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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido (9 page)

BOOK: Edén interrumpido
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Cerró los ojos.

XV

Los días pasaron rápidamente.

El martes por la tarde, utilizando el teléfono móvil para poder hablar sin las interferencias de Mario, Daniel se puso en contacto con un abogado. La conversación fue breve: el abogado insistía mucho en que fuera a verle a su despacho para poder entender el caso, pero Daniel sabía que eso supondría perder tiempo en desplazamientos y, naturalmente, abonar las horas de consulta.

Resultó que la cosa pintaba fea para Daniel. Había cometido allanamiento de morada y eso podía representar entre seis meses y dos años de cárcel.

—Pero no entré en la casa —se defendió Daniel.

—En el concepto de morada se incluyen las dependencias como el garaje o el jardín —explicó el abogado— siempre que estén directamente conectadas con la morada. La verja cerrada con llave muestra la voluntad del morador de excluir a terceras personas. Ahora bien, me sorprende el hecho de que le llegara un burofax a su domicilio, a su nombre, y no alguna representación de las fuerzas de seguridad...

—La policía...

—Sí. Por lo que entiendo por sus palabras, el despacho de abogados que se ha puesto en contacto con usted está ofreciéndole un acuerdo. Seis mil euros, y retirarán la denuncia. Si no paga, estará en un buen aprieto. Probablemente cursarán la demanda e irán a por usted tarde o temprano.

Daniel se puso lívido.

—¿Y hay algo que hacer?

—Como le he dicho, necesitamos que se pase por nuestro despacho para estudiar detenidamente el caso. No puedo aventurar juicios de valor con los pocos datos que me ha dado por teléfono. Traiga el burofax, y si es posible, traiga unas fotos de la verja y el jardín de su vecino para determinar si podemos encontrar algo que pueda servirnos para la defensa.

Daniel aseguró que lo haría y se despidió, pero no tenía ninguna intención de perder un tiempo precioso en ese momento. Un poco más tarde, mientras comía una insulsa tortilla a la francesa con sabor a sartén requemada, tuvo la ocurrencia de trasladar el ordenador al cuarto de baño. El día anterior había conseguido serenarse allí dentro, bajo el agua, cuando estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Allí podría cerrar la puerta y poner algo de música suave para aliviar el sonido residual de los ladridos.

Trasladó la mesa y el ordenador en un tiempo récord. No estaba cómodo: apenas tenía sitio para moverse y la barriga y el pecho quedaban completamente pegados a la tabla. Además, la luz del techo incidía directamente sobre la pantalla y la mayor parte del tiempo tenía que inclinarse con el cuerpo para poder ver la letra pequeña de su programa de edición de código, pero con la puerta cerrada, los ladridos del animal eran casi soportables, y eso era preferible a todo lo demás.

Media hora más tarde estaba sudando a chorros, pero continuó trabajando hasta que las teclas del teclado quedaron húmedas y resbalosas. Descubrió que podía saltar a la ducha, soltar un chorro de agua fría sobre su cuerpo, y volver a sentarse en sólo unos minutos, y estuvo repitiendo ese proceso durante todo el día.

De vez en cuando su mente escoraba hacia el otro problema: el de la amenaza de demanda de su vecino, el señor
Puto-Jodido-Abogado-de-Mierda
. Decidió que esperaría a que el plazo estuviera a punto de expirar y luego les llamaría. Les diría que andaba algo corto de pasta y que necesitaba un aplazamiento. Algo le decía que aceptarían, que seis mil euros era mucho dinero, y que enviarle a la cárcel era algo que seguramente les importaba un bledo. Luego, cuando cobrase la aplicación, podría permitirse desviar una parte para solucionar el problema, contratar al tipo con el que había estado hablando. No tenía dudas sobre el hecho de que un abogado conseguiría poner las cosas en su sitio. ¡Él era la
víctima
! No sólo se libraría... si el abogado conseguía mover bien las fichas, les pediría daños y perjuicios por poner en peligro su salud mental, el nivel de salubridad de su casa, y su trabajo.

Pero cuando llegaba a esa parte, sacudía la cabeza e intentaba concentrarse; trabajaba un par de horas, casi febril por el exceso de calor, y luego se dejaba llevar por las ensoñaciones otra vez. A ratos se imaginaba sumido en las procelosas tinieblas de la incertidumbre, y otras veces, ganando un juicio y recuperando su vida.

Cuando llegó la noche, la situación volvió a ponerse difícil.

Intentar conciliar el sueño resultó imposible. Para entonces las cosas se habían complicado un poco más: la garganta le empezaba a doler como si se hubiera tragado un hierro al rojo vivo, tenía los ojos rojos y se encontraba febril. Creía que había pillado
uno bueno
, como decía su madre, probablemente por el exceso de calor y el contraste con las duchas frías.

Finalmente, se le ocurrió llevarse la almohada al cuarto de baño. A esas alturas, con el calor que desprendía el ordenador y los rigores de uno de los veranos más calurosos que se recordaban en los últimos veinte años, la habitación era la antesala del mismísimo infierno, pero Daniel, aquejado por los primeros estadios de un enfriamiento galopante, cayó rendido y exhausto, y no despertó en toda la noche.

XVI

El día siguiente sucedió como entre brumas. Se levantó cansado y dolorido; con el cuello y la espalda agarrotados por haber dormido en el suelo. La nariz estaba completamente taponada, y la garganta le dolía terriblemente. El simple hecho de tragar le hacía cerrar los ojos.

Buscó entre los pocos medicamentos de que disponía, pero no encontró nada para aliviar resfriados comunes. Conducir hasta la farmacia también parecía fuera de toda posibilidad: su frente ardía como si tuviera carbones encendidos dentro de la cabeza, y los párpados pesaban como si estuvieran hechos de hierro. Sólo el hecho de abandonar el cuarto de baño le hizo enfrentarse a los ladridos del perro, y eso arrancó dolorosos ecos en su cabeza. Regresó al interior y cerró la puerta; al fin y al cabo, no podía ni imaginar cómo sería hacer pasar algo sólido por la garganta en el desayuno.

Allí encerrado, descubrió que su cabeza parecía funcionar a baja potencia, y las líneas de código danzaban delante de sus ojos, esquivas y tan misteriosas como si estuvieran escritas en sánscrito. Tenía una pequeña lista de tareas programadas para resolver en el día, pero estuvo pasando de unas a otras sin terminar nada. Si se encontraba con algo que le bloqueaba, saltaba a otro de los puntos que parecía más sencillo, pero dos horas después se convencía de que estaba tan perdido como al principio, y regresaba al problema anterior.

Ese día no hubo duchas. Bebió mucho líquido y sudó tanto que se sintió como si hubiera perdido varios kilos.

Odiaba a ese perro, y odiaba tanto o más a su vecino. Se dijo que cuando todo eso pasase, bajaría abajo y le haría tragar el matarratas directamente con sus manos desnudas. Se imaginaba metiendo el brazo en sus fauces, hasta el codo, y deteniendo su corazón con las manos embadurnadas de veneno blanco. Al imaginar la sangre caliente en su antebrazo y los latidos más y más lentos pulsando contra su piel, le brotaba una risa enfermiza y arrastrada como el motor de un coche viejo. Pero luego le sobrevenía una tos atroz y volvía a intentar concentrarse en el trabajo.

XVII

El lunes llegó.

Daniel, todavía afectado por el resfriado, había pasado todos esos días encerrado en el baño. La habitación olía a pedo rancio, y él mismo había descuidado bastante su higiene personal. Una película de orina reseca y amarillenta cubría la tapa del retrete. Las provisiones se habían acabado. Había estado tomando pasta con tomate, luego pasta con queso y por último sopas, sobre todo de pan duro y ajo. Pero tampoco tenía mucha hambre y, de todos modos, procuraba pasar el menor tiempo posible fuera del lavabo: el Gelocatil se había acabado y los ladridos de Mario le provocaban náuseas.

Había estado trabajando sin pausa los últimos tres días, y llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir. A las siete de la mañana del lunes, día de entrega, con el estómago encogido y duro como una piedra, terminó. La aplicación se encontraba por fin en un estado aceptable de funcionamiento. En las pruebas que hizo en las horas previas al amanecer, consiguió alcanzar el objetivo último de contactar con el servidor remoto. Si bien todavía experimentaba cuelgues ocasionales, el registro de trazas mostraba los datos debidamente almacenados, y eso ya era mucho, mucho más de lo que había esperado en ciertos momentos críticos del fin de semana. Los cuelgues no le preocupaban demasiado: aún tenía cinco días para corregir los errores y depurar las deficiencias que pudieran encontrar.

Empaquetó la aplicación, preparó las fuentes y todas las bases de datos, y lo subió al servidor remoto. Después escribió un par de emails para informar a Bernard y al encargado del Departamento de Calidad. Cuando pulsó el botón de enviar, soltó un sonoro suspiro; estaba exhausto, y al aliviar la tensión, sintió un pequeño desmayo. Se dijo que dormiría un par de horas; sólo dos o tres horas, para aliviar un poco el cansancio, y volvería a estar al pie del cañón para las diez, por si alguien del Departamento de Calidad quisiera preguntarle algo sobre la instalación.
Siempre
tenían alguna pregunta estúpida sobre el proceso, como si fuera parte del protocolo. ¿
Están todos los archivos contenidos en el ZIP, Daniel? Sí. ¿Se ha subido la totalidad de la aplicación al servidor, señor Daniel? Sí, sí desde luego, joder, claro que sí
. Se tiró al suelo y apoyó la cabeza en la almohada. Sólo un par de horas, se dijo, pero tan pronto cerró los ojos, se quedó profundamente dormido.

Despertó, sintiéndose aturdido y débil. Ni siquiera recordaba cuándo había comido por última vez. Creía que se había saltado la cena, pero tampoco se recordaba almorzando el domingo al mediodía. ¿Había desayunado, quizá?

Creía que no.

No ese día, por cierto. Quizá aún tuviera tiempo para tomar un buen café antes de que la jornada empezase. Pero cuando abrió la puerta del cuarto de baño, el corazón le dio un vuelco.

La luz. La luz estaba mal. Era esa luz brillante y uniforme, más propia del mediodía que de las diez de la mañana. El sol había empezado a tocar la pared del salón, y eso no solía ocurrir hasta...

Rápidamente, sacó el móvil del bolsillo para consultar la hora, pero la pantalla estaba muerta.

—Mierda... —soltó.

Fue al ordenador. Eran las tres y cuarto.

—Dios...

El icono del programa de correo estaba parpadeando con un globo de color rojo y un número en su interior: tenía diez emails pendientes.

Se dejó caer en la silla y desplegó el correo en pantalla. Cuando vio la lista de emails, palideció. Eran todos de Bernard. El primero era de las doce y cuarto, y los demás se sucedían en cadena. A la una menos cuarto, a la una, a la una y veinte...

¿Cuándo había sido la última vez que Bernard había mandado tantos correos seguidos?

«Nunca», dijo la voz en su cabeza.

Abrió el primero.

Daniel, estoy intentando llamarte, pero tienes el teléfono apagado. Llámame.

El segundo.

Daniel, parece que tenemos algunos problemas. Llámame o contacta con Joseph de QA.

El tercero.

Estoy reunido con Joseph de QA. LLÁMAME!!!!

El resto eran todos parecidos, aunque el tono iba cambiando y los signos de exclamación proliferaban. El último no tenía mensaje, sólo un asunto suficientemente explícito: LLÁMAME AHORA.

«Algo ha ido mal. Algo ha ido jodidamente mal.»

Enchufó el móvil al cargador. Tan pronto entró en servicio, empezó a vibrar con mensajes de llamadas perdidas. Naturalmente eran todas de Bernard.

Inesperadamente, el móvil empezó a vibrar, y Daniel dio un respingo, dejando que el aparato saltara en sus manos. Cuando recuperó el terminal, vio la palabra BERNARD en pantalla.

—¿Sí? —dijo. Tenía todavía la voz cavernosa y grave.

—Daniel... —dijo su jefe al otro lado de la línea. El tono era tan frío y hostil que un escalofrío recorrió la base de su espalda.

—Hola Bernard...

—¿Has visto mis llamadas?

—Sí, lo siento, es que...

—¿Has visto mis emails? —interrumpió el francés.

—De hecho acabo de verlos, es que...

—DÓNDE COJONES ESTABAS —gritó Bernard.

El grito le pilló tan por sorpresa, que no pudo articular ninguna respuesta coherente.

—Daniel... ¿cómo has podido dejar que esto pasase? —continuó diciendo su jefe—. Mis socios me lo decían. Me decían que contactase contigo, sólo para ver cómo ibas progresando. Me decían que hiciese al menos una reunión semanal, pero les tranquilizaba. Les decía que eras bueno, que nunca nos habías fallado...

—No... no entiendo... —empezó a decir Daniel—. Envié la aplicación esta mañana como...

—¿A ESA MIERDA llamas una aplicación? ¡DOS HORAS ha tardado el equipo de Joseph en compilar una lista de problemas tan grande que me extraña que ese monumental fracaso de programa que has perpetrado se mantenga en pie! He hablado con él hace unos minutos y me ha comunicado que la lista de errores es ahora tan grande que su equipo se ha rendido. Han relegado el estatus de la aplicación de
Beta
a
Alfa
. ¿SABES LO QUE SIGNIFICA ESO?

Daniel sabía muy bien lo que significaba. El estado
Beta
en un programa quería decir que se esperaba que existiesen errores.
Alfa
se usaba cuando la aplicación no estaba siquiera terminada.

«Ni siquiera está terminada», rió la voz en su cabeza.

—Pero...

—A estas alturas —continuó diciendo Bernard— hemos determinado que nos llevará unas tres semanas terminar de depurar todos esos flecos. ¿Sabes lo que significa eso?

Daniel no respondió.

—¡Significa que NOS HAS JODIDO,
PUTAIN
!
VOUS NOUS AVEZ FOUTU UNE PER BLEUE!, ¡A LA MIERDA EL CONTRATO, NO LLEGAREMOS A TIEMPO! ¡TODO A LA MIERDA!

—Escú...

—Pero lo vas a pagar caro,
connard
... Tenemos un contrato firmado, y vas a indemnizarnos por esto.

Daniel escuchaba ahora como tras un velo brumoso de un color blanco desvaído. La realidad parecía distorsionarse a su alrededor, y se sentía como si flotase, ingrávido, en una suerte de espacio irreal. Y allí espiaba lo que ocurría por un pequeño agujero.

—Vamos a esperar tranquilamente a que cumpla el plazo, el viernes —continuó diciendo Bernard—. Y después vamos a emprender acciones legales contra ti.

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