El Amante (5 page)

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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

BOOK: El Amante
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Los besos en el cuerpo hacen llorar. Diríase que consuelan. En familia no lloro. Ese día, en esa habitación, las lágrimas consuelan del pasado y también del futuro. Le digo que un día me separaré de mi madre, que llegará un día en que ni siquiera por mi madre sentiré amor. Lloro. Apoya en mí su cabeza y llora por verme llorar. Le digo que, en mi infancia, la desdicha de mi madre ha ocupado el lugar del sueño. Que el sueño era mi madre y nunca los árboles de Navidad, siempre únicamente ella, ya sea la madre despellejada viva por la pobreza o la que, en todos sus estados, clama en el desierto, ya sea la que busca el alimento o la que interminablemente cuenta lo que le ha sucedido a ella, a Marie Legrand de Roubaix, habla de su inocencia, de sus economías, de su esperanza.

A través de las persianas atardece. El estrépito ha aumentado. Es más estridente, menos sordo. Las farolas con bombillas rojizas se han encendido.

Salimos del apartamento. Me he vuelto a poner el sombrero de hombr con la cinta negra, los zapatos dorados, el rojo oscuro de los labios, el vestido de seda. He envejecido. Lo advierto de repente. Se da cuenta. Dice: estás cansada.

En la acera, el tropel avanza en todas direcciones, lento o rápido, se abre paso, está sarnoso como los perros abandonados, es ciego como los mendigos, es una multitud de China, la sigo viendo en las imágenes de la prosperidad actual, en su modo de caminar, todos juntos, sin impacientarse nunca, en su modo de hallarse en el tropel como si se hallaran a solas, diríase que sin gusto, sin tristeza, sin curiosidad, avanzando sin presentar aspecto de andar, sin intención de andar, sino solamente de avanzar aquí más que allí, solos y entre la multitud, nunca solos en sí mismos, siempre solos en la multitud.

Vamos a uno de esos restaurantes chinos en pisos, ocupan edificios enteros, son grandes como grandes almacenes, cuarteles, se abren a la ciudad a través de balcones y terrazas. El ruido que sale de esos edificios resulta inconcebible en Europa, es el de los pedidos cantados por los camareros y tomados y cantados igualmente en las cocinas. En esos restaurantes nadie habla. En las terrazas hay orquestas chinas. Vamos al piso más tranquilo, el de los europeos, los menús son los mismos pero se grita menos. Hay ventiladores y pesadas colgaduras contra el ruido.

Le pido que me diga cuán rico es su padre, y cómo. Dice que hablar de dinero le aburre, pero que si me interesa no tiene inconveniente en decirme lo que sabe acerca de la fortuna de su padre. Todo empezó en Cholen, con los compartimentos para indígenas. Hizo construir trescientos. Varias calles le pertenecen. Habla francés con acento parisino ligeramente forzado, habla de dinero con una desenvoltura sincera. El padre tenía inmuebles que vendió con intención de comprar terrenos para construir al sur de Cholen. Cree que también se vendieron los arrozales de Sadec. Le hago preguntas referentes a las epidemias. Digo que he visto calles enteras de apartamentos cortadas de la noche a la mañana, puertas y ventanas clausuradas por causa de la peste. Me dice que aquí hay menos, que las desratizaciones son más frecuentes que en la selva. De repente, me cuenta una historia sobre los compartimentos. Su precio es mucho menos elevado que el de los inmuebles o el de las viviendas individuales y responden mucho mejor que las habitaciones separadas a las necesidades de los barrios populares. A la gente aquí le gusta estar junta, sobre todo a esa población pobre, procede del campo y le gusta vivir afuera, en la calle. Y no hay que acabar con las costumbres de los pobres. Su padre, precisamente, acaba de hacer una serie de compartimentos con galerías cubiertas que dan a la calle. Eso hace las calles más vivas, más agradables. La gente pasa el día en esas galerías exteriores. También duerme ahí cuando hace mucho calor. Le digo que también a mí me hubiera gustado vivir en una galería exterior, que cuando era niña eso se me antojaba lo ideal, estar afuera para dormir. De repente, me duele. Apenas, es muy ligero. Es el latido del corazón trasladado allí, en la herida viva y fresca que él me ha hecho, él, el que me habla, el que ha creado el placer de esta tarde. Ya no oigo lo que dice, no escucho. Se da cuenta, se calla. Le digo que siga hablando. Lo hace. Vuelvo a escucharle. Dice que piensa mucho en París. Considera que soy muy distinta de las parisinas, mucho menos amable. Le digo que este asunto de los compartimentos no debe de ser tan rentable. Ya no me responde.

Durante todo el tiempo que dure nuestra historia, durante un año y medio, hablaremos de este modo, nunca hablaremos de nosotros. Desde los primeros días, sabemos que un futuro en común no es proyectable, de modo que nunca hablaremos del futuro, mantendremos conversaciones como periodísticas, y de igual calibre.

