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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido (4 page)

BOOK: Edén interrumpido
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Una hora más tarde, no sabía si era peor el problema o la solución: Sudaba tanto que su cuerpo estaba cubierto por una fina película pegajosa, y los brazos resbalaban contra su torso al desplazarlos. La superficie del ratón estaba húmeda, el teclado tenía un tacto desagradable y sentía que le faltaba la respiración.

«Un ventilador —se dijo de repente—, necesito un puto ventilador.»

Le daba mil patadas tener que gastarse... ¿cuarenta, cincuenta euros? en un aparato que siempre había odiado (hacían demasiado ruido y detestaba esas ráfagas de aire artificial con olor a motor barato), pero no sería capaz de aguantar mucho más. Tiró de la silla hacia atrás y se levantó con cierta violencia, se puso una camiseta que rezaba LOS KLEENEX EN CONCIERTO y salió de la casa.

Mientras conducía, el mundo se le reveló como un lugar maravilloso y apaciblemente tranquilo. El ruido del motor ni siquiera le molestaba tanto ahora; casi parecía el ronroneo quedo y agradable de un gatito comparado con lo que había tenido que aguantar. Llevaba, además, la ventana abierta, y la sensación de sentir el aire en el rostro encendió una sonrisa en sus facciones cansadas. No hacía ni dos días, la calle, el tráfico y la gente le habían parecido detestables. Ahora se embriagaba en ellos.

Encontró un ventilador que no tenía mal aspecto en la pequeña ferretería del área comercial, un Ziggurat de pequeño tamaño que podría poner en la mesa. Pagó en efectivo, y aunque consideró brevemente la idea de escaparse a dar un paseo bajo el sol estival, decidió que no tenía más tiempo que perder. Con perro o sin él, necesitaba darle un buen empujón al proyecto.

Estaba volviendo por el pasillo cuando se encontró con alguien: un tipo de aspecto corpulento y pelo canoso que le saludó brevemente.

—Hola —dijo éste, sin levantar apenas la vista.

—Perdone... —dijo Daniel. Acababa de tener una idea—. ¿Vive usted aquí?

—Sí... —contestó, prudente.

—Me he mudado hace poco. ¿Podría decirme quién es el presidente de la comunidad?

—Yo mismo —contestó, todavía poco receptivo.

—Hola... Mire, vivo en el primer apartamento, el número doce. Tengo un problema con mi vecino de abajo.

El hombre arrugó la nariz por unos instantes.

—¿El veinticuatro?

—No lo sé... es el que tengo justo debajo.

—El veinticuatro —confirmó rápidamente—. Alarcón Jurado, Isaac. Abogado. No me extraña que tenga problemas, si me lo pregunta.

—¿En serio?, ¿le han comentado algo?

—Nadie me ha comentado nada, pero debe unos seis mil euros de comunidad. No me gusta.

—Entiendo... ¿Está seguro de que sigue siendo ese tipo? Ayer vi una furgoneta en la puerta. Estaban entrando muebles. Parecía una mudanza. Y ahora tiene un perro... de hecho creo que...

—¿En serio? —interrumpió el presidente—. Nadie me ha dicho nada sobre una mudanza. Generalmente me entero de esas cosas con tiempo. Por las cargas. Y este señor las tiene.

—Vale... —balbuceó Daniel, cambiando la bolsa de plástico de mano. No era demasiado pesada, pero el plástico retorcido se le había ido clavando en los dedos—. Bueno, de todos modos es su perro el que me da problemas. No he podido encontrar a nadie en la casa, pero... su perro ha estado ladrando toda la noche, y todo el día. Quizá usted lo haya oído.

—No... —admitió el presidente—. Yo vivo en el número seis. Es por la vaguada, ¿sabe? El sonido se propaga hacia El Molinillo, la urbanización de enfrente. Pero no hacia arriba.

—Vaya. De todas maneras, a mí me tiene loco. Me preguntaba si podría formular una queja.

El hombre arrugó la nariz y movió las manos, como si fuese a añadir algo.

—Pero ese perro... ¿dice que llegó ayer? —preguntó al fin.

—Sí.

—Es un poco pronto para que yo hable con él. Nadie de la Comunidad se ha quejado todavía.

Daniel evaluó su mirada, y supo lo que estaba pasando. Lo supo por su forma de arrastrar las sílabas cuando pronunció la palabra «Comunidad». Ese tipo de expresión que parecía decir: «Ya veo lo que eres tú: Un quejica. Espero que no me causes problemas, porque aunque sea el presidente, no me gustan los vecinos quejicas. No en mi Co-mu-ni-dad.»

—Bueno, aquí tiene la primera queja —dijo Daniel—. Es realmente horrible. Los ladridos suenan como si lo tuviera sentado en el sofá de mi casa. He tenido que cerrarlo todo, y con el calor que está haciendo me estoy asando. —Levantó la bolsa y añadió—. Hasta he tenido que comprar un ventilador.

El presidente miró la bolsa con desagrado, como si contuviese dos kilos de excrementos.

—Bueno. Hable con él, cuando lo vea —dijo entonces—. Es lo mejor. No creo que sea apropiado hacer de esto algo oficial.

—Lo he intentado, pero...

—Si se trata de Alarcón, suele venir a última hora de la tarde. Conduce uno de esos cochazos descapotables. Debe haberle costado una pasta. No me extraña que luego no tenga dinero para pagar la Comunidad.

—De acuerdo... —dijo Daniel, sin mucha convicción.

—Y si tiene razón con lo de la mudanza, si se trata de un propietario nuevo, haga lo mismo. Todavía le irá mejor. Seguro.

Daniel asintió, sin mucha convicción.

—Ese tío se las sabe todas —añadió el presidente, pensativo; casi como si hablara para sí mismo—. No me extrañaría que haya conseguido vender su casa con la deuda incluida.

—Bueno, probaré esta noche de nuevo —dijo Daniel—. ¡Encantado de conocerle!

—Igualmente —soltó el presidente, y sin añadir nada más, se giró sobre sus talones y se marchó.

VII

Como había esperado, el propietario (fuera el nuevo o el viejo) no apareció en todo el día. Daniel se debatía entre el odio profundo y la lástima. Por momentos, le daban ganas de volver a la casa, entrar en el jardín privado, y llenar de agua el pequeño cuenco. Un perro podía aguantar bastante tiempo sin llevarse un bocado a la boca, pero con esas temperaturas más propias de mediados de agosto, dudaba de que el animal pudiese resistir sin agua. Pero luego, los ladridos continuaban interminablemente, llenando la casa de ecos atroces, y Daniel, encerrado en su despacho con el ruido estridente de su nuevo Ziggurat, sentía ganas de arrojarle la encimera de la cocina entera, a ser posible, con clavos oxidados emergiendo por entre la madera.

El ventilador hacía más soportable el intenso calor, pero resultó ser una decepción. Producía un sonido vibrante e intenso, y cuando llegaba al tope para dar la vuelta, traqueteaba como si fuese a desarmarse. Nunca había visto un ventilador semejante, al menos no en los últimos veinte años, así que supuso que le habían dado uno defectuoso.

Lamentablemente, no disponía ya de más tiempo que perder. Necesitaba trabajar, y concentrarse intensamente. Había perdido los últimos días, y eso no se lo podía permitir. Ni siquiera tenía un prototipo funcional: aún faltaban innumerables funciones críticas por no hablar de la documentación. El interfaz tampoco estaba funcionando correctamente: se descuadraba y replicaba sin sentido a medida que intentaba llegar a las secciones que necesitaba probar, así que en algún momento tendría que crear un registro de errores y afrontarlos cuidadosamente uno por uno. Bien sabía por experiencia que era una de las tareas que podría requerir varios días enteros.

Al atardecer, hastiado del viento caliente en la cara y de la letanía agotadora de los ladridos del pastor alemán, Daniel se animó a salir a la terraza. Quería ver si el coche del vecino estaba, por fin, aparcado delante de la puerta, pero tampoco esa vez tuvo suerte. Sin embargo, mucho antes de que llegase a la barandilla, percibió algo.

Dios mío... ¿qué es esto?

Era un olor rancio y penetrante, con una dimensión profunda como el del amoníaco; tan intenso y soez como no recordaba desde que frecuentaba los lavabos de baretos y tugurios en su adolescencia. Era, en efecto, el hedor de la orina y las heces.

Se llevó una mano a la nariz, súbitamente sobrecogido por un principio de arcada.

El perro continuaba enredado en la cadena, que se apretaba contra sus patas y su lomo dolorosamente. Pero ahora, además, un charco oscuro rodeado de espuma se secaba al sol debajo de él. Había más: incapaz de moverse hacia ningún lado, el animal había defecado y había rastros de una inmundicia desvaída de un tono indefinido, entre la excrecencia y el puré de lentejas. Éste había impregnado la otrora brillante cadena de hierro, el lomo, las patas y hasta el hocico.

«Ha intentado comerse su mierda —pensó Daniel—. O eso, o ha estado revolviéndose en ella todo el santo día.»

El pastor alemán ladraba. Daniel se preguntó si un perro puede quedarse ronco, e inadvertidamente, sus labios se curvaron en un lacónico intento de sonrisa.

—Tranquilo, chico... —musitó, asqueado por lo que veía. Aún sentía más repulsión por lo que su vecino estaba haciéndole a aquel animal,
a mí, lo que me está haciendo a mí
dejándole desatendido tanto tiempo. Mientras miraba el cuenco del agua, ahora vacío, se preguntó cuánto tiempo más tardaría en aparecer, cuánto más tendría pensado dejar a aquel animal solo. No había ni una sola nube en todo el cielo, ni corría demasiada brisa; con probabilidad, el día siguiente sería tanto o más caluroso que el actual, y sin agua, el joven pastor lo pasaría mal.

—Qué hijo de puta —soltó, pero como el perro respondiera intensificando sus ladridos, Daniel volvió dentro y cerró la puerta de la terraza antes de que el hedor se filtrase al interior.

El vecino, fuese el abogado u otro nuevo, no apareció en todo el día.

VIII

Aquella noche no fue distinta de la anterior. Durmió poco y mal, y los ladridos se mezclaron con sus fantasías oníricas. Soñó que estaba en una cueva rodeado de niños pequeños que no debían despertar, porque si lo hacían, pedirían alimento y ya no tenía nada que darles. Las paredes eran de roca pero tenían aberturas ominosas por donde, de vez en cuando, se asomaba una boca inmunda llena de dientes que producía un sonido mecánico y martilleante. Se pasó todo el rato corriendo de un lado para otro, porque tan pronto se acercaba a uno de los agujeros, la boca retrocedía a la oscuridad de la oquedad.

Se despertó sintiéndose miserable y terriblemente cansado, y cuando estaba en el cuarto de baño con el aseo diario, se dio cuenta de que en su cabeza empezaba a crecer una fenomenal migraña. Los dolores de cabeza no eran habituales en él, así que apenas sí tenía un par de Gelocatil que todavía estaban en su caja de cartón, esperando ser ubicados.

«Joder... si es que no hace nada que me mudé. Si hubiera visto eso... si hubiera comprado sólo un poco después, ahora estaría viviendo en cualquier otra parte, lejos de este infierno. Qué hijo de puta. Qué hijo de la gran puta.»

La pastilla empezó a hacer efecto sobre las diez, pero en cuanto encendió el ventilador y la brillante pantalla del ordenador se iluminó para la jornada de trabajo, el ruido traqueteante del motor del aparato encendió de nuevo la chispa de la jaqueca.

—Oh, por Dios... —dijo, enterrando el rostro entre los dedos de ambas manos.

De pronto, escuchó un golpe sordo y amortiguado que parecía venir de algún sitio indeterminado. Era un ruido que había escuchado antes, pero... ¿dónde? La imagen le sobrevino con una contundencia casi audible: era el mismo ruido que hicieron los de la mudanza cuando cerraron la casa para irse; ¡era el sonido de la puerta de hierro que cerraba la terraza principal de la casa de abajo!

Y había otra cosa más: el perro... el perro-demonio se había callado. ¿Desde cuándo?, ¿cuánto hacía que se había callado? Con el dolor de cabeza, era posible que el hecho en sí le hubiera pasado desapercibido.

«¿Vuelve... o se va?»

Con el corazón acelerado y el creciente dolor de cabeza, Daniel corrió a la terraza, pero no le hizo falta asomarse siquiera. Escuchó el tintineo de unas llaves, y vio un coche aparcado en la puerta. Un coche descapotable.

«Es él. El abogado», pensó.

Corrió entonces hacia la puerta y siguió corriendo por todo el pasillo. Estaba plagado de pequeñas deposiciones de los murciélagos que poblaban los resquicios de los alerones de los tejados, y casi resbaló cuando saltó los cuatro o cinco escalones de uno de los rellanos con una sola zancada. Ni siquiera pensaba lo que le diría: en todo ese tiempo no había decidido ninguna estrategia sobre cómo iría esa conversación, y si la enfocaría desde el punto de vista de su malestar, o el del pastor alemán. No era correcto bajo ninguna perspectiva, pero incluso con la cabeza abrumada por la jaqueca, un nuevo pensamiento brotó en su mente. Ahora se le ocurría que existía la posibilidad de que su vecino hubiera tenido algún tipo de problema. Quizá no había tenido más remedio que irse y estar ausente por alguna razón (¿el fallecimiento de un familiar, un viaje de trabajo inesperado, una hospitalización?) y en ese caso le convenía serenarse. Después de todo, se estaba dando cuenta ahora de que llevaba los puños apretados como arietes de guerra.

La voz de su madre sonó de nuevo en su cabeza: «¡Más se consigue con azúcar que con vinagre, Dani!», así que se detuvo unos segundos para serenarse. Ahora, las sienes parecían palpitar con vida propia y una sensación de vértigo ascendió desde algún lugar indeterminado para terminar estallando en su cabeza. Pero justo cuando se llevaba las manos a la frente atendiendo un impulso instintivo, un coche pasó a buena velocidad por la carretera, visible a través de la puerta de la entrada.

Un deportivo descapotable.

—No... —exclamó, aunque su voz sonó como el croar de una rana.

Abrió la puerta de la calle y llegó a tiempo de ver el descapotable desaparecer tras la curva. Un simple vistazo hacia el otro lado le confirmó lo que temía: el deportivo había desaparecido. Había vuelto a irse.

Como un autómata de una película de bajo presupuesto, Daniel se acercó a la casa sin que ningún pensamiento consciente aflorase en su mente. Tal y como esperaba, la puerta principal estaba cerrada, pero al menos se había tomado la molestia de desenredar al perro de la cadena. Ésta se extendía hasta el interior de la caseta y allí desaparecía; estaba en su interior.

Encima de la puerta de la caseta había una pequeña placa. Le sorprendió no haberse fijado antes. Allí se leía una sola palabra, escrita con caracteres en bajo relieve:

MARIO

«¿Mario? —oyó decir a su mente—, ¿qué clase de nombre es ese para un perro?» Pero mientras pensaba en eso, descubrió que algo era diferente, además.

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