de tumbas ya habían estado trabajando en las grandes puertas de la cripta. Había mazas y cinceles diseminados por el umbral y profundas hendiduras en la superficie de las puertas. El noble miró hacia el otro lado, hacia la plaza, y vio que todavía no había ningún movimiento entre las tiendas de campaña. Le había llevado menos tiempo del que había previsto abrirse camino entre los guardias. La lluvia constante y lo tardío de la hora habían hecho que los centinelas se refugiaran dentro de los ruinosos edificios que rodeaban la plaza, dejándole despejado el acceso al campamento.

El noble se volvió y cautelosamente entró a gatas en la cámara, estudiando con atención las altas puertas y el daño que Ies habían hecho los guerreros druchii. «Es como si hubieran estado escarbando en la piedra», se dijo. Se acercó aún más, hasta que notó las manchas que había en el suelo ante el umbral.

«De modo que en la tumba cripta de Eleuril no faltan trampas para los incautos», pensó.

Malus se acercó todavía más, con cuidado de no pasar entre las dos mantícoras. Se puso en cuclillas y estudió el suelo buscando mecanismos o planchas ocultos.

—¡Ojalá Arleth Vann estuviera aquí! —susurró—. Probablemente podría hacer esto con los ojos cerrados. Yo no tengo ni idea de lo que estoy buscando.

Siguió examinando el suelo un rato, sabiendo que le quedaba poco tiempo, pero no encontró nada que le llamara la atención. Pensó que tal vez habrían desencadenado algo al tratar de atravesar las puertas; estudió los anillos, las bisagras y los herrajes de hierro.

El noble comprobó minuciosamente las incisiones hechas en las puertas. La madera era tan oscura y antigua que parecía piedra.

Malus la observó, preocupado. Observó el suelo buscando los fragmentos producidos por el cincel. Un momento después, descubrió un trozo del mismo color de las puertas y lo recogió. Los bordes cortaban como una cuchilla y en el fragmento no había ni vestigios de grano.

No era que la puerta fuera de madera que se había endurecido hasta parecer piedra. La puerta era de piedra.

—Ésta no es la entrada —se dio cuenta—. Es un señuelo para distraer a los saqueadores. Entonces..., ¿dónde está la verdadera puerta?

El noble retrocedió hasta el centro de la cámara y empezó a estudiar, uno tras otro, los muros. Repasó cada una de las escenas representadas en las paredes, pero sin notar nada fuera de lo común. Había una evolución definida en las escenas que presentaban una cronología de las hazañas del personaje como inquisidor del Rey Brujo. La última escena de la secuencia lo presentaba abriendo en canal a un hechicero con una daga negra de aspecto extraño. Intrigado, Malus se acercó al mosaico. Curiosamente, estaba ubicado en el centro de la pared de la derecha.

Alargó la mano y pasó los dedos por las pulidas piedras del mosaico para apreciar su solidez. Al tocar con las puntas de los dedos la hoja de la daga, sintió que se hundía y oyó un ruido chirriante.

De repente, se sintió envuelto en un haz de luz verdosa que chisporroteaba al recorrer su cuerpo como si fuera fuego líquido. Sintió el aire caliente que producía a su paso, pero su energía lo recorrió como si se tratara de agua, y se desvaneció en un estallido instantáneo.

El noble retrocedió, vacilante, deslumbrado y con un zumbido en los oídos por la explosión. Pasó un momento antes de que se diera cuenta de que el medallón que llevaba al cuello relucía como bronce recién salido de la forja y de que el
Octágono de Praan
lo había salvado de aquella trampa embrujada.

Cuando dejaron de zumbarle los oídos, Malus oyó gritos de sorpresa que llegaban de la plaza. Tras una duda momentánea, alargó las manos y volvió a hacer presión sobre la pared. Una sección del muro se desplazó silenciosamente hacia adentro y dejó al descubierto una estrecha escalera que subía y bajaba, perdiéndose en la oscuridad.

Los ojos de los muertos estaban fijos en Malus mientras éste subía por la escalera hacia la tumba del príncipe.

La piedra gris se transformó en negro mármol pulido dentro del pozo de la escalera y se encendieron globos de luz bruja como si los hubiera activado el eco de los pasos del noble. A cada metro que subía, encontraba un estrecho nicho abierto en la pared con un arco recubierto de oro y tallado con delicadas runas. En cada uno de ellos había un sirviente momificado con las manos plegadas y la cabeza baja en señal de súplica eterna. Tenían los ojos abiertos —tal vez los habían dejado así a propósito, o tal vez los párpados se habían retraído con el paso de los siglos mientras sus cuerpos iban sucumbiendo lentamente a la acción del tiempo—, y parecían mirar a Malus, que subía veloz escaleras arriba en busca de su señor.

No tenía conciencia de la distancia que había recorrido ni de la cantidad de figuras silenciosas y vigilantes que había encontrado a su paso cuando la escalera acabó ante una puerta abierta. Al otro lado, había una cámara circular de mármol pulido bañada con una luz mágica.

Una delgada estera de seda oscura conducía desde la puerta hasta el centro de la cámara, donde un atril sostenía un pesado libro encuadernado con piel oscura. Más allá del atril se elevaba una plataforma octogonal, sobre la cual, dentro de un ataúd vertical y ataviado con una armadura negra esmaltada, estaba la momia del príncipe Eleuril.

Otros ocho ataúdes formaban un círculo alrededor de la plataforma del príncipe, y desde donde estaba Malus podía verse que cada uno de ellos contenía el cuerpo de un caballero druchii con todos sus avíos de guerra y con una larga espada reluciente sobre el pecho. El noble permaneció en el umbral, indeciso. En el aire se notaba la magia. No sabía por qué, pero la sentía como un cosquilleo sobre la piel.

De la escalera llegaban sonidos amortiguados que los oídos de Malus percibieron como voces. ¿Serían Urial y sus hombres que habrían entrado por la puerta escondida y subían por la escalera?

Malus se volvió a mirar el cuerpo del príncipe. Las manos de Eleuril sostenían algo que tenía sobre el pecho. Pensó que podía ser una daga.

Moviéndose con todo cuidado, el noble entró en la cámara. El aire olía a cerrado. El techo formaba una bóveda a nueve metros sobre su cabeza y en lo alto podían verse las motas de polvo flotando en medio del resplandor de las luces brujas. Avanzó con cautela por la alfombra de seda, observando cómo se hacía polvo bajo sus pies.

En la antigüedad, los nobles de Nagaroth solían acudir a rendir homenaje a sus ancestros en las moradas de los muertos. Caminaban por alfombras como esa que pisaba Malus, se arrodillaban ante libros como el que estaba ante el ataúd del príncipe y leían en ellos las legendarias hazañas de sus antepasados. Así recordaban las glorias que se habían perdido cuando Nagarythe se hundió bajo las aguas y juraban venganza en nombre sus ancestros. En una época, los señores de la guerra del Rey Brujo solían recorrer el largo camino hacia la necrópolis en vísperas de una guerra para invocar los espíritus de los Antiguos Reyes, como solían llamar a los príncipes.

«Pero de eso hace ya mucho tiempo», pensó Malus. Las antiguas costumbres se perdían en la noche de los tiempos. Los volúmenes donde se contaban las grandes hazañas permanecían sin que nadie los leyera en la oscuridad de los sepulcros, y las alfombras de seda se hacían polvo bajo los pies de un ladrón. Así eran ahora las cosas.

El noble rodeó el gran libro y, extremando los cuidados, subió a la plataforma, que era muy estrecha. Apenas había en ella espacio para el ataúd del príncipe, y Malus no tuvo más remedio que sujetarse del borde de mármol para no perder pie. Allí, a escasos centímetros de la momia, Malus pudo ver la larga y negra daga que Eleuril sostenía con sus manos cubiertas con guanteletes. «Es curioso que lo entregan al descanso eterno con ese cuchillo», pensó, disponiéndose a apartar las manos del muerto. Lo lógico habría sido que hubiera preferido una espada.

Los dedos de Malus se posaron sobre el frío acero plateado del guantelete..., y el príncipe Eleuril lanzó un grito.

El noble sintió un escalofrío de terror que lo recorrió de pies a cabeza cuando los ojos del príncipe se abrieron de golpe y dejaron ver la furia de una luz azulada que relucía en el fondo de las negras cuencas. El noble retrocedió y se encontró a punto de perder el equilibrio en el borde de la plataforma. Antes de que pudiera recuperarlo, el cuerpo del príncipe se sacudió, volvió a una vida sobrenatural y le asestó a Malus un puñetazo con su mano enguantada.

La criatura tenía una fuerza terrible, que hizo que Malus saliera despedido hacia atrás como si fuera un niño. Chocó contra el atril, de modo que el gran tomo cayó sobre el suelo pulido y, por fin, se quedó encajado entre dos de los ataúdes de los caballeros. Horrorizado, vio que también ellos se levantaban de sus lechos de seda con los ojos centelleantes y lanzando gritos de furia.

Malus consiguió ponerse de pie y sacar sus dos espadas cuando los caballeros no muertos saltaron sobre él desde sus tumbas con temible velocidad y lo atacaron uno por cada lado. Sus largas espadas relucían como varitas mágicas y eran más rápidas que cualquier arma esgrimida por la mano de un ser vivo, y tenían tal fuerza que a punto estuvieron de obligar a Malus a ponerse de rodillas. Sin embargo, en lugar de ceder terreno, él contraatacó, esquivando con una finta al caballero de la izquierda y girando acto seguido sobre un talón para descargar un revés sobre el de la derecha. La espada del noble alcanzó al caballero por encima de la cadera. La piel apergaminada y los frágiles huesos se quebraron; el guardián de la tumba se partió en dos.