Le digo que su estancia en Francia ha sido fatal para él. Está de acuerdo. Dice que en París lo compró todo, sus mujeres, sus conocimientos, sus ideas. Tiene doce años más que yo y eso le da miedo. Atiendo a cómo habla, a cómo se equivoca, también a cómo me ama, en una especie de teatralidad a la vez consabida y sincera.

Le digo que le presentaré a mi familia, quiere huir y me río.

No puede experimentar sus sentimientos sino a través de la parodia. Descubro que no tiene energía para amarme en contra de su padre, para cogerme y llevárseme. Con frecuencia llora porque no encuentra fuerzas para amar más allá del miedo. Su heroísmo soy yo, su servidumbre es el dinero de su padre.

Cuando hablo de mis hermanos cae de inmediato en ese miedo, está como enmascarado. Cree que todo el mundo a mi alrededor espera su petición de mano. Sabe que para mi familia está ya perdido, que para ellos lo único que puede hacer es perderse más aún y, en consecuencia, perderme a mí.

Dice que se marchó a París para estudiar en una escuela mercantil, por fin dice la verdad, que no hizo nada y que su padre le cortó los víveres, que le mandó un billete de vuelta, que se vio obligado a salir de Francia. Ese regreso es su tragedia. No ha terminado sus estudios mercantiles. Dice que calcula terminarlos aquí, en cursos por correspondencia.

Los encuentros con la familia se iniciaron con las comilonas en Cholen. Cuando mi madre y mis hermanos vienen a Saigón, le digo que hay que invitarles a los grandes restaurantes chinos que ellos desconocen, adonde nunca han ido.

Esas veladas transcurren todas del mismo modo. Mis hermanos devoran y nunca le dirigen la palabra. Tampoco le miran. No pueden mirarle. No podrían hacerlo. Si pudieran hacer eso, el esfuerzo de verle, serían capaces por otra parte de seguir los estudios, de doblegarse a las reglas elementales de la vida en sociedad. Durante esas comidas sólo habla mi madre, habla muy poco, sobre todo al principio, pronuncia alguna frase sobre el plato que sirven, sobre su exorbitante precio, y después se calla. En cuanto a él, las dos primeras veces, se lanza, intenta abordar el relato de sus hazañas en París, pero es inútil. Es como si no hubiera dicho nada, como si no le hubieran oído. Su tentativa zozobra en el silencio. Mis hermanos siguen devorando. Devoran como nunca he visto devorar a nadie en ninguna parte.

Paga. Cuenta el dinero. Lo deposita en el platillo. Todo el mundo mira. La primera vez, lo recuerdo, alinea setenta y siete piastras. Mi madre está al borde de un ataque de risa nerviosa. Nos levantamos para marcharnos. Ningún gracias, de nadie. Nunca se da las gracias por la excelente comida, ni los buenos días, ni hasta la vista, ni cómo estás, nunca se dice nada.

Mis hermanos nunca le dirigirán la palabra. Es como si no fuera visible para ellos, como si careciera de la densidad suficiente para ser percibido, visto, oído por ellos. Eso ocurre porque está rendido a mis pies, porque se da por sentado que no le amo, que estoy con él por dinero, que no puedo amarle, que es imposible, que podría soportarlo todo de mí sin llegar a hartarse de ese amor. Eso ocurre porque es chino, porque no es blanco. La manera que mi hermano mayor tiene de callar y de ignorar la existencia de mi amante procede de una convicción tal que resulta ejemplar. Frente a ese amante todos tomamos el ejemplo de mi hermano mayor. Tampoco yo, delante de ellos, le hablo. En presencia de mi familia, nunca debo dirigirle la palabra. Salvo, sí, cuando le paso un mensaje de su parte. Por ejemplo, después de cenar, cuando mis hermanos me dicen que quieren ir a beber y a bailar a la Source, soy yo quien le dice que queremos ir a beber algo y a bailar a la Source. Al principio, hace como si no hubiera oído. Y yo, yo no debo, siguiendo el método de mi hermano mayor, no debo repetir lo que acabo de decir, reiterar mi petición, si lo hiciera cometería falta, condescendería a su súplica. Acaba por responderme. En voz baja, que pretendería ser íntima, dice que le gustaría estar solo conmigo durante un momento. Lo dice para poner punto final al suplicio. Entonces, debo seguir fingiendo que le oigo mal, como una traición más, como si así quisiera él acusar el golpe, denunciar la conducta de mi hermano mayor respecto a él, por lo tanto no debo, de ningún modo, responderle. Prosigue, me dice, se atreve: vuestra madre está cansada, mírala. En efecto, después de las fabulosas cenas de los chinos de Cholen, mi madre se cae de sueño. Tampoco respondo. Es entonces cuando oigo la voz de mi hermano mayor, pronuncia una frase muy corta, mordaz, definitiva. Mi madre decía de él: de los tres, es el que mejor habla. Pronunciada la frase, mi hermano espera.

Todo se detiene; reconozco el miedo de mi amante, es el de mi hermano menor. No resiste más. Vamos a la Source. Mi madre también va a la Source, va a dormir a la Source.

