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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido (2 page)

BOOK: Edén interrumpido
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—Hay otro motivo por el que te pagamos un precio tan alto... —añadió Bernard—. La fecha de entrega está muy ajustada. Hay que compensar el retraso del otro proveedor, porque el programa debe estar listo para septiembre.

—Hum —exclamó Daniel—. ¿De qué se trata ese programa?

—Seguimiento de satélites —soltó Bernard—. Creo que podrás reutilizar gran parte del
Mastodón
. Te mando las especificaciones en una hora, más o menos —dijo—. Si quieres comentarlas, llámame. Llámame por Skype, si quieres, estaré en el despacho hasta bien entrada la noche. —Dudó un momento y añadió—. Qué coño. Llámame a la hora que quieras, ¿entiendes?

—Perfectamente. Prioridad Uno.

—Si aceptas el trabajo, entra en el TAC y asígnate el módulo. Hazlo lo antes posible. Y otra cosa... necesitamos que imprimas un contrato que vamos a mandarte.

—¿Un contrato? —preguntó Daniel. No solía haber formalidades de ese tipo entre Bernard y él. Los trabajos se encargaban, y el tiempo empezaba a correr cuando se formalizaba el pago.

—Es una formalidad adicional. No es para nosotros, ¿sabes? Es un requerimiento de la ESA. Ya sabes cómo son estas cosas. Queremos que lo imprimas, lo escanées y lo envíes. Con eso es suficiente.

—Claro, Bernard. Lo entiendo. Sin problemas.

—Cuídate.

—Adiós.

Colgó el móvil y miró instintivamente a su derecha. Allí, una puerta de cristal daba a la parte trasera de la casa, por donde discurría un pequeño río. Todo alrededor de su cauce era un batiburrillo de eucaliptos, juncos y maleza, dándole la sensación de que admiraba un bosque. En silencio (el bendito silencio), Daniel asintió y dio gracias a Dios de que todo fuera tan rodado.

No esperó a las especificaciones, sin embargo. El frigorífico estaba completamente vacío y los armarios que hacían las veces de despensa criaban telarañas. Suponía que tendría que darle un buen flete a la cocina antes de empezar a usarla, pero compraría al menos algunas cosas si no quería morirse de hambre el fin de semana: pan de molde y embutido, al menos, y qué demonios, puede que añadiera una botella de cava para remojarlo todo con burbujas.

III

Daniel aceptó el proyecto aquella misma noche, mientras daba buena cuenta de un bocadillo de jamón. No recordaba haber comido con tantas ganas desde hacía mucho tiempo. Antes solía vivir en un barrio para el que todo el mundo usaba el eufemismo «conflictivo», pero el término más correcto hubiera sido «zona de guerra», donde ratas de toda clase luchaban por subsistir. Había ratas navajeras que sacaban el sustento del primer pobre imbécil que se encontraran en el lugar equivocado en el momento equivocado. Había ratas vendedoras de droga y ratas organizadas: grupos de bandas armadas metidas en asuntos tan turbios como se podían imaginar. Por las noches, los bares de la calle se llenaban de chusma hasta la madrugada, y Daniel se desvelaba a cada poco, con el sueño bruscamente interrumpido por gritos de peleas o sirenas de policía, en el mejor de los casos. Salir a la calle era una suerte de aventura. En el último año le habían atracado seis veces y perdido dos coches. Al menos el segundo apareció en un descampado con los asientos traseros cuajados de preservativos, colillas de porro y botellas de cerveza. Una pintada en el capó, escrita con caracteres temblorosos y delgados, clamaba PORRONETA.

Lo peor habían sido los intentos de robo en su propio domicilio. Dos de las veces habían intentado forzar la puerta con él dentro, pero tuvo suerte de haber estado despierto y tener la ocurrencia de hacer el paripé junto a la entrada, simulando varias voces. Cuando por fin escuchó los pasos precipitados de los atracadores escapando por la escalera del piso, se dejó caer al suelo resbalando por la pared y dedicó varios minutos a acallar su acelerado corazón.

En momentos como aquél escuchaba la voz de su madre, que a través de la neblina de su Alzheimer, siempre le hacía la misma pregunta: «¿Eres feliz?» Sospechaba que, ya por entonces, ni siquiera le reconocía como hijo, pero la pregunta nunca faltaba. «Sí, mamá», le mentía. Y ella asentía distraídamente, con los ojos hundidos y orlados de profundas arrugas. Y luego, poco a poco, se ensimismaba y regresaba a las tinieblas de su mezcolanza de recuerdos.

Como resultado de todo ese estrés y la falta de sueño, Daniel comía cada vez menos. Había bajado de peso tantas veces que hacerle nuevos agujeros al cinturón había dejado de tener sentido. Sobre todo, cuando cambiaba el tiempo y recuperaba la ropa de abrigo largamente guardada en el armario, se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en una sombra de sí mismo. A veces lloraba. Un poco. Y entonces consideraba mudarse a otra parte, a cualquier parte, pero el alquiler era extraordinariamente bajo y le permitía ahorrar casi todo para poder acceder a una vivienda en propiedad, así que aguantaba un poco más. Se impuso dos años como objetivo, y ahorró hasta el último céntimo para poder escapar de aquella cloaca lo antes posible.

