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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

El Amante (9 page)

BOOK: El Amante
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Durante el recreo, mira hacia la calle, sola, apoyada en el poste del patio. No dice nada de esto a su madre. Sigue llegando a clase en la limusina negra del chino de Cholen. La ven irse. No habrá ninguna excepción. Ninguna volverá a dirigirle la palabra. Tal aislamiento provoca el recuerdo de la dama de Vinhlong. Acababa, en aquel momento, de cumplir treinta y ocho años. Y, entonces, diez la niña. Y luego, ahora, cuando lo recuerda, dieciséis años.

La dama está en la terraza de su habitación, contempla las avenidas que corren a lo largo del Mekong, la veo al regresar del catecismo con mi hermano pequeño. La habitación está en el centro de un gran palacio de terrazas cubiertas, el palacio está en el centro del parque de las adelfas y de las palmeras. Una misma diferencia separa a la dama y a la niña del sombrero de ala plana del resto de la gente del puesto. Así como las dos contemplan las largas avenidas de los ríos, así son las dos. Las dos aisladas. Solas, reinas. Su desgracia es evidente. Abocadas las dos a la difamación debido a la naturaleza del cuerpo que poseen, acariciado por los amantes, besado por sus bocas, entregadas a la infamia del goce hasta morir, dicen, hasta morir de ese amor misterioso de los amantes sin amor. De eso es de lo que se trata, de esas ganas de morir. Eso emana de ellas, de sus habitaciones, esa muerte tan poderosa que la ciudad entera está al corriente, los puestos de la selva, las capitales de provincias, las recepciones, los bailes lentos de las administraciones generales.

La dama acaba precisamente de reemprender esas recepciones oficiales, cree que se acabó, que el joven de Savannakhet ha entrado en el olvido. Así pues la dama ha reemprendido esas veladas que considera a propósito para que la gente pueda verse de vez en cuando y para, también de vez en cuando, salir de la espantosa soledad en la que se hallan los puestos de la selva perdidos en las extensiones cuadriláteras de arroz, del miedo, de la locura, de las fiebres, del olvido.

Por la tarde, a la salida del instituto, la misma limusina negra, el mismo sombrero insolente e infantil, los mismos zapatos de lame y ella va, va a hacerse descubrir el cuerpo por el millonario chino, que la lavará en la ducha, detenidamente, como la pequeña hacía cada noche en casa de su madre, con el agua fresca de una tinaja que el hombre reserva para ella, y después la llevará mojada a la cama, pondrá el ventilador y la besará una y otra vez por todas partes y ella pedirá más y más, y después regresará al pensionado, y nadie la castigará, ni le pegará, ni la desfigurará, ni la insultará.

El se mató al final de la noche, en la gran plaza del puesto resplandeciente de luz. Ella bailaba. Después, amaneció. Había siluetado el cuerpo. Después, transcurrido un tiempo, el sol había deformado la forma. Nadie se había atrevido a acercarse. La policía lo hará. Al mediodía, después de la llegada de las chalupas, ya no habrá nada, la plaza estará limpia.

Mi madre dijo a la directora del pensionado: no importa, todo eso carece de importancia, ¿ve? ¿ve qué bien le sientan esos vestidos usados, ese sombrero rosa y esos zapatos dorados? Cuando habla de sus hijos la madre está ebria de alegría y, entonces, su encanto es aún mayor. Las jóvenes vigilantas del pensionado escuchan apasionadamente a la madre. Todos, dice la madre, todos la rondan, todos los hombres del puesto, casados o no, la rodean, requieren a esa niña, esa cosa, aún indefinida, miren, una niña aún. ¿Deshonrada, dice la gente? Y yo digo: ¿cómo se las arreglaría la inocencia para deshonrarse?

