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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

Edén interrumpido (5 page)

BOOK: Edén interrumpido
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El animal había dejado de ladrar.

Daniel cerró los ojos e inspiró hondo.

Había llegado tarde, y lo aceptaba. Pero en ese momento de resignación, otras cosas inundaron sus sentidos. ¡Qué hermoso era el silencio que le rodeaba! Se giró lentamente y caminó despacio por la acera de vuelta a la entrada de su casa. No sabía si duraría mucho, pero suponía que el animal necesitaba tanto un descanso como él mismo, y pensó además que quizá pudiera aprovechar ese tiempo para sentir la deliciosa sensación de concentrarse en su trabajo. Si tan sólo pudiera conseguir resolver un par de aspectos críticos del sistema que le tenían preocupado, se sentiría otra vez en el buen camino. Podría avanzar y quizá salvar el proyecto, después de todo.

«¿Eres feliz, hijo?», preguntó su madre en su cabeza.

Pero se sentía demasiado cerca del abismo como para atreverse a contestar.

Ya veremos.

IX

En los cinco días que siguieron, Mario interrumpió sus ladridos a intervalos tan irregulares y cortos que resultaban del todo insignificantes. El período más largo de tranquilidad fue el martes de tres y cuarto a seis de la tarde, y Daniel estaba por entonces tan cansado que, sin poder evitarlo, pasó la mayor parte de ese tiempo dormido.

El vecino apareció, pero siempre se quedaba muy pocos minutos. Parecía que venía únicamente a llenarle los cuencos de pienso y de agua, limpiaba el suelo lleno de orín y de heces con la manguera y volvía a irse.

En la mañana del sexto día, un Daniel visiblemente abatido decidió explorar otras medidas. Llamó a la Policía Local y consiguió hablar, aunque para entonces tenía los nervios de punta y a veces balbuceaba más que pronunciar correctamente. El hombre que le atendió al teléfono, sin embargo, le informó que debía llamar a la Concejalía de Sanidad del Ayuntamiento ya que no había, en realidad, alteración pública de ningún tipo. Daniel insistió en que los ladridos se propagaban por la vaguada, al menos en dirección sur, y que tenía que haber muchos otros vecinos afectados, pero el policía parecía tener bien claro que aquel asunto no era de su incumbencia.

—¿Tiene constancia de que existan denuncias de otros vecinos? —le preguntó.

—N-no... —confesó Daniel.

—Debería averiguar si existen, porque si las hay, es mejor hacer un dossier conjunto y presentar una protesta formal. Es mucho más probable que consiga algo en ese caso.

—De acuerdo... —contestó Daniel. Parecía una buena idea y lamentó no haberla tenido antes.

—Si no existe nada de eso, averigüe quién está en su misma situación. Otros vecinos, ya sabe, aunque no sean de su misma Comunidad. Reúna firmas.

—¿En serio? —preguntó Daniel, apesadumbrado. Reunir firmas requería tiempo, y eso era precisamente lo que no tenía. Aparte del presidente y algún que otro encuentro ocasional con algún vecino, aquella urbanización parecía Villa Soledad en temporada baja. Ignoraba si los residentes eran, en su mayoría, octogenarios que pasaban la mayor parte del tiempo en el interior de sus casas o es que los turistas empezaban a venir a partir de julio, pero no creía ser capaz de reunir demasiadas firmas—. Lo intentaré...

—Por cierto, ¿qué es ese ruido?

Daniel suspiró largamente. La amplia puerta de la terraza estaba cerrada, pero incluso así, los ladridos de Mario llegaban como ecos cavernosos.

—No importa —dijo Daniel después de considerar brevemente dar una explicación. No es que fuera a servir para nada, de todas maneras, así que agradeció al policía la información y se despidió.

