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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

El Amante (3 page)

BOOK: El Amante
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Le respondí que lo que quería, por encima de todo, era escribir, nada que no fuera eso, nada. Está celosa. Ninguna respuesta, una breve mirada inmediatamente desviada, el ligero encogimiento de hombros, inolvidable. Seré la primera en irme. Habrá que esperar unos años para que me pierda, para que pierda a esa niña, esa niña de entonces. Respecto a los hijos, no había nada que temer. Pero la niña, un día, ella lo sabía, se iría, lograría liberarse. Primera en francés. El director del instituto le dice: su hija, señora, es la primera en francés. Mi madre no dice nada, nada, no está contenta porque no son sus hijos los primeros en francés, qué asco, mi madre, mi amor, pregunta: ¿y en matemáticas? Dicen: todavía no, señora, ya llegará. Mi madre pregunta: ¿cuándo llegará? Responden: cuando ella quiera, señora.

Mi madre mi amor mi increíble pinta con las medias de algodón zurcidas por Dô, en los trópicos sigue creyendo que hay que ponerse medias para ser la señora directora de la escuela, vestidos lamentables, deformados, remendados por Do, acaba aún de llegar de su granja picarda poblada de primas, lo usa todo hasta el final, cree que es necesario, que es necesario ganárselos, sus zapatos, sus zapatos están gastados, camina de través, con un gran esfuerzo, los cabellos tirantes y ceñidos en un moño de china, nos avergüenza, me avergüenza en la calle delante del instituto, cuando llega en su B. 12 delante del instituto todo el mundo la mira, ella no se da cuenta de nada, nunca, está para encerrar, para apalizar, para matar. Me mira, dice: quizá tú te salgas de eso. Día y noche la idea fija. No se trata de que sea necesario conseguir algo, sino de que es necesario salirse de donde se está.

Cuando mi madre se recupera, cuando sale de la desesperación, descubre el sombrero de hombre y los lames dorados. Me pregunta qué es eso. Digo que nada. Me mira, le gusta, sonríe. No está mal, dice, no te sienta mal, eso es otra cosa. No pregunta si lo ha comprado ella, sabe que ha sido ella. Sabe que es capaz de hacerlo, que a veces, esas veces a las que me he referido, se le saca todo lo que uno quiere, que nada puede contra nosotros. Le digo: no es nada caro, no te preocupes. Pregunta de dónde ha salido. Le digo que ha salido de la calle Catinat, de las rebajas rebajadas. Me mira con simpatía. Debe de considerar que esa imaginación de la pequeña, inventarse una manera de ataviarse, es una señal alentadora. No sólo admite esa payasada, esa inconveniencia, ella, tan formal como una viuda, vestida de grisalla como una monja enclaustrada, sino que semejante inconveniencia le gusta.

El vínculo con la miseria también está ahí, en el sombrero de hombre, pues será necesario que el dinero llegue a casa, de un modo u otro será necesario. Alrededor de la madre, el desierto, los hijos, el desierto, no harán nada, las tierras salubres tampoco, el dinero seguirá perdido, es el final. Queda esa pequeña que crece y que quizás un día sabrá cómo traer dinero a casa. Por eso, ella no lo sabe, la madre permite a su hija salir vestida de niña prostituta. Y por eso también la niña sabe ya qué hacer para desviar la atención que se le dirige a ella, hacia la que ella dirige al dinero. Eso hace sonreír a la madre.

Cuando busque dinero la madre no le impedirá hacerlo. La niña dirá: le he pedido quinientas piastras para regresar a Francia. La madre dirá que está bien, que es lo que se necesita para instalarse en París, dirá: basta con quinientas piastras. La niña sabe que lo que hace, lo que hace ella, es lo que la madre hubiera deseado que hiciera su hija, si se hubiera atrevido, si hubiera tenido fuerzas para ello, si el daño que hacía el pensarlo no estuviera presente cada día, extenuante.

