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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido (7 page)

BOOK: Edén interrumpido
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—Oh. Creo... Creo que el martes es demasiado pronto —dijo al fin.

Silencio al otro lado de la línea.

—¿Demasiado pronto? Oh,
mon dieu
, ¿qué es lo que pasa?

—Es sólo que... necesitaré hasta el fin de semana para tenerlo listo para las pruebas.

Su voz sufrió leves altibajos en la modulación. Era algo que le pasaba cuando mentía; no podía evitarlo. Cerró los ojos y esperó que Bernard no lo hubiera notado. Si llegase a sospechar que el proyecto iba tan retrasado, iba a ponerse realmente nervioso. Podría cancelarlo.… cancelarlo y pasárselo a algún otro equipo.

—¡Vaya! —exclamó Bernard al fin—. Eso es... Es una contrariedad, sí. Nuestro acuerdo era una fecha de entrega en dos semanas, Daniel.

—Sí, lo sé.

—Pensaba que podríamos tener un prototipo para la semana que viene, entonces. Eso es lo normal, ¿no? Los últimos días para el control de calidad...

—Sí —musitó Daniel. Sentía el estómago encogido y duro, y dolía—. Así es. Pero necesitaré hasta el fin de semana. El lunes siguiente tendréis el prototipo.

Esta vez, Bernard se tomó algo más de tiempo para responder. A Daniel le pareció que el tiempo se eternizaba. Casi podía sentir su frustración, su tremenda decepción, a través de los agujeritos del auricular, bañándole como el vapor de una ducha caliente.


Bon
... está bien. Creía que tendrías esto un poco más avanzado. ¿Quizá no te expresé con claridad lo importante que es esta oportunidad para nosotros?

—S-sí, Bernard. Oye, lo siento, es que...

—No no, está bien. Haremos una presentación multimedia del producto.

—Está bien...

—A propósito... ¡Dale algo a tu perro,
Il me brise
!

Daniel balbuceó algo, y Bernard colgó con un adiós gélido. No hubo un «hasta luego» o «hasta pronto», como de costumbre. No hubo ninguna broma final. Sólo el
adieu
francés.

Se llevó las manos a la cabeza, y sus dedos se encontraron con una frente bañada en un sudor frío. Bernard era su cliente más importante, no el único, pero sí el que formaba el grueso de su facturación. Si lo perdía... Si lo perdía podría tener problemas para hacer frente a todos los gastos que se le habían echado encima, incluyendo la Joya de la Corona de Todos Los Gastos: la Hipoteca.

La Hipoteca. La Hipoteca. La Hipoteca...

Se levantó de un salto, transportado por un fuerte sentimiento de ira. Un maldito pastor alemán no iba a poner en jaque todo lo que estaba empezando a conseguir. Iba a terminar ese programa, iba a cobrar la pasta y a tomarse un par de semanas de vacaciones, pero antes... antes haría lo que tenía que hacer, e iba a hacerlo en ese momento.

¿En qué estaba, antes de la llamada?

¡Venenos!

Eso era. Venenos. ¿Había pensado en la estricnina? El dato vino a su mente consciente como un rayo, un recuerdo tardío de alguna película que había visto en alguna parte.
Estricnina
. La palabra sonaba perfecta en todas sus maravillosas connotaciones negativas.

Corrió a su ordenador y abrió el navegador de Internet. Una rápida consulta le permitió localizar lo que andaba buscando.

Estricnina
.
En altas dosis produce la estimulación fatal de todo el sistema nervioso, agitación, dificultad para respirar, orina oscura y convulsiones, pudiendo llevar a un fallo respiratorio y a la muerte cerebral. En dosis mayores de 25 miligramos puede producir la muerte por asfixia debido a la contractura de los músculos torácicos. La dosis letal es de 15 a 25 mg. Las manifestaciones clínicas aparecen de 10 a 30 minutos después de haberlo ingerido
.

Daniel sonrió, apenas una máscara contrahecha en la que sus ojos, muy abiertos, se movían por la pantalla frenéticamente repitiendo cada línea en su cabeza. Ahora el problema era conseguirlo. Imaginó que no sería fácil... algo así tenía que estar prohibido y vetado por la Ley, y leyendo en la misma página en alguna parte, descubrió que así era. Para complicar las cosas, todas las referencias que encontraba se referían a países latinos.

Finalmente, encontró una frase que despertó su interés.

Hoy en día, la estricnina es utilizada principalmente como pesticida, específicamente para matar ratas.

Se recostó en su asiento, con una mueca espantosa dibujada en sus labios ligeramente curvados. La cabeza empezaba a taladrarle con ese dolor agudo y punzante que conocía ya tan bien, pero su corazón latía ahora con tanta fuerza que no prestó atención. Iría de compras, otra vez, y después sería coser y cantar. Y cuando todo hubiera pasado, abriría la puerta de la terraza y la corredera del despacho y trabajaría.

Trabajaría en silencio.