Se quedó un rato junto al teléfono, considerando sus opciones. Incluso pensar costaba tanto a veces... Decididamente, no le gustaba cómo sonaba
Concejalía de Sanidad del Ayuntamiento
, era un nombre demasiado oficial como para esperar algún tipo de ayuda. Imaginaba que su caso acabaría llevando demasiado tiempo como para que su resolución resultase útil: El verano podría acabarse antes de que alguien atendiera su petición, y la fecha de fin de proyecto se acercaba con una velocidad vertiginosa.

Necesitaba ayuda urgente, y ayuda efectiva, ¿pero dónde?, ¿quién se ocupaba de casos como el suyo? Los abogados quedaban fuera de consideración; no sólo eran demasiado caros, todo el proceso era simplemente demasiado lento, y siempre había pensado que la justicia era un títere de los bolsillos mejor equipados. Y había todavía otro detalle que rayaba en lo irónico: el indeseable, su vecino... era abogado.

Pensó entonces en la Sociedad Protectora de Animales. Encontró el teléfono en Internet, y le sorprendió descubrir que contestaron a la segunda llamada. Se trataba de una señora con voz de contestador que respondía lacónicamente a sus preguntas, pero de alguna forma, consiguió hacerle llegar la historia de su periplo personal. Ella respondió inmediatamente diciendo que necesitaba que cada vecino afectado enviara una carta exponiendo el problema, cada una con un mismo código de incidencia que ella le proporcionaría.

—No hay demasiados vecinos aquí —explicó Daniel, sintiendo que el dolor de cabeza subrayaba cada palabra con una arremetida—. Y no creo que los que haya vayan a escribir cartas. Dudo que hablen español, para empezar.

—Necesitamos esas cartas —respondió la mujer—. Es un requisito.

—No lo entiendo —explicó Daniel, ahora con los ojos cerrados para intentar concentrarse en la conversación. Mario parecía haber entrado en modo frenético y sus ladridos eran todavía más fuertes, si ello era posible.

—Las cartas son pruebas de que lo que cuenta es cierto. Usted podría ser un vecino intentando molestar a alguien por motivos personales.

Daniel cerró la boca con tanta fuerza que los dientes chascaron con violencia. De repente, una oleada de furia subió de alguna parte de su estómago y le golpeó en la cabeza con una contundencia casi física. Con los ojos momentáneamente en blanco, se contuvo para no chillar.

—Escuche... ¿no oye al perro en este momento?

—Sí señor, pero no nos sirve. Ése podría ser su propio perro.

—¿Mi perro? —preguntó Daniel—. ¿Cree que le estoy pisando su puta cola para que ladre?

Se produjo un pequeño silencio al otro lado de la línea.

—Señor, si va a adoptar esa actitud, creo que...

—¡No no no! —escupió Daniel atropelladamente—. Discúlpeme, estoy un poco nervioso. Le prometo que es el perro del vecino... ¿No puede venir aquí y, no sé, constatarlo por usted misma? Ese perro nunca está callado...

—No podemos hacer eso... —dijo la mujer.

—¿Por qué no?

—Verá, no nos pagan para salir y escuchar perros ladrando.

—Le pagaré por las molestias —aseguró Daniel, aunque a esas alturas ya sabía que sus súplicas no iban a ir a ningún lado.

—No podemos dejar que haga eso, señor.

—¿Por qué no?

—No tenemos ningún protocolo que permita a nuestra agencia recibir dinero por algo así.

—Pero... pero escuche... tienen gente que recoge animales, ¿no? Y ellos cobran por su trabajo. Les pagaré para que vengan después del trabajo, si es necesario.

—Tampoco podemos hacer eso. No les está permitido aceptar trabajos fuera del control de la empresa.

—¿Y tampoco pueden venir en horario de la empresa?

—No, señor, tampoco pueden...

Daniel casi podía percibir las ganas de la mujer de terminar la conversación. ¿Cómo iba a conseguir esas cartas?, ¿cuánto tiempo necesitaría malgastar? Desesperado, dejó que su discurso volara por derroteros descabellados. Tenía que intentar hacerla entrar en razón.

