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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido

BOOK: Edén interrumpido
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Daniel ha conseguido cumplir su sueño: tener su propia casa. Ha resultado ser un trozo de paraíso en una urbanización tranquila donde está, por fin, recomponiendo su vida y disfrutando de una paz largamente buscada. Pero el Demonio está en los detalles, dicen, y Daniel ve cómo su paraíso comienza a desintegrarse cuando algo en apariencia nimio se tuerce.

Carlos Sisí

Edén interrumpido

ePUB v1.1

GONZALEZ
17.03.12

© Carlos Sisí, 2011

Ilustración de cubierta: © Shutterstock

© Editorial Planeta, S. A., 2012

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www.scyla.com

www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2012

ISBN: 978-84-480-0528-3

I

—¿Le gusta? —preguntó el vendedor.

Daniel caminaba despacio, cruzando el salón, como si temiese que un movimiento brusco pudiera romper la ensoñación que estaba viviendo. A través de los grandes cristales de la doble puerta, miraba ahora una espaciosa terraza techada, con una única columna de un ocre desgastado. Era grande, y aunque estaba vacía, su cabeza configuró rápidamente los espacios con muebles invisibles. Si no se equivocaba, allí había sitio suficiente para montar una hermosa barbacoa, una mesa con ocho sillas y un montón de macetas. Una sonrisa apareció en su rostro.

—¡Ah, sí! —exclamó el vendedor—. Casi lo olvidaba, la terraza.

Por encima de la barandilla que la rodeaba (de un color blanco resplandeciente), Daniel veía árboles; árboles grandes de copas frondosas y aspecto lozano. Había docenas de ellos, desparramados entre los tejados de las villas y chalets de estilo andaluz que se encontraban a varios cientos de metros. Unas golondrinas revoloteaban por el espacio diáfano que tenía delante, y el aire traía aromas a tierra húmeda, a frescor y a leña de chimenea. Era sin duda una vista muy diferente a la que estaba acostumbrado en la ciudad. Era como tener vistas al jardín del Edén.

—¿De verdad entra en el máximo? —preguntó.

El vendedor deslizó la puerta corredera.

—Seguro. A decir verdad, el propietario pide un poco más. —explicó el vendedor—. Unos quince mil más de la cifra que puso como máximo, pero si ofrece un adelanto de unos seis mil mientras gestiona la hipoteca, estoy seguro de que podremos convencerle.

—Pero... ¿aceptará? —dijo Daniel.

No era que la casa le gustase: era perfecta. El camino que llevaba hasta ella recorría unos grandes jardines comunes donde las flores, dispuestas de forma extraordinariamente estética a lo largo de varios balcones, crecían con generosidad. Al ver la disposición y la exuberancia de aquellos macizos, Daniel pensó distraídamente en los Jardines Colgantes de Babilonia, por cómo las hojas de las plantas caían en cascada de un bancal a otro. Las buganvillas trepaban de manera alocada por las blancas fachadas, exuberantes en sus malvas a los que el sol arrancaba mil matices y tonos, y el agua de la piscina brillaba como si su superficie estuviese hecha de aristas de diamante.

La casa en sí era preciosa: el segundo piso de un pequeño dúplex, pero recogida y más que suficiente para él. Todas las habitaciones daban a un par de terrazas que la rodeaban, dándole una luz cálida y abundante. Hasta los muebles que el propietario había dejado, también blancos, le parecían perfectos.

—Hablaré con él —dijo el vendedor—. El piso lleva a la venta casi un año, y con la crisis que hay, creo que querrá aprovechar la oportunidad antes de que el mercado se desplome del todo. Le pasaré su oferta. Es un irlandés algo mayor y tiene la casa desde los tiempos que con la compra del piso te regalaban un jamón serrano, una peineta y un seiscientos, así que aceptará. Va a sacarle un bonito rendimiento a su inversión.

Daniel asintió.