XII

Volvió a casa inmediatamente después de hacer las compras, sin entretenerse. Había comprado Gelocatil en la farmacia, dos cajas de matarratas de la mejor marca que pudo encontrar, y un buen filete de ternera de primera calidad. Quería asegurarse de que la pieza fuese tan sabrosa que el perro-demonio no dudara ni un instante en devorarla. Sabía que los perros, en especial los muy hambrientos, apenas masticaban la comida: la hacían pasar por el esófago tan rápido como les fuera posible para evitar el riesgo de que algún otro animal le arrebatara la presa.

El filete se veía realmente jugoso: la carne de un rojo intenso en contraste con la encimera blanca de la cocina. Gruesas vetas de grasa lo recorrían caprichosamente conformando una formidable pieza de casi cuatrocientos gramos. Esparció el matarratas por encima y se aseguró de que quedaba bien rebozado, luego se quedó mirándolo, y mientras esperaba a que la carne absorbiese el veneno convenientemente, se tragó un Gelocatil.

«Vas a ver qué sorpresa, hijo de puta. Cuando vuelvas y encuentres a tu perro con el hocico hundido en la mierda y un charco de espuma blanca saliéndole por la boca. Ja-ja-ja.»

Salió entonces a la terraza, cogiendo la pieza con dos dedos. El trozo de carne pesaba, pero después de asegurarse de que no había ningún mirón indiscreto alrededor, se asomó a la terraza y lanzó el trozo al piso de abajo.

Mario calló de inmediato. Se acercó al trozo de carne y empezó a olisquearlo, con el rabo entre las piernas.

«¡Come! Come, cabrón... ¡Cabrón! No lo pienses más.»

Durante unos segundos interminables, el animal continuó guardando su posición, como congelado. Daniel contuvo la respiración, esperando oír el chasquido de los dientes desgarrando la carne. Tenía los puños apretados, y los ojos parecían querer salirse de sus órbitas.

Pero entonces, el animal soltó un bufido, lloriqueó con un gruñido lastimero, y se retiró.

El filete, ahora prácticamente blanco por el veneno, seguía donde había caído, intacto.

—¡COME, MARIO, COME! —gritó Daniel, sintiendo que una nueva oleada de calor recorría su cuerpo. El animal dio un respingo y empezó a ladrar otra vez.

«Nononononono...»

Era justo lo que había pensado que pasaría. Se había dejado llevar, y el trozo de carne yacía ahora en el suelo. Había una posibilidad de que su vecino pasara por alto el filete... estaba tan blanco y había caído en una postura tan extraña, que podría pasar por una de las muchas defecaciones resecas que había alrededor. Porque si sospechaba siquiera que podía ser un trozo de carne envenenado...

«Espera, no te pongas nervioso —dijo una voz en su cabeza—. ¿Cómo va a demostrar que lo has tirado tú? Es sólo un trozo de carne... No hay forma de relacionarla contigo.»

«Podrían, si quisieran —dijo otra voz—. Has pagado con VISA, tonto del culo. Carne y dos cajas enteras de matarratas, en el supermercado más cercano a la zona del crimen que existe. No es que haga falta el maldito CSI para sumar dos y dos, si te denuncia. Y lo hará. Es un jodido abogado. Olerá la indemnización y añadirá tantos cargos y acusaciones con títulos sugerentes como “daño psicológico” que tendrás que vender el culo por la noche para pagarle.»

Daniel masculló. El perro ladraba, furibundo, enseñando los dientes y gruñendo, pero ya no le oía. Su cabeza funcionaba a toda velocidad. La peste era insoportable: el suelo de la terraza estaba plagado de cagadas y los cuencos de comida estaban vacíos. Todo eso le indicaba que el vecino hacía bastante que no venía.

«No. No quiere decir que hace tiempo que no viene —explicó la voz en su cabeza—. Quiere decir que está a punto de volver.»

De pronto se decidió. Tenía que recuperar el filete y deshacerse de él, antes de que fuese demasiado tarde. Afortunadamente, Mario seguía limitado por la correa. Podría simplemente saltar la reja de la puerta (que llegaba sólo a media altura) y enganchar la carne con algo tan simple como el palo de la escoba, sin tener que acercarse al animal.

Salió de la casa, equipado con su palo de escoba y se dirigió directamente a la calle donde, como otras veces, descendió hasta la entrada del apartamento. Mario seguía ladrando, pero afortunadamente la cadena sólo le permitía cubrir la puerta de la casa.

La verja estaba cerrada con un candado, pero saltarla no le supuso ningún problema. Lo hizo sin pensarlo: a esas alturas, su cabeza era como la vieja maquinaria de un barco de vapor, difícil de detener y perdiendo enormes poluciones de humo por todas partes. La escoba también resultó ser tan útil como había previsto, porque el animal no le prestaba atención, tenía los ojos fijos en él, encendidos e iracundos como carbones encendidos.

Atrajo el trozo de carne y lo recuperó con la mano. Una docena de moscas zumbaban a su alrededor, parándose en su cara. Bufó y sacudió la cabeza, pero sin éxito. Todo a su alrededor era un cementerio de heces resecas por el sol, y las moscas volaban distraídamente de una a otra.

Sintió un asco infinito.