—¿Y si pongo una denuncia y hago venir a un policía para que abra un informe?

—Lo siento mucho, señor. Eso tampoco nos sirve.

—Perdone... una persona puede ir a la cárcel nada más que por el testimonio de un policía... ¿me está diciendo que no pueden confiar en la palabra de un policía para que dé testimonio de un perro que ladra?

—Lo siento.

—¿Y si llamo a un par de policías? —preguntó Daniel, alzando bastante la voz. La cabeza le atormentaba tanto que su rostro era una máscara del dolor.

—Señor, necesitamos las cartas —contestó la mujer, ahora con un tono de voz impertinente.

—¿Y si traigo a un concejal del Ayuntamiento?, ¿y si traigo al alcalde, eh?, ¿QUÉ TAL EL ALCALDE, EL PUTO ALCALDE, EL OBISPO Y EL JEFE DE POLICÍA DE LA PUTA CIUDAD DE MANHATTAN?

Cuando hubo terminado de chillar, el único sonido que llegaba desde el otro lado de la línea eran unos pitidos cortos intermitentes. Y su cabeza era un hormiguero de rinocerontes bailando la Samba Copacabana.

X

Tardó un buen rato en serenarse. Quiso salir a la terraza a gritarle al perro, y lo hizo al menos durante un rato, hasta que se vio forzado a volver al interior y echar mano del último Gelocatil que le quedaba. Pronto le nombrarían Presidente del Club Gelocatil en España. Qué coño. Pronto le nombrarían Miembro Honorífico de toda la Galaxia.

Se derrengó en el sofá, y se quedó mirando el teléfono con los ojos enrojecidos por el esfuerzo. «Piensa... piensa», se decía. Tenía que haber alguien a quien pudiera acudir, alguien que se ocupara de casos como el suyo. Alguien. De pronto, un nombre se encendió en su cabeza. ¡La oficina de Administración de la Comunidad! Se incorporó de un brinco. Ellos tendrían experiencia en casos similares... ¿no era el suyo un clásico de los problemas vecinales? Todo un bestseller, ¡el Tom Clancy de las Comunidades de Vecinos!

Averiguó el teléfono en internet y llamó mientras retiraba el sudor de su frente con el faldón de la camiseta. Demasiado calor; era como si sus propias ideas se inflamasen, le asfixiaban. Mientras esperaba los tonos de llamada, su cabeza, contaminada por el aire malsano y cálido le hacía imaginar que ardía, que la casa ardía, pero el perro-demonio ardía también y sus ladridos se apagaban con un aullido de lamento aterrador. Calor, sí. Pero ya no podía abrir la terraza ni en los momentos de silencio (que eran los menos) porque el pastor alemán, encarcelado perennemente, se veía obligado a orinar y defecar en el mismo lugar donde se tumbaba. Todas aquellas deposiciones, secándose al sol, hacían ascender una suerte de hedor nauseabundo que ascendía hacia su terraza, impregnándolo todo. Su misma ropa olía a rancio, y entre ensoñaciones a caballo entre la vigilia y el sueño, Daniel intentó recordar cuándo fue la última vez que se había duchado. No aquella mañana, por cierto, y según creía recordar, tampoco el día anterior. Últimamente se levantaba tan cansado y tan hastiado que su rutina se había trastocado por completo.

¿Cuánto dormía de noche? Quizá una o dos horas al principio, un par de horas más a mitad de la noche y un poco más antes del amanecer. Cuando estaba delante del ordenador se descubría dormitando y los minutos desaparecían sin que supiera en qué había dedicado el tiempo, y entonces se echaba agua en la cara o se masajeaba las sienes...

—Martínez y Zamora, administraciones, buenos días —dijo una voz de repente.

Daniel pestañeó, intentando concentrarse.