En las historias de mis libros que se remontan a la infancia, de repente ya no sé de qué he evitado hablar, de qué he hablado, creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre pero no sé si he hablado del odio que también le teníamos y del amor que nos teníamos unos a otros y también del odio, terrible, en esta historia común de ruina y de muerte que era la de nuestra familia, de todos modos, tanto en la del amor como en la del odio, y que aún escapa a mi entendimiento, me es inaccesible, oculta en lo más profundo de mi piel, ciega como un recién nacido. Es el ámbito en cuyo seno empieza el silencio. Lo que ahí ocurre es precisamente el silencio, ese lento trabajo de toda mi vida. Aún estoy ahí, ante esos niños posesos, a la misma distancia del misterio. Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada.

Cuando estoy en el transbordador del Mekong, ese día de la limusina negra, mi madre aún no ha dejado la concesión del embalse. De vez en cuando, aún hacemos el camino, como antes, por la noche, aún vamos allí los tres, vamos a pasar unos días. Nos quedamos allá, en la veranda del bungalow, frente a la montaña de Siam. Y después regresamos. Ella no tiene nada que hacer allí, pero regresa al lugar. Mi hermano menor y yo estamos a su lado, en la veranda, frente a la selva. Ahora somos demasiado mayores, ya no nos bañamos en el río, no vamos a la caza de la pantera negra en las ciénagas de las desembocaduras, ya no vamos a la selva ni a los pueblos de los pimentales. Todo ha crecido a nuestro alrededor. Ya no hay niños ni en búfalos ni en ninguna otra parte. La extrañeza nos ha alcanzado también a nosotros, y la misma lentitud que se ha apoderado de mi madre también se ha apoderado de nosotros. Hemos aprendido nada, a mirar la selva, a esperar, a llorar. Las tierras de la parte baja están definitivamente perdidas, los criados cultivan las parcelas de la parte alta, les dejamos el arroz, permanecen allí sin sueldo, aprovechan las chozas de paja que mi madre ha hecho construir. Nos quieren como si fuésemos miembros de sus familias, hacen como si conservaran el bungalow y lo conservan. A la pobre vajilla no le falta nada. La techumbre podrida por la lluvia sigue desapareciendo. Pero los muebles están limpios. Y la silueta del bungalow está ahí, pura como un trazo, visible desde el camino. Las puertas se abren cada día para que el viento entre y seque la madera. Y por la noche se cierran a los perros vagabundos, a los contrabandistas de la montaña.

Así, pues, no es en la cantina de Ream, ya ven, como había escrito, donde conocí al hombre rico de la limusina negra, es después de dejar la concesión, dos o tres años después, en el transbordador, el día al que me refiero, bajo esa luz de bruma y de calor.

Un año y medio después de ese encuentro mi madre regresa a Francia. Venderá todos sus muebles. Y después irá al pantano por última vez. Se sentará a la veranda frente al poniente, miraremos hacia el Siam una vez más, una última vez, nunca prolongada, porque, aunque volverá a salir de Francia cuando cambie de opinión y regrese otra vez a Indochina para retirarse en Saigón, ya nunca más estará delante de esa montaña, de ese cielo amarillo y verde por encima de esa selva.

Sí, lo que decía, ya tarde en su vida, volvió a empezar. Hizo una escuela de lengua francesa, la Nueva Escuela Francesa, que le permitirá pagar una parte de mis estudios y mantener a su hijo mayor mientras ella vivió.