En presencia de mi hermano mayor, deja de ser mi amante. No deja de existir, pero no me es nada. Se convierte en un espacio quemado. Mi deseo obedece a mi hermano mayor, rechaza a mi amante. Cada vez que están juntos, y los veo, creo que nunca más podré soportar la visión. Mi amante es negado precisamente en su cuerpo débil, en esa debilidad que me transporta de placer. Ante mi hermano, se convierte en un escándalo inconfesable, un motivo de vergüenza que hay que esconder. No puedo luchar contra esas órdenes mudas de mi hermano. Puedo cuando se trata de mi hermano menor. Cuando se trata de mi amante nada puedo contra mí misma. El contarlo ahora me hace recordar la hipocresía del rostro, el aspecto distraído de alguien que mira hacia otro lado, que tiene otra cosa en que pensar pero que, sin embargo, y se le nota en las mandíbulas apretadas, está exasperado y sufre por tener que soportar eso, esa indignidad, sólo por comer bien, en un restaurante caro, lo que debería ser normal. Alrededor del recuerdo la lívida claridad de la noche del cazador. Se oye un sonido estridente de alerta, de grito infantil.

Tampoco en la Source, nadie le habla.

Todos pedimos Martel Perrier. Mis hermanos enseguida beben el suyo y piden otro. Mi madre y yo les damos el nuestro. Mis hermanos se embriagan muy deprisa. Sin embargo, siguen sin hablarle, pero caen en la recriminación. Sobre todo el hermano menor. Se queja de que el lugar sea triste y de que no haya chicas de alterne. Entre semana hay poca gente en la Source. Bailo con mi hermano pequeño. Con mi amante también bailo. Nunca bailo con mi hermano mayor, nunca he bailado con él. Siempre cohibida por el inquietante recelo de un peligro, el de ese atractivo maléfico que ejerce sobre todos, el de la proximidad de nuestros cuerpos.

Nos parecemos hasta un extremo sorprendente, sobre todo el rostro.

El chino de Cholen me habla, está al borde de las lágrimas, dice: ¿qué le he hecho? Le digo que no hay ninguna razón para que se inquiete, que siempre es así, entre nosotros también, en todas las circunstancias de la vida.

Se lo explicaré cuando volvamos a encontrarnos en el apartamento. Le digo que esa violencia de mi hermano mayor, fría, insultante, acompaña todo lo que nos sucede, todo lo que nos pasa. Su primer impulso es el de matar, el de quitar la vida, el de disponer de la vida, el de despreciar, el de cazar, el de hacer sufrir. Le digo que no tenga miedo. Que no corre ningún riesgo.

Porque la única persona a la que teme el hermano mayor, ante la que curiosamente se intimida soy yo.

Nunca buenos días, buenas tardes, buen año. Nunca gracias. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Todo permanece, mudo, lejano. Es una familia pétrea, petrificada en una espesura sin acceso alguno. Cada día intentamos matarnos, matar. No sólo no se habla sino que tampoco se mira. Desde el momento en que se nos ve, no se puede mirar. Mirar es tener un impulso de curiosidad hacia, sobre, es perder. Nadie que sea mirado merece ser objeto de una mirada. Siempre es deshonroso. La palabra conversación está proscrita. Creo que es esa la que mejor expresa aquí la vergüenza y el orgullo. Toda comunidad, sea familiar o de otra índole, nos resulta odiosa, degradante. Estamos unidos en una vergüenza de principio por tener que vivir la vida. Ahí es donde estamos en lo más profundo de nuestra historia común, la de ser los tres hijos de esta persona de buena fe, nuestra madre, a la que la sociedad ha asesinado. Pertenecemos a esa sociedad que ha reducido a mi madre a la desesperación.

A causa de lo que se le ha hecho a mi madre, tan amable, tan confiada, odiamos la vida, nos odiamos.

Nuestra madre no previo aquello en lo que nos hemos convertido a partir del espectáculo de su desesperación, me refiero sobre todo a los chicos, a los hijos. Pero, si lo hubiera previsto, ¿cómo hubiera podido silenciar lo que se había convertido en su propia historia? ¿Hubiera hecho mentir su rostro, su mirada, su voz, su amor? Habría podido morir. Suprimirse. Dispersar la comunidad invivible. Hacer que el mayor fuera separado de los más jóvenes. No lo hizo. Fue imprudente, fue inconsecuente, irresponsable. Era todo eso. Vivió. Los tres la quisimos más allá del amor. A causa del mismo hecho de no haber podido, de que no pudo callar, esconder, mentir, por diferentes que los tres hayamos sido, la hemos querido igual.

Fue largo. Duró siete años. Al empezar teníamos diez años. Y después tuvimos doce años. Y después, trece años. Y después, catorce años. Y después, dieciséis años, diecisiete años.

Duró todo ese tiempo, siete años. Y después, al final, se renunció a la esperanza. Se abandonó. Se abandonaron también las tentativas contra el océano. A la sombra de la veranda contemplamos la montaña de Siam, muy oscura a pleno sol, casi negra. La madre, por fