Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—No obstante, volvería a hacerlo —dijo con fría certidumbre—. Haré lo que deba hacer, sea lo que sea, para librarme de ti.
—Claro que sí. —El demonio rió con una risita cómplice—. Habrás hecho muchas cosas terribles antes de que tú y yo hayamos terminado, Malus Darkblade. Es tu sino.
—¡Sino! —exclamó Malus—. Yo soy el dueño de mi destino, demonio. —Lentamente, abriendo un dedo tras otro, soltó el ídolo, que cayó al suelo con estrépito—. Para bien o para mal, el camino que elijo en este mundo es mío y sólo mío.
—Creas lo que creas —dijo Tz'arkan—, al final, el resultado es el mismo.
—Ahórrame estos jueguecitos —gruñó el noble.
Miró en derredor buscando a
Rencor
y lo vio a unos metros a su espalda. El gélido estaba echado de lado, lo cual era mala señal. Reuniendo sus mermadas fuerzas, Malus se puso de pie con paso vacilante.
—Hay un torbellino de fuerzas a tu alrededor, Malus. En este mismo momento ejercen presión sobre ti y determinan la trayectoria de tu fugaz existencia. Cerrar los ojos no hace que desaparezcan.
Enfurecido, Malus sacó un cuchillo que llevaba al cinto y aplicó la aguzada punta a su garganta.
—Podría matarme ahora mismo —dijo—. Nadie puede impedirlo. Si puedo hacer eso, ¿dónde queda la ilusión de ese sino del que hablas?
—Excelente pregunta —respondió el demonio. El ser infernal parecía realmente divertido—. Pongamos a prueba tu teoría. Mátate.
—¿Qué?
—Ya me has oído, noble. Córtate el cuello con la daga.
—Yo... —dijo Malus, vacilante—. Yo no deseo morir, demonio. No se trata de eso.
—Claro que sí —replicó Tz'arkan—. Se trata de eso; precisamente de eso. No te matarías por nada del mundo porque no es tu sino hacerlo.
—No, estás retorciendo el argumento —dijo Malus con rabia—. No quiero matarme porque quiero hacer que mi familia sufra por las ignominias que ha cometido conmigo. Quiero reclamar el título de vaulkhar, entre otras cosas. Tengo ambiciones, demonio, ambiciones terrenales. —Hizo una pausa para tomar aliento y consiguió emitir una fugaz carcajada—. Morir ahora sería... inconveniente.
—Y por eso vives... como lo exige tu sino —insistió el demonio.
—Sabía que ibas a decir algo por el estilo —dijo Malus con sorna.
Se puso de rodillas junto a
Rencor
y apoyó una mano en el flanco de la bestia. El nauglir respiraba superficialmente. El noble se arrastró gateando hasta la cabeza de la bestia y con suavidad le abrió uno de los grandes párpados. Sólo se veía la parte blanca del ojo.
De repente, el gran reptil tuvo un espasmo y sacudió las cuatro patas y la cola como un látigo. Malus se apartó rápidamente, librándose por los pelos de la pata delantera del nauglir cuando el gélido se puso de pie de un empujón.
La bestia de guerra, con su tonelada de peso, se alzó del suelo, emitiendo chasquidos y gruñidos, y luego volvió a plegar las patas y se agazapó. Husmeó el aire cautamente y, al ver a Malus, dejó escapar un gruñido afectuoso.
Malus meneó la cabeza.
—Estúpido lagarto —dijo cariñosamente—; si no te conociera, diría que habías perdido el sentido.
El nauglir soltó un largo bramido y se apoyó, vacilante, sobre los cuartos traseros. Malus no podía culpar a la bestia.
Malus cabalgó toda la larga noche, ascendiendo el sinuoso camino del valle en medio de la lluvia.
Había extraído los proyectiles que
Rencor
tenía clavados y había limpiado las heridas lo mejor que había sabido. Su larga experiencia le indicaba al noble que la constitución del gélido haría que cicatrizaran en cuestión de días, siempre y cuando los proyectiles no estuvieran envenenados. Mientras la oscuridad se iba cerniendo sobre ellos, condujo al gélido de la brida nuevamente a la avenida principal e inició la búsqueda de la cripta de Eleuril; montaba sólo cuando el cansancio le impedía dar un paso más. El nauglir avanzaba incansablemente, sin notar casi el peso del druchii y su armadura. Vor le había dicho que la tumba del príncipe estaba cerca de la cabecera del valle, todo un día más de cabalgada por el negro camino. Con suerte llegaría al amanecer y encontraría algún lugar donde tomarse un breve descanso.
Las horas transcurrían en silencio. Sólo se oían el tamborileo de la lluvia y las suaves pisadas del nauglir. Por fin, el entumecimiento se había transformado en una especie de frío penetrante que lo recorría de pies a cabeza. Cuánto hubiera dado por un buen fuego y, todavía mejor, por una buena copa de vino; pero ambas cosas eran imposibles. En más de una ocasión, pensó en la frasca de vino que llevaba en las alforjas, pero una y otra vez apartó la tentación. ¿Quién podía saber qué otros peligros acechaban en las moradas de los muertos? Así, siguió cabalgando, helado y dolorido, con las palabras del demonio resonando todavía en su cabeza.
Lo que necesitaba era un vidente. El Rey Brujo y sus lugartenientes podían requerir los servicios de uno para que les mostrara los posibles resultados de sus acciones, y así gobernar y desbaratar los planes de sus enemigos. Se prometió que cuando regresara al Hag, Eldire y él tendrían una larga conversación.
Teniendo en cuenta sus sospechas, ¿podría confiar en algo que ella le dijera?
Tan absorto estaba en sus pensamientos que al principio no reparó en el cambio en la marcha de
Rencor
. El nauglir se pegó más al suelo y su marcha se hizo más lenta y más fluida. Los belfos del gélido se dilataron, aspirando con fruición el aire húmedo, y su hocico romo se acercó tanto al suelo que casi lo tocó. Sólo cuando la bestia de guerra emitió un largo y ronco gruñido salió Malus de sus cavilaciones. El gélido había captado el aroma de su alimento preferido: carne de caballo.
El noble refrenó apresuradamente a
Rencor
. Lo apartó de la carretera y lo obligó a internarse en las sombrías profundidades de uno de los lados del camino. Sobresaltado, cayó en la cuenta de que se aproximaba el alba; el cielo tomaba el tinte perlado que anuncia el falso amanecer. Jirones de niebla se pegaban a las bases de los edificios vacíos y de las amenazadoras torres. Malus estudió los alrededores con más atención: los edificios estaban hechos de materiales más refinados y adornados con tallas más graciosas e intrincadas, que a un tiempo resultaban familiares y extrañas. Había mayor profusión de torres, aunque algunas habían sufrido el desgaste de siglos y otras estaban prácticamente en ruinas. Había llegado a la morada de los Antiguos Reyes, las criptas de los últimos príncipes de Nagarythe.
—¡Alto! —ordenó el noble, dejándose caer de inmediato a la calzada.
Todos los sonidos parecían inusitadamente altos en aquella quietud envuelta por la niebla, y eso ponía nervioso a Malus. Sin pensarlo, echó mano a su ballesta, hasta que recordó que la había perdido durante su enfrentamiento con los espectros.
Una rápida mirada en derredor le permitió hacerse una idea de lo que lo rodeaba y reparar en un gran montón de escombros que había un poco más adelante en el camino. El montón de ladrillos formaba una empinada pendiente junto a una torre parcialmente caída, cuya parte superior sobresalía unas dos o tres plantas por encima de los edificios que había en esa zona de la metrópolis.
—¡Quédate aquí! —le dijo a
Rencor
.
Lamentó no tener una manera de sujetar a la hambrienta bestia, ya que era posible que, si tardaba demasiado, el nauglir se dejara llevar por el hambre y saliese a la caza de la fuente de aquel apetitoso olor equino. Sin dejar de mirar con desconfianza por encima del hombro, el noble avanzó lenta y silenciosamente hasta la torre quebrada y empezó a escalar los pesados bloques de piedra a los que la lluvia había vuelto resbaladizos.
El ascenso le llevó mucho más tiempo del que esperaba; los escombros eran algo inestables, y cada vez que con una mano o una bota hacía que se desprendieran algunas pequeñas piedras, se quedaba paralizado para detectar cualquier indicio de alarma. Después de casi una hora, llegó al punto más alto y se echó cuerpo a tierra sobre las piedras, escudriñando el panorama de apretados edificios y estrechas callejuelas.
En seguida vio los fuegos de los vigías: dos hogueras a unos veinte metros la una de la otra, de las que se alzaban unas llamaradas de tres metros de altura hacia la húmeda atmósfera. Habían sido encendidas en una pequeña plaza a varios cientos de metros de distancia y proyectaban un resplandor vacilante sobre las filas de oscuras tiendas de campaña y contra la tallada fachada de una torre funeraria situada en el extremo más alejado de la plaza. El ruido lejano de caballos inquietos se superponía al suave repiqueteo de la lluvia.
Malus estudió la torre más atentamente y empezó a sentir el miedo que le atenazaba las entrañas. El trabajo en piedra que decoraba el arco que remataba el nicho de la entrada era un gigantesco bajorrelieve de un príncipe druchii con una ornamentada armadura. Del puño derecho del príncipe colgaba un puñado de cabezas cortadas sujetas por el pelo, mientras que su mano izquierda estaba alzada y se cerraba sobre la curva de una luna en cuarto creciente.
—Bendita Madre de la Noche —maldijo en voz baja—. Están tratando de irrumpir en la tumba de Eleuril.
Rebuscando con las manos encontró en primer lugar el
Ídolo de Kolkuth
. La estatuilla de bronce estaba más fría que el hielo a pesar de estar envuelta en varias capas de mugrientas esteras. Malus la colocó rápidamente sobre las piedras del suelo y siguió rebuscando en sus alforjas.
—Con todos los lugares que hay en Nagaroth para buscar aventuras, tenían que venir precisamente aquí —musitó con tono airado.