El hermano menor murió de una bronconeumonía en tres días, el corazón no resistió. Fue entonces cuando dejé a mi madre. Durante la ocupación japonesa. Aquel día todo terminó. Nunca le pregunté nada acerca de nuestra infancia, acerca de ella. Para mí murió de la muerte de mi hermano pequeño. Igual que mi hermano mayor. No superé el horror que, de repente, me inspiraron. Ya no me importan. Después de aquel día no supe más de ellos. Todavía no sé cómo consiguió pagar sus deudas a los chettys. Un día dejaron de venir. Los veo. Están sentados en la salita de Sadec, vestidos con taparrabos blancos, permanecen allí, sin una palabra, meses, años. Se oye a mi madre que llora y los insulta, está en su habitación, no quiere salir, grita que la dejen, están sordos, tranquilos, sonrientes, se quedan. Y después, un día, se acabó. Ahora la madre y los dos hermanos están muertos. También para los recuerdos es demasiado tarde. Ahora ya no les quiero. No sé si los quise. Los abandoné. Ya no guardo en mi mente el perfume de su piel ni en mis ojos el color de sus ojos. Ya no me acuerdo de la voz, salvo a veces la de la dulzura con la fatiga de la noche. Ya no oigo la risa, ni la risa ni los gritos. Se acabó, ya no lo recuerdo. Por eso ahora escribo tan fácilmente sobre ella, tan largo, tan tendido, se ha convertido en escritura corriente.

Esa mujer debió permanecer en Saigón desde 1932 a 1949. En diciembre de 1942 murió mi hermano menor. Ella ya no puede moverse por ninguna parte. Todavía está allá, cerca de la tumba, dice. Y después terminó por regresar a Francia. Cuando volvimos a vernos mi hijo tenía dos años. Era demasiado tarde para reencontrarnos. Lo comprendimos desde la primera mirada. Ya no había nada que reencontrar. Salvo con el hijo mayor, para el resto era el final. Fue a vivir y a morir en el Loire-et-Cher, al falso castillo Luis XIV. Vivía con Dô. Todavía tiene miedo por la noche. Había comprado un fusil. Dô montaba guardia en las habitaciones abuhardilladas del último piso del castillo. También había comprado una propiedad cerca de Amboise para su hijo mayor. Había bosques. Hizo talar los bosques. Fue a jugarse el dinero a un club de baccara en París. Se perdieron los bosques en una noche. El momento en que el recuerdo se doblega de repente, el momento en que mi hermano mayor quizá me hace saltar las lágrimas, es después de la pérdida del dinero de esos bosques. Lo único que sé es que lo encuentran acostado en el coche, en Montparnasse, delante de la Coupole, que quiere morir. Después, ya no sé nada. Lo que ella, mi madre, hizo con el castillo es inimaginable, siempre para el hijo mayor que no sabe, él, ese niño de cincuenta años, ganar dinero. La madre compra incubadoras eléctricas, las instala en el gran salón de la parte baja. Tiene seiscientos polluelos de golpe, cuarenta metros cuadrados de polluelos. Se había equivocado en el manejo de los infrarrojos, ningún polluelo consigue alimentarse. Los seiscientos polluelos tienen un pico que no encaja, no cierra, revientan de hambre, la madre no empezará de nuevo. Estuve en el castillo durante el nacimiento de los polluelos, era fiesta. A continuación, el pestazo de los polluelos muertos y el de su comida es tal que no puedo comer en el castillo de mi madre sin vomitar.

Muere entre Dô y aquel a quien llama su hijo en su enorme habitación del primer piso, la habitación donde hacía dormir a los corderos, de cuatro a seis corderos alrededor de su cama durante las heladas, durante varios inviernos, los últimos.

Es ahí, en la última casa, la del Loira, una vez que haya terminado con su incesante vaivén, al final de los asuntos de esa familia, es ahí donde comprendo claramente la locura por primera vez. Comprendo que mi madre está claramente loca. Sé que Do y mis hermanos siempre han tenido acceso a esa locura. Que yo, no, yo aún no la había visto. Que nunca había visto a mi madre en situación de estar loca. Lo estaba. De nacimiento. En la sangre. No estaba enferma de su locura, la vivía como la salud. Entre Dô y el hijo mayor. Nadie excepto ellos tenían conocimiento del hecho. Siempre había tenido amigos, conservó los mismos durante largos años y siempre hizo nuevas amistades, a veces muy jóvenes, entre los recién llegados de los puestos de la selva, o más tarde entre la gente de la Turena, entre la que había jubilados de las colonias francesas. Retenía a la gente a su alrededor, sin importar la edad, a causa de su inteligencia, decían, tan vivaz, de su alegría, de esa naturalidad incomparable que nunca se abandonaba.

No sé quién hizo la fotografía de la desesperación. La del patio de la casa de Hanoi. Quizá mi padre por última vez. Dentro de unos meses será repatriado a Francia por motivos de salud. Antes, cambiará de destino, será destinado a Pnom-Penh. Permanecerá allí unas semanas. Morirá en menos de un año. Mi madre se habrá negado a seguirle a Francia, se quedará allí donde está, firme. Pnom-Penh. En esta admirable residencia que da al Mekong, el antiguo palacio del rey de Camboya, en medio de ese parque aterrador, hectáreas, donde mi madre tiene miedo. Por la noche, nos da miedo. Dormimos los cuatro en la misma cama. Dice que por la noche tiene miedo. En esta residencia es donde mi madre sabrá de la muerte de mi padre. La sabrá antes de la llegada del telegrama, desde la víspera, por una señal que sólo ha visto y ha sabido entender ella, por ese pájaro que en plena noche gritó, enloquecido, perdido en el despacho de la fachada norte del palacio, el de mi padre. También ahí, unos días después de la muerte de su marido, también en plena noche, mi madre se encontró frente a la imagen de su padre, de su propio padre. Enciende la luz. Está ahí. Está cerca de la mesa, en pie, en el gran salón octogonal del palacio. La mira. Recuerdo un aullido, un grito. Nos despertó, nos contó la historia, cómo iba vestido, con su traje de los domingos, gris, cómo guardaba la compostura, y su mirada, directa hacia ella. Dice: lo he llamado como cuando era niña. Dice: no he tenido miedo. Corrió hacia la desaparecida imagen. Los dos murieron a la hora y fecha de los pájaros y de las imágenes. De ahí, sin duda, la admiración que sentíamos hacia la sabiduría de nuestra madre, en todas las cosas, comprendidas las de la muerte.

El hombre elegante se ha apeado de la limusina, fuma un cigarrillo inglés. Mira a la jovencita con sombrero de fieltro, de hombre, y zapatos dorados. Se dirige lentamente hacia ella. Resulta evidente: está intimidado. Al principio, no sonríe. Primero le ofrece un cigarrillo. Su mano tiembla. Existe la diferencia racial, no es blanco, debe superarla, por eso tiembla. Ella le dice que no fuma, no, gracias. No dice nada más, no le dice déjeme tranquila. Entonces tiene menos miedo. Entonces le dice que cree estar soñando. No responde. No vale la pena responder, ¿qué podría responder? Espera. Entonces él le pregunta: ¿pero de dónde viene usted? Dice que es la hija de la directora de la escuela femenina de Sadec. El reflexiona y después dice que ha oído hablar de esa señora, su madre, de la mala suerte que ha tenido con esa concesión que compró en Cambo-ya, ¿no es así? Sí, lo es.

Repite que es realmente extraordinario verla en ese transbordador. Por la mañana, tan pronto, una chica tan hermosa como ella, usted no se da cuenta, resulta inesperado, una chica blanca en un autocar indígena.

Le dice que el sombrero le sienta bien, incluso muy bien, que resulta... sí, original... un sombrero de hombre, ¿por qué no?, es tan bonita, puede permitírselo todo.

Ella le mira. Se pregunta quién es. El hombre le dice que regresa de París donde ha cursado sus estudios, que también vive en Sadec, en el río exactamente, la gran casa con las grandes terrazas de balaustradas de cerámica azul. Le pregunta qué es. Le dice que es chino, que su familia procede del norte de China, de Fu-Chuen. ¿Me permite que la lleve a su casa, en Saigón? Está de acuerdo. El hombre dice al chófer que recoja del autocar el equipaje de la chica y que lo meta en el coche negro.

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