—Pero no lo entiendo —dijo—. El precio es menor que en la ciudad...

—Esta zona está llena de extranjeros. Británicos, en su mayoría. Y la mayoría son jubilados que vienen aquí a disfrutar del clima y, todo hay que decirlo, del sistema de salud español.

—Ajá...

—De hecho a esta zona se la conoce como
Little England
.

—Sí... eso me han dicho.

La urbanización en realidad se llamaba El Edén, y mirando a través de la terraza, Daniel comprendía por qué. Tenía la sensación de estar a las puertas de uno, y en la trastienda de su mente, una voz se preguntaba: «¿De verdad voy a vivir aquí?».

—Pues ahora, con el euro subiendo de forma imparable —continuó explicando el vendedor— ya no reciben tanto dinero al cambio por sus pensiones en libras... su poder adquisitivo desciende cada año. Así que se van a otros países emergentes con buen clima, como era España en los setenta: Croacia, Yugoslavia... Por eso hay tanta oferta por aquí. Además, a los españoles no les convence esta zona. Demasiado... alienada. En ningún bar de la zona le hablarán español, y en las cadenas de supermercados de toda la vida hay más productos extranjeros que otra cosa.

A Daniel no le importaba. Los extranjeros le gustaban, con su tono de voz controlado y su estar tranquilo. De todas maneras, pensó, comparado con la fauna que había tenido que soportar en su antiguo barrio, hasta la compañía de una piara de cerdos salvajes le habría parecido encantadora.

—Puedo darle ese adelanto —decidió entonces—. Puedo dárselo mañana mismo.

—¡Muy bien! Entonces... ¿le gusta?

Daniel no dijo nada inmediatamente. Había otra cosa que le gustaba de aquella casa, y era el silencio. Apoyado en la barandilla, miró hacia el jardín del piso de abajo y vio a un gato adormilado sobre el césped, de un color verde intenso. Aún olía a hierba recién cortada, y el sol incidía en su pelaje haciéndolo parecer de plata. A lo lejos, unos pájaros graznaron alegremente y emprendieron el vuelo, y en algún lugar alrededor, el monótono ruido de un aspersor de riego llenaba el aire. Pero eso era todo. Ningún coche pasaba por la carretera, no había bares cerca y en la piscina no había nadie.

—Ya lo creo que me gusta —dijo al fin.

El vendedor sonrió.

II

El día de la firma ante notario, casi veinte días después, el responsable de ventas de la inmobiliaria fue acercando la llave de la casa cada vez un poco más a medida que cumplían con los puntos de la operación. Cuando Daniel pagó la pequeña cantidad adicional al préstamo que el banco le brindaba, empujó la llave hacia él unos centímetros. Cuando la chica que venía en representación del banco sacó el talón con el grueso del importe, hizo lo mismo, y cuando el notario fue leyendo en voz alta los diferentes puntos del contrato, la llave recorría otra vez unos centímetros más.

Finalmente, tras la firma, quedó a su alcance.

—Enhorabuena —anunció el notario, y mientras intercambiaban apretones de manos, Daniel recogió las llaves y cerró el puño a su alrededor. Era su primera casa, había ahorrado largamente para comprarla (mientras pagaba el alquiler de otro inmueble), y por fin era suya. No dijo nada; sonrió y asintió ligeramente, incapaz de expresar cómo se sentía.

Se mudó ese mismo día, llevándose apenas un par de maletas con ropa, su ordenador, y algunos cachivaches de decoración que había ido adquiriendo con el tiempo. Tenía casi treinta años, y todo lo que poseía en el mundo cabía en el maletero de su coche.

Cuando llegó a la casa, las sombras eran ya largas y el sol se ocultaba por detrás de un grupo de cipreses que coronaban la línea del horizonte. Era principios de junio, y a esas horas, el olor a jazmín empezaba a llenar el aire. Se quedó un rato allí, en la terraza, respirando el aroma vagamente dulzón de la Dama de Noche y viendo cómo la noche caía sobre sus nuevos dominios. En todo ese rato, no escuchó a nadie. El móvil no sonó en ningún momento, y por la distante carretera circularon apenas un puñado de vehículos; todos de alta gama, por lo que el ruido del motor era inapreciable. Estaba tan encantado, que siguió allí sentado hasta que el cielo se llenó de estrellas y empezó a refrescar.

El día siguiente lo empleó en acondicionar su lugar de trabajo. Se dedicaba a hacer pequeños trabajos de programación para una compañía belga y necesitaba una conexión a internet para atender a sus jefes. Había tenido la precaución de informar a la compañía telefónica del cambio de su teléfono y le sorprendió descubrir que los técnicos aparecieron para montar la línea ADSL sobre las doce y cuarto. Hacia el mediodía había reubicado ya los muebles de una de las habitaciones; se había deshecho de las camas individuales y había arrastrado una de las pequeñas mesas del salón, que quedó más diáfano. El ordenador se conectaba a la red por primera vez hacia las tres y media, y cuando vio aparecer el logotipo de Google recién llegado de los vericuetos del ciberespacio, sonrió. Era fabuloso cómo se estaban desarrollando las cosas.

Su jefe le llamó un par de horas después.

—¡Daniel! ¿Qué tal estás...? —dijo la voz, con su acostumbrado acento francés.

—Muy bien, Bernard —dijo Daniel, y por primera vez en mucho tiempo, le alegró descubrir que, realmente, así era.

—Escucha, tengo un proyecto para ti.

—¿Uno nuevo? Aún estoy con el sistema Java...

—Nono... déjalo aparcado. No importa. Éste es más importante. Te pagaremos lo que lleves hecho... mándale a Susana tu
timesheet
y te ingresamos las horas que lleves.

—De acuerdo...

—Es un sistema para un nuevo programa para la ESA, ¿entiendes?

—La... ¿Agencia Espacial Europea? —preguntó, dubitativo. La empresa para la que trabajaba tenía un par de clientes importantes, pero la ESA era definitivamente el tipo de liga en el que su equipo no solía jugar. Era la Liga Profesional, la oportunidad que estaban necesitando para terminar de dar el paso a la zona de los grandes contratos.

—Exacto —exclamó su jefe. En su tono de voz quedaba claro que había cierto orgullo—. Tenían un proveedor con el que llevaban muchísimos años, pero les han fallado un par de veces y han cortado. Es el momento de meter el pie, y meterlo hasta el fondo. Es muy importante dejarles bien impresionados, así que no escatimaremos recursos. Hemos dividido el proyecto principal en muchos núcleos y lo gestionaremos desde aquí.

—Entiendo —dijo Daniel—. Enhorabuena, por cierto.

—¡Gracias! —exclamó Bernard—. En parte te lo debemos a ti... Les enseñamos el sistema de tráfico de buques
Mastodón
que hiciste para nosotros y les encantó. Creo que fue uno de los motivos por el que se decidieron a cogernos a nosotros.

—¿Con quién competíamos?

—Con Eumet, principalmente. Y Pluralcom.

—¡Genial! —exclamó Daniel, exultante. Eran dos de las grandes compañías de desarrollo de software en Europa, peces muy gordos, y era ciertamente impresionante que alguien como la ESA hubiera escogido a alguien relativamente modesto como su empresa.

—Sí. Por eso queremos recompensarte. Estas horas puedes facturarlas al triple de lo normal. Quiero que te involucres completamente en el trabajo... que nos des lo mejor de ti.

—No sé qué decir... Muchas gracias, Bernard. Puedes contar conmigo, desde luego. —Era una excelente noticia, habida cuenta de que se acababa de comprometer con un banco en hacer pagos mensuales de casi novecientos euros. Tras el pago de los gastos de hipoteca, notario y la parte en B del pago, su cuenta de ahorros se había quedado dramáticamente mermada.

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