«Recuerda ser amable —se dijo—. No perder los papeles. Más se consigue con azúcar que con...»

—Buenos días. Escuche... soy un vecino de El Edén, y tengo un problema con un vecino.

Una pausa al otro lado de la línea.

—¿De qué problema se trata? —preguntó la voz al fin. Era una voz femenina y cálida.

—Es su perro. Ladra todo el día. Todo el día... sin parar. Me está volviendo loco.

—Señor, ¿ha intentado hablar con el presidente de su Comunidad?

—Sí, me dijo que hablara con el vecino, pero no viene nunca. Tiene al perro ahí atado... una cadena muy corta. Hace sus cosas donde come y se tumba donde orina, y ese olor asqueroso llega hasta mi casa. Y ese tío, mi vecino, no viene nunca, de todas formas. Cuando lo hace, está solo un par de minutos...

—Ya, pero... —interrumpió la mujer— es que aquí no podemos atender estas peticiones de particulares, ¡lo siento! —Su voz sonaba a la que alguien usaría para anunciar que tu mascota ha sido atropellada por un camión de mercancías, llena de fingida conmiseración—. Tendría que hablar con su presidente y trasladarle a él su problema... Él puede decirle lo que puede hacer, o puede trasladarnos el problema a nosotros si determina que no hay otra solución...

Daniel intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca.

—No... No, por favor... —dijo—. Él no... no pareció muy colaborativo la última vez. Sólo quería saber qué pasos puedo dar.

—¿Quiere saber qué opciones tiene? —preguntó la voz, ahora más solícita; sin duda había detectado la desesperación en la voz de Daniel.

—Sí... quiero saber qué puedo hacer. A quién debo acudir...

—¿Eso que escucho es el perro del que habla?

—Sí. Creo que sí —soltó Daniel. A veces tenía la sensación de que el perro, en realidad, se había callado, pero el eco de los ladridos seguía resonando en las paredes de su mente, rebotando contra los muros de su cordura, agrietándolos.

—Entiendo. Un momento, señor, no se retire. Le paso con mi jefe.

Daniel musitó un par de «gracias», pero ni siquiera estaba seguro de que hubiera sido escuchado. Se quedó a la espera, meciéndose suavemente mientras contaba los ladridos.

«Uno, dos, tres... seis... diez... quince...»

Por fin, alguien respondió al otro lado de la línea.

—¿Buenos días? —preguntó.

—Buenos días —contestó Daniel, ahora con cierta esperanza—. Soy un vecino de El Edén. Le decía a su empleada que tengo problemas con el perro del vecino. Verá... no ha parado de ladrar desde hace una semana. Tiene la terraza llena de orines y de heces y esos olores llegan hasta mi casa.

—Me han informado. ¿Es el número veinticuatro? —preguntó el jefe.

Daniel pestañeó.

—Sí... ¡creo que sí! Es el que tengo justo debajo...

—Sí. Hemos recibido algunas quejas, hace unos días, pero de otra Comunidad que está enfrente de la suya y que también llevamos nosotros. —Se interrumpió por unos segundos—. Vaya... ¿es eso que oigo los ladridos del perro? —preguntó al fin.

—Sí.

—Entiendo. Debe de estar pasando un infierno... La Comunidad que se ha quejado está a unos cien metros de la suya. No me imagino lo que debe ser vivir ahí...

Daniel quiso decir algo, explicarle que los ladridos eran audibles incluso con la puerta de cristal de la terraza cerrada, pero no pudo. De pronto, una inmensa sensación de gratitud le embriagó completamente. Por fin alguien no sólo se simpatizaba con su situación, sino que parecía estar al tanto de lo que estaba pasando. Era como el policía había dicho. Había quejas. ¡Había quejas! Un nuevo universo de posibilidades se abría ante él, y en ese universo, constelaciones enteras parecían germinar de la nada, crecer y expandirse en el lapso de tiempo de un pestañeo.

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