Ahora que había cumplido ese viejo sueño, el bocadillo le estaba pareciendo una delicia. El aire que entraba por la ventana traía aromas a eucalipto y a tierra mojada, y cuando cerraba los ojos tenía la sensación de estar suspendido en la nada; tan grande era la ausencia de ruido. Consideró brevemente echar un vistazo a la tele (un cacharro antiguo, de tubo, que tendría que cambiar cuando ahorrara un poco), pero estaba todavía muy cansado y la cama le llamaba poderosamente. Con ese silencio y esa brisa, le pareció que podría dormir durante tres días, y aunque no fue tanto tiempo, sí que descansó como un bebé, sin sueños, y casi hasta el mediodía del día siguiente.

«¿Eres feliz?», preguntaba su madre en la cabeza. «Vaya si lo soy, madre. Vaya que sí.»

IV

El tiempo pasó veloz, y Daniel empezó a familiarizarse con su entorno. Sobre todo las primeras semanas, se dedicó a pasear por los múltiples senderos que recorrían la urbanización: auténticos reductos de vegetación que zigzagueaban por entre las villas y daban la apariencia de estar inmersos en un frondoso bosque. Después de andar sepultado en un entorno tan manifiestamente decadente y urbano, fue como reencontrarse con la naturaleza. A veces se detenía y cerraba los ojos, abrumado por los aromas que le llegaban, y por el furor del verde del que hacían gala todas las plantas salvajes que crecían, sin ningún orden, por entre los centenarios árboles. Siempre terminaba subido a una loma recogiendo cuantas plantas veía: tomillo y romero en su mayoría, pero también matagallo, cantueso, e hinojo, y en ocasiones, entre los claros de los pinares, orquídeas. Le gustaba sentarse y ver cómo éstas se mecían, indolentes del transcurrir de los días, ajenas a todos los problemas del mundo y ocupadas tan sólo en
respirar
. Entonces, sin saber muy bien por qué, extendía lentamente un dedo y acariciaba sus hojas aterciopeladas.

Sentía que estar allí, arrullado tan sólo por los ocasionales gorjeos de los papamoscas, los mosquiteros, los carboneros y los mirlos, le llenaba de un nuevo estado de ánimo. Empezó a acostarse más temprano y a madrugar más, y dedicaba buena parte de la mañana a explorar el entorno de su nueva casa: los senderos y los caminos que se adentraban describiendo sinuosas curvas hacia las montañas, de los cuales había muchos y muy hermosos.

Una buena mañana de finales de julio, Daniel se levantó un poco antes de lo habitual, cuando el amanecer aún se esforzaba por clarear el cielo en el horizonte. Quería aprovechar el tiempo para dar un buen paseo antes de sentarse a trabajar; quizá llegar hasta la ermita que coronaba la zona y ver qué nuevos senderos se abrían desde allí, particularmente por detrás del monte. Si se daba prisa, podría disponer de tres o cuatro horas antes de que la mañana se le echara encima, así que se preparó un café caliente y algo de pan, y cuando iba a salir a la terraza como era su costumbre, decidió que hacía todavía demasiado relente como para sentarse fuera.

Se sentó en cambio a la mesa del salón, y al apartar unos papeles para hacer sitio a la humeante taza, encontró las especificaciones del proyecto en el que estaba trabajando. Las había impreso y marcado con un rotulador, dividiendo los bloques de trabajo en períodos de tiempo, y se había olvidado de ellas. Distraídamente, pasó las páginas con cierta parsimonia mientras mojaba el pan en la leche, y de pronto arqueó una ceja. Algo no cuadraba. Volvió atrás y estudió las fechas en los bloques, cuidadosamente, hasta que estuvo seguro de no haberse equivocado.

Pero no había error: con una ligera sensación de opresión en el pecho, constató que llevaba un retraso de unas dos semanas sobre lo que se había programado.

Pestañeó, un tanto confuso. Había vivido los últimos años demasiado enfrascado en el trabajo, y lo habitual era que terminase los encargos mucho antes de la fecha prevista. Nunca se había preocupado por cosas como fechas límite, porque dedicaba todo el día y parte de la noche a trabajar. Era, sencillamente, la forma que tenía de huir de un entorno tan manifiestamente hostil.

Pero ahora se daba cuenta de que en las últimas semanas había dedicado demasiado tiempo a su nuevo hobby, y había descuidado el proyecto, quizá peligrosamente.

Frunció el entrecejo. Consideró brevemente dar todavía ese paseo, y luego dedicar el resto del día, hasta bien entrada la noche. El cuerpo le pedía esas escapadas maravillosas, embriagarse con los aromas tempranos de las plantas húmedas por el rocío de la mañana, y pasear por lugares por donde nunca iba nadie, pero finalmente decidió que era quizá hora de enfrentarse al trabajo, y darle un buen empujón. La fecha tope estaba emplazada a un mes vista, pero tendría que enviar el prototipo con tiempo suficiente para que el departamento de calidad lo probara y lo certificara como válido. Eso le dejaba dos, quizá tres semanas de tiempo.

Chasqueando la lengua, dejó el café a medias y se lanzó hacia su despacho.

Pasó el resto de la mañana absorbido por el trabajo, con las palabras de su jefe revoloteando en su cabeza mientras sus dedos volaban gráciles por el teclado: «Es muy importante dejarles bien impresionados», decía a veces, y otras: «Llámame por Skype. Estaré en el despacho hasta bien entrada la noche. Qué coño. Llámame a la hora que quieras». Nunca, en todos los años que había pasado trabajando para él, había recibido instrucciones similares. Su jefe era ese tipo de responsables de proyecto que controlan brevemente cómo va el trabajo de los demás y luego pasa el resto del día fuera de la oficina, muchas veces ilocalizable. El hecho de que se pusiera a tiro de una forma tan absoluta debía haber sido motivo más que suficiente para que se le despertaran todas las señales de alarma, y mientras sus manos iban del teclado al ratón y al revés, se maldijo por haber puesto en peligro su trabajo.

A medida que iba avanzando y creando funcionalidad para su sistema, se iba dando cuenta de que la aplicación era un poco más compleja de lo que había supuesto al principio. No lo había detectado antes porque había perdido demasiado tiempo en la parte de diseño, el interfaz de usuario que estaba entre su programa y el usuario final. Ahora, ni siquiera veía factible convertir su viejo sistema
Mastodón
, como su jefe le había indicado; era demasiado diferente a demasiados niveles, demasiado básico, y pronto comprendió que tendría que reescribir la maldita cosa prácticamente desde el principio.

Sin embargo, en algún momento de las horas que siguieron, se produjo el milagro de la concentración. Su cabeza ya no pensaba en nada más que en las complicadas funciones que estaba desarrollando. Toda la estructura de la aplicación cobraba una perspectiva global en su cabeza, y los diferentes ficheros con el código iban multiplicándose en el directorio de trabajo.

A última hora de la tarde tenía un núcleo bastante sólido haciendo llamadas a los diferentes sistemas con una rapidez admirable. Éstos aceptaban y devolvían datos procesados en pocos milisegundos, incluso con conexiones remotas a diferentes servidores: Aunque la aplicación final trabajaría con bases de datos montadas en el mismo entorno local, comprobó con mucha satisfacción que los datos llegaban y se procesaban casi instantáneamente desde varios servidores ubicados en varios puntos de Europa.

Hacia las diez de la noche, con la luz del día desapareciendo rápidamente tras los amplios ventanales de la habitación, Daniel se reclinó en su silla con una sonrisa de satisfacción. Había sido como si su mente y la pantalla estuvieran en comunicación directa, prescindiendo de todo interfaz entre él y su propósito. Había hecho grandes avances: puede que tres o cuatro días sobre lo que normalmente hubiera sido capaz, y pensó que un factor importante de toda esa productividad añadida era que se sentía descansado. La palabra exacta era «renovado», gracias a su nueva forma de vida de las últimas semanas. Pero existía otro factor...

El bendito silencio.

Al día siguiente, los rayos del sol le sorprendieron aún en la cama. Estaba sudoroso, y el aire caliente de mediados de verano llenaba la habitación, asfixiante e insoportable. Se movió hacia un lado, inquieto, y el tacto de la sábana caliente se le antojó tan desagradable que decidió que ya no podría seguir durmiendo.

Se incorporó, todavía soñoliento, y consultó brevemente su reloj de pulsera. Tuvo que esforzarse por enfocar la esfera, pero cuando lo consiguió, descubrió con asombro que sólo faltaba un cuarto de hora para las diez de la mañana. Frunció el ceño. Debía estar más cansado de lo que creía: había dormido a pierna suelta desde medianoche, y eso no ocurría a menudo. Otra cosa estaba mal: en el aire flotaban una serie de murmullos y golpes apagados que parecían provenir de algún lugar de la casa. Con una expresión aturdida, abandonó torpemente la cama y comprobó que hasta el tacto del suelo contra sus pies descalzos era desagradablemente cálido.

Persiguió los ruidos por el corto pasillo que llevaba al salón, y con la cabeza todavía pesada por el exceso de sueño, se quedó mirando la habitación con manifiesta confusión. Su mente todavía funcionaba a media carga, en ese estadio intermedio en el que uno se atrevería a considerar las cosas más extrañas. Si bien no podía decir que hubiera considerado
realmente
la posibilidad de encontrar a alguien en el mismo salón, sí que llegó a la estancia con el estómago encogido. Sin embargo, encontró que tanto los golpes sordos como el apagado murmullo de varias voces llegaban desde algún lugar indeterminado. No fue hasta unos segundos más tarde que identificó la procedencia de esos sonidos: venían de la terraza, de algún lugar de la calle.

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