Una rápida mirada al cielo le confirmó que faltaba menos de una hora para el amanecer. Los druchii del campamento se despertarían en cualquier momento. Tendría que actuar con gran rapidez si quería tener una oportunidad.
—¿Acaso supones que esto es mera coincidencia, Darkblade? —El demonio parecía realmente sorprendido.
Malus encontró un pequeño objeto envuelto en una tela y lo sacó, pero se dio cuenta de que era la piel de la cara de su hermano, bien conservada en sal y plegada para que no se deteriorara. La devolvió a la bolsa y buscó más al fondo.
—Es la época de las campañas —dijo con aire distraído—. Los señores druchii emprenden viajes en busca de gloria o de tesoros, o de ambas cosas a la vez. No dudo de que muchos de ellos estarían dispuestos a hacerse saqueadores de tumbas sin pensaran que se pueden salir con la suya.
—Pero ¿al frente de semejante ejército?
—Los bosques están llenos de espectros, demonio. De haber podido elegir, también yo habría traído conmigo un pequeño ejército. —Su mano tropezó, por fin, con una forma suave y redondeada. Malus se quedó un momento mirando la frasca y se dispuso a hacerla a un lado; después le quitó el tapón con los dientes y echó un buen trago antes de devolverla a la bolsa.
—¿Cuántos señores podrían reunir a tantos hombres sólo para ir en busca de reliquias?
—¿En todo Nagaroth? Docenas de ellos; estoy seguro —respondió Malus sin vacilar—. ¿Piensas que voy a creerme que todo esto tiene algo que ver conmigo?
—Necio druchii —dijo el demonio con desprecio—. De todas las criptas de este valle, da la casualidad de que esos hombres armados están acampados justo a las puertas de la torre que tú estás buscando.
—Pero eso significaría que alguien más sabe que estoy buscando la
Daga de Torxus
y que sabe además dónde la puedo encontrar —dijo Malus—, y no hay nadie...
La idea lo asaltó de golpe. Se dio cuenta de que Urial lo sabría. ¿Sería posible que hubiera reunido una fuerza tan de prisa? Har Ganeth estaba sólo a unos cuantos días de allí bajando por el Camino de los Esclavistas.
Malus respiró hondo, apretó los dientes con gesto obstinado y reanudó su búsqueda.
—Es posible que tengas razón —dijo—, pero ¿qué importancia tiene? Sea quien sea el que está al mando, todavía no tiene la daga en su poder o ya no estaría allí; de modo que todavía puedo llegar antes.
Ante la sorpresa del noble, el demonio rió de buena gana.
—No necesitas enemigos, Darkblade —dijo el demonio—. Tan listo, tan cruel, tan deliciosamente odioso, pero tan resuelto. Piensas que el mundo empieza y termina en ti.
—Y eso, ¿qué se supone que quiere decir? —inquirió Malus.
—Consecuencias, Malus; consecuencias. Ya has desbaratado los planes de mucha gente en tu afán de poder. ¿Creíste que te olvidarían en cuanto hubieras acabado con ellos? Te siguen tendiendo trampas, pero tú eres demasiado impetuoso para evitarlos.
—¿Y esto me lo dice un poderoso demonio que se dejó atrapar dentro de un cristal durante miles de años? Puedo prescindir de tus arranques de sabiduría —replicó el noble. En ese preciso momento su mano dio con un objeto plano y duro envuelto en seda—. Aquí estás —musitó al mismo tiempo que lo sacaba.
Malus buscó entre los pliegues de la seda y puso al descubierto un medallón octogonal hecho de grueso bronce y sobre el cual se había grabado un conjunto de extrañas runas que resultaba difícil reconocer. El
Octágono de Praan
era la primera de las reliquias que Malus había recuperado por indicación del demonio. Mientras que el
Ídolo de Kolkuth
podía curvar el espacio y el tiempo a su alrededor, el Octógono protegía a quien lo portara de la brujería. Con el entrecejo fruncido por la aversión, deslizó la cadena que lo sujetaba alrededor de su cuello y, a continuación, cogió un pequeño envoltorio que colgaba de la silla de montar y se lo echó al hombro. Después, y a regañadientes, recogió el ídolo y volvió a colocarlo rápidamente en la alforja.
Dejándose llevar por un impulso, estiró la mano y dio unas palmadas en el flanco de
Rencor
.
—Si no he vuelto antes de un día, tienes mi permiso para marchar sobre ellos y devorar a cuanto ser vivo se ponga en tu camino —gruñó el noble—. Mientras tanto, espera.
Dicho eso, Malus echó una mirada a la oscuridad del cielo, tratando de calcular la hora. Llevaría un buen rato averiguar dónde estaban emplazados los centinelas alrededor del campamento druchii, y todavía más, sortearlos y llegar a la tumba. Nada le apetecía menos que llegar a la torre y encontrarse atrapado dentro cuando saliera el sol y los saqueadores de tumbas volvieran a sus labores.
—Siempre te queda la posibilidad de volver a usar el ídolo —le susurró Tz'arkan taimadamente—. Un paso bastaría para colocarte ante las puertas de la tumba. Imagínate.