«Pese a su fiereza y su fuerza, son frágiles», observó Malus con una mueca despiadada mientras ponía toda su atención en el caballero que quedaba. Lo hizo justo a tiempo de parar un golpe arrollador que lo hubiera alcanzado en el pecho. El noble fue lanzado hacia atrás por la fuerza del golpe y sintió que un mano fría lo asía por el tobillo. Desde el suelo, el caballero caído golpeó con su espada la espalda de Malus, que mordió la armadura del noble y lo dejó atontado. Otro golpe del segundo caballero alcanzó a Malus en el brazo izquierdo. Un dolor ardiente lo recorrió desde el hombro hasta la muñeca e hizo que soltara la espada que sostenía con esa mano.

Con una mueca feroz, Malus dio un pisotón a la muñeca que lo sujetaba por el tobillo y la hizo trizas bajo su talón. Acto seguido, echó atrás el pie, dio una patada al caballero caído y le separó la cabeza del cuerpo. Cuando el cuerpo destrozado cayó al suelo, el noble se abalanzó contra el segundo caballero, le hizo perder el equilibrio y lo empujó contra su ataúd. Por las junturas de la armadura del muerto salió polvo cuando Malus cogió el brazo con el que el caballero sostenía la espada a la altura del codo y se lo arrancó de cuajo. A continuación, hundió la empuñadura de la espada en el cráneo insolente que cayó al suelo dando botes.

«Dos menos. Me quedan seis», pensó Malus, apartándose del cuerpo que se desmoronaba. Entonces, una mano huesuda tan dura como el acero lo cogió por el cuello. El noble apenas tuvo tiempo de gritar de rabia antes de que el penetrante grito de Eleuril le llenara los oídos y la
Daga de Torxus
se le clavara en el costado.

9. El precio de la daga

La
Daga de Torxus
se hundió en su carne, y Malus Darkblade se sintió morir.

Un dolor espantoso lo sacudió de pies a cabeza y tuvo la sensación de que una parte de sí se había desprendido y él había quedado flotando dentro de su propio pellejo. Le pareció que su corazón se paraba y que la sangre empezaba a estancarse en su carne. Perdió totalmente las fuerzas —a lo lejos oyó el ruido de su espada sobre las piedras del suelo—, y a continuación, cuando la oscuridad se extendía como aceite en sus ojos, fue como si su cuerpo se marchitara por dentro y la carne se volviera negra y dura como la mojama y los huesos se le petrificaran. Era como si la daga fuera un fragmento de la propia Oscuridad Exterior, que le extraía hasta el último atisbo de calor y de vida, y lo convertía en una oquedad bastarda que no era del todo demonio ni del todo hombre.

Lo último que oyó fue su propio grito de horror absoluto.

Se despertó respirando con dificultad el polvo de la tumba.

El aire seco raspaba su garganta maltrecha y le producía accesos de tos que extendían a todo el cuerpo el dolor sordo del costado. Sentía los ojos tan duros como piedras pulidas, y sobre ellos, los párpados parecían correosos. Malus no sabía si tenía calor o frío; en cierto modo, esas sensaciones le parecían ajenas, como si estuviera hecho de madera o piedra y no de carne pálida.

Estaba de espaldas, metido en un ataúd de bordes altos, con la cabeza apoyada sobre cojines de seda que crujían de viejos y olían levemente a descomposición. Tenía la pierna izquierda plegada sobre el borde del ataúd y la sentía pesada y entumecida. A Malus lo sorprendió esa sensación, y se preguntó si los muertos alguna vez sufrían la humillación de que se les durmiera una pierna. A su castigada mente aquello le pareció poco probable, con lo cual se vio obligado a aceptar el hecho de que, en cierto modo, todavía estaba vivo. El maldito príncipe le había clavado la daga y luego lo había echado a un lado como si hubiera matado un conejo.

Había silencio y oscuridad dentro de la tumba. El olor a cerrado era intenso y se mezclaba con el de sangre y vísceras. Lenta y dolorosamente, Malus alzó la mano izquierda. Los músculos le crujieron como cuero reseco cuando cerró los dedos sobre el borde del ataúd y trató de incorporarse. Hasta la débil caricia del aire sobre la cara se le hizo extraña a su cuerpo cuando logró adoptar la postura sedente. Tuvo un sobresalto al parecerle que no sentía el latido de su corazón. ¿Acaso la daga lo había transformado en un muerto viviente igual que el príncipe y los caballeros que lo rodeaban? Ojos ciegos miraban a Malus con expresión acusadora desde unos rostros pálidos, salpicados de sangre y con un rictus de terror y de dolor.

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