La madre habla, habla. Habla de la prostitución manifiesta y ríe, del escándalo, de esta payasada, de ese sombrero fuera de lugar, de esta elegancia sublime de la niña de la travesía del río, y ríe de esa cosa irresistible aquí, en las colonias francesas, hablo, dice, de esa piel blanca, de esa joven criatura que estaba hasta ahí escondida en los puestos de la selva y que de repente sale a la luz del día y se compromete en la ciudad a la vista y al conocimiento de todos, con el deshecho del millonario chino, diamante en el dedo como una joven banquera, y llora.

Cuando ella vio el diamante dijo con un hilo de voz: me recuerda un solitario que tuve del noviazgo con mi primer marido. Digo: el señor Oscuro. Reímos. Era su nombre, dice, con todo es cierto.

Nos miramos mucho rato y después tuvo una sonrisa muy dulce, ligeramente burlona, impregnada de un conocimiento tan profundo de sus hijos y de lo que les aguardaba más tarde que estuve a punto de hablarle de Cholen.

No lo hice. Jamás lo hice.

Esperó mucho tiempo antes de volver a hablarme, después lo hizo, con mucho amor: ¿sabes que se ha acabado, que nunca podrás casarte aquí, en la colonia? Me encojo de hombros, río. Digo: puedo casarme en todas partes, cuando quiera. Mi madre hace un gesto negativo. No. Dice: aquí todo se sabe, aquí ya no podrás. Me mira y dice cosas inolvidables: ¿les gustas? Respondo: eso es, les gusto a pesar de todo. Entonces, dice: les gustas también porque tú eres tú.

Aún me pregunta: ¿le ves sólo por el dinero? Dudo y luego digo que es sólo por el dinero. Aún me mira largamente, no me cree. Dice: no te me pareces, tuve más dificultades que tú para los estudios y era muy seria, lo he sido durante demasiado tiempo, demasiado tarde, he perdido el sabor de mi placer.

Era un día de vacaciones en Sadec. La madre descansaba en un rocking-chair, los pies encima de una silla, había provocado una corriente de aire entre las puertas del salón y del comedor. Estaba tranquila, nada aviesa. De repente había descubierto a su pequeña, tuvo ganas de hablarle.

No faltaba mucho para el final, para el abandono de las tierras del embalse. No faltaba mucho para la marcha a Francia.

La miraba mientras se dormía.

De vez en cuando mi madre decreta: mañana vamos al fotógrafo. Se queja del precio, sin embargo hace el gasto de las fotos familiares. Las fotos, las contemplamos, no nos contemplamos pero contemplamos las fotografías, cada una por separado, sin comentar una palabra, pero las contemplamos, nos vemos. Se ven los demás miembros de la familia, uno a uno, o juntos. Volvemos a vernos cuando éramos muy pequeños en las viejas fotos y nos contemplamos en las fotos recientes. La separación ha aumentado entre nosotros. Una vez contempladas, las fotos se guardan entre la ropa blanca, en el armario. Mi madre nos hizo fotografiar para poder vernos, ver si crecíamos con normalidad. Nos contempla durante un buen rato, como otras madres, otros hijos. Compara unas fotos con otras, habla del crecimiento de cada uno. Nadie le contesta.

Mi madre sólo hizo fotografiar a sus hijos. Nada más, nunca. No tengo fotografías de Vinhlong, ninguna, ni del jardín, ni del río, ni de las rectas avenidas bordeadas de los tamarindos de la conquista francesa, ninguna, ni de la casa, ni de nuestras habitaciones de asilo blanqueadas con cal, con las grandes camas de hierro negras y doradas, iluminadas como las clases del colegio con las bombillas rojizas de las avenidas, los tragaluces, las pantallas de chapa verde, ninguna, ninguna imagen de los lugares increíbles, siempre provisionales, más allá de toda fealdad, para huir, en los que mi madre acampaba en espera, decía, de instalarse de verdad, pero en Francia, en esas regiones de las que habló durante toda su vida y que se situaban según su humor, su edad, su tristeza, entre el Paso de Calais y Entre-deux-Mers. Cuando se detenga para siempre, cuando se instale en el Loira, su habitación será la réplica de la de Sadec, terrible. Habrá olvidado.

Nunca hacía fotos a los lugares, a los paisajes, sólo a nosotros, sus hijos, y la mayoría de las veces nos agrupaba para que la foto costara menos. Las pocas fotos de amateur que nos hicieron fueron realizadas por amigos de mi madre, colegas recién llegados a la colonia que tomaban vistas del paisaje ecuatorial, de los cocoteros y de los culís, para enviarlas a la familia.

Misteriosamente mi madre enseña las fotografías de sus hijos a la familia durante sus permisos. Nosotros no queremos tener tratos con esa familia. Mis hermanos no la conocieron. Al principio, mi madre me arrastraba, a mí, la pequeña, a visitarla. Y después dejé de ir, porque mis tías, debido a mi escandalosa conducta, ya no querían que sus hijas me vieran. Entonces, a mi madre sólo le quedan las fotografías para enseñar, entonces mi madre las enseña, lógicamente, razonablemente, enseña a sus primas hermanas los hijos que tiene. Se siente obligada a hacerlo y por lo tanto lo hace, sus primas es todo lo que queda de la familia, entonces les enseña las fotos de la familia. ¿Se descubre algo de esa mujer a través de esa manera de ser? ¿A través de esa predisposición que tiene para ir hasta el fondo de las cosas sin nunca imaginar que podría renunciar, dejar todo, las primas, las dificultades, los incordios? Creo que sí. En ese valor de la especie, absurdo, reconozco la gracia profunda.

Ya vieja, los cabellos blancos, también ella fue al fotógrafo, fue sola, se hizo fotografiar con su hermoso traje rojo oscuro y sus dos joyas, su largo collar y su broche de oro y jade, un trozo de jade engastado en oro. En la foto está bien peinada, ni una arruga, una imagen. Los indígenas acomodados iban también al fotógrafo, una vez en su vida, cuando veían que la muerte se aproximaba. Las fotos eran grandes, todas tenían el mismo formato, estaban enmarcadas en bonitos marcos dorados y colgaban cerca del altar de los antepasados. Toda la gente fotografiada, he visto a mucha, da casi la misma foto, su parecido era alucinante. No sólo es debido a que la vejez se parece sino también a que los retratos se retocaban, siempre, y de tal modo que las particularidades del rostro, si aún quedaban, se atenuaban. Los rostros se preparaban del mismo modo para afrontar la eternidad, aparecían engomados, uniformemente rejuvenecidos. Era lo que la gente deseaba. Éste parecido —esta discreción— debía vestir el recuerdo de su paso a través de la familia, testimoniar la singularidad de éste y a la vez su efectividad. Cuanto más se parecían más patente debía resultar la pertenencia a la casta familiar. Además, todos los hombres llevaban el mismo turbante, las mujeres el mismo moño, los mismos peinados tirantes, hombre y mujeres el mismo traje de cuello alto. Todos presentaban el mismo aspecto que yo reconocería aún entre todos. Y ese aspecto que mi madre tenía en la fotografía del traje rojo era el suyo, era ése, noble, dirían algunos, y algunos otros, desdibujado.

Nunca más hablan del asunto. Está acordado que él no intentará nada más ante su padre para casarse. Que el padre no tendrá piedad alguna para con su hijo. No la siente por nadie. De todos los emigrados chinos que tienen el comercio del puesto en sus manos, el de las terrazas azules es el más terrible, el más rico, aquél cuyos bienes se extienden más lejos, más allá de Sadec, hasta Cholen, la capital china de la Indochina francesa. El hombre de Cholen sabe que la decisión de su padre y la de la pequeña son la misma y que son inapelables. En último término empieza a comprender que la partida que lo separará de la pequeña es la oportunidad de su historia. Que no está hecha para casarse, que escapará a todo matrimonio, que tendrá que dejarla, olvidarla, devolverla a los blancos, a sus hermanos.

Desde que él enloquecía por su cuerpo, la niña ya no sufría por tenerlo, por su delgadez y, al mismo tiempo, extrañamente, su madre ya no se inquietaba como lo hacía antes, como si también hubiera descubierto que ese cuerpo era finalmente plausible, aceptable, igual que otro. El hombre, el amante de Cholen, cree que el desarrollo de la pequeña blanca ha acusado el calor demasiado fuerte. También ha nacido y ha crecido en este calor. Descubre que tiene ese parentesco con ella. Dice que todos esos años pasados aquí, en este calor intolerable, son la causa de que se haya convertido en una muchacha de ese país de Indochina. Que posee la finura de sus muñecas, sus cabellos tupidos de los que diríase que han acaparado en sí todo el vigor, largos como los suyos, y, sobre todo, esa piel, esa piel de todo el cuerpo que es producto del agua de la lluvia que aquí se guarda para el baño de las mujeres y de los niños. Dice que las mujeres de Francia, a su lado, tienen la piel del cuerpo dura, casi áspera. Añade que la alimentación pobre de los trópicos, hecha de pescados, de frutas, sirve también para algo. Y también los algodones y las sedas de las que están hechos los vestidos, esos vestidos siempre anchos, que dejan el cuerpo lejos de la tela, libre, desnudo.

El amante de Cholen se ha acostumbrado a la adolescencia de la niña blanca hasta perderse. El placer que cada tarde recibe de ella ha dominado su tiempo, su vida. Ya casi no le habla. Quizá cree que la pequeña no comprendería lo que le diría respecto a ella, respecto a ese amor que aún no conocía y del que no sabe decir nada. Quizá descubre que nunca se han hablado, excepto cuando se llaman entre los gritos de la habitación, por la noche. Sí, creo que él no sabía, descubre que no sabía.

La mira. Con los ojos cerrados la sigue mirando. Respira su rostro. Respira la niña, con los ojos cerrados respira su respiración, ese aire cálido que ella exhala. Distingue cada vez menos claramente los límites de su cuerpo, no es como los otros, no está acabado, en la habitación sigue creciendo, aún no ha alcanzado las formas definitivas, se hace a cada instante, no sólo está ahí donde lo ve, también está en otras partes, se extiende más allá de la vista, hacia el juego, la muerte, es flexible, se lanza todo entero al placer como si fuera mayor, en edad, carece de malicia, es de una inteligencia terrible.

Contemplaba lo que hacía de mí, cómo se servía de mí y yo nunca había pensado que pudiera hacerse de este modo, iba más allá de mis esperanzas y conforme al destino de mi cuerpo. Así me convertía en su niña. Para mí él se había convertido en otra cosa. Empezaba a reconocer la dulzura indecible de su piel, de su sexo, más allá de él mismo. La sombra de otro hombre debió cruzar también por la habitación, la de un joven asesino, pero yo no lo sabía aún, nada de eso aparecía aún ante mis ojos. La de un joven cazador debió de cruzar también por la habitación, pero en lo que se refería a ésta, sí, lo sabía, a veces estaba presente en el placer y se lo decía, al amante de Cholen, le hablaba de su cuerpo y también de su sexo, de su inefable dulzura, de su valor en la selva y en los ríos de las desembocaduras de las panteras negras. Todo eso provocada su deseo y le incitaba a tomarme. Me había convertido en su niña. Era con su niña con quien hacía el amor cada tarde. Y, a veces, tenía miedo, de repente se inquietaba por susalud como si descubriera que era mortal y como si se le ocurriera la idea de que podía perderla. Porque es tan delgada, también le entra miedo de repente por eso, brutalmente. Y también por ese dolor de cabeza, que amenudo la hace desfallecer, lívida, inmóvil, una venda húmeda en los ojos. Y también por esa desgana que a veces le inspira la vida, cuando no la domina, y piensa en su madre y de repente grita y llora de rabia ante la idea de no poder cambiar las cosas, hacer feliz a su madre antes de que muera, matar a quienes han provocado ese daño. El rostro de la pequeña en el suyo, el hombre toma esos llantos, los aplasta, loco de deseo por sus lágrimas, por su rabia.

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