—¡Estúpido perro! —gritó, extendiendo el brazo. En su extremo, el filete colgaba convertido en un pitraco irreconocible, apresado en un puño cerrado—. ¡ESTÚPIDO!, ¡ESTO ES PARA COMER!, ¿ENTIENDES?, ¡TENIAS QUE COMÉRTELO!

—¡Quién es usted! —dijo una voz a su espalda.

Daniel dio un respingo y se volvió como por instinto.

Allí, junto a la puerta todavía cerrada, había un hombre vestido con un elegante traje de chaqueta. El pelo negro y de aspecto graso caía en suaves ondas a ambos lados de su cabeza, cuidadosamente peinada con una raya en medio. Su expresión era de perplejidad, pero sus rasgos se iban endureciendo a cada segundo que pasaba. Una serie de arrugas aparecieron de improviso en mitad de su frente.

La cabeza de Daniel conformaba pensamientos a toda velocidad. Casi con seguridad, aquel hombre era su esquivo vecino, pero también podría no serlo. Al fin y al cabo, estaba todavía al otro lado de la puerta.

—¿Y quién es usted? —preguntó Daniel.

El hombre arrugó la barbilla; sus ojos eran apenas dos rayas en su rostro. Intentó empujar la verja para abrirla, pero descubrió que seguía cerrada con llave. Levantó la cabeza con un gesto rápido; ese conocimiento parecía haberle cabreado.

—¿Qué está ocurriendo? ¿Ha saltado por encima de mi verja? —preguntó. Y entonces, sin que Daniel pudiera responder nada, levantó la mano derecha hacia él.

¡Click!

Daniel pestañeó, confundido. De pronto comprendió lo que había pasado. Ese tipo acababa de hacerle una foto con su móvil.

—¡¿Quién es usted?! —preguntó el hombre de nuevo

—Oiga... es... —balbuceó Daniel. Pero mientras intentaba encontrar una explicación convincente, el hombre sacó un pequeño manojo de llaves del bolsillo y abrió la verja de un empujón.

—¡Está en mi propiedad! —exclamó, visiblemente encolerizado—. ¡Ha saltado la verja y ha entrado en mi propiedad!

Daniel no tenía dudas. Detrás de aquel hombre estaba el descapotable que conducía y que había visto aquella mañana. Era él. Era el hombre que había puesto aquel perro-demonio en su vida. Era el vecino, el que permitía que los excrementos y los inmundos charcos de orina tamaño
King-Size
llenaran su casa de vapores malsanos.

—¡Es por su perro! —bramó entonces. Unas gotas de saliva escaparon de su boca—. ¡No para de ladrar!

—¡Claro que ladra! —gritó el hombre. Tenía ahora los puños cerrados y tan apretados que los nudillos se habían marcado. Por encima de sus gritos, Mario estaba desbocado—. ¡Ha invadido una propiedad privada!, ¡mi propiedad!, ¡para eso está el perro!

—¡Los animales no son alarmas antirrobo!, ¡usted trata a este perro como si fuera una especie de robot!

—¿De qué está hablando ahora?

—¡De su perro! —bramó Daniel—. ¡Llevo una semana oyendo los ladridos de su perro! Mientras no está, es todo lo que hace... día y noche... ¡me está VOLVIENDO LOCO!

De pronto, Daniel se dio cuenta de que su interlocutor estaba mirando la mano en la que todavía tenía el trozo de carne. Su rostro se había contraído en una mueca de rabia. Daniel experimentó una oleada de pánico, tan embriagadora que casi se desmaya; su mandíbula inferior empezó a temblar, a caballo entre el desasosiego y la violencia.

—No se imagina lo mucho que lo voy a volver loco —soltó el vecino—. Iba a darle eso a mi perro, ¿verdad?

—No... —consiguió decir Daniel a duras penas. Su voz sonaba ahora como el croar de los sapos en una charca. Quiso tragar, pero la boca estaba completamente seca y la lengua se movía con dificultad.

El vecino consultó su móvil.

—Lo tengo aquí... —exclamó, con una expresión de triunfo en el rostro—. Sale en la foto. Voy a llamar a la policía.

Daniel quiso decir algo, pero no consiguió pronunciar palabra. La palabra «policía» aún flotaba en su mente como una nube oscura y asfixiante.

«Está marcando —se decía—. Está marcando y estoy en su propiedad, una propiedad privada. Me van a coger con la carne y el veneno. La meterán en una bolsa de plástico blanca y me llevarán en el coche.»

Estaba aún experimentando el brote de angustia vital cuando se descubrió avanzando hacia su vecino. No fue una decisión consciente, simplemente estaba en marcha. Pasó a su lado con paso firme y aguantando la respiración, como lo haría un niño pequeño para intentar hacerse invisible.

—A dónde va... —dijo el abogado, con el móvil todavía pegado a la oreja. El tono de llamada empezaba a sonar a través del auricular.
MIIIIIC. MIIIIIC
—. Pero ¡qué hace!

Daniel notó cómo le agarraba de la camiseta, pero se revolvió con una fuerte sacudida y se encontró otra vez libre. Luego, abrió la puerta de la verja. Mientras lo hacía, escuchó a su vecino hablar con alguien.

BOOK: Edén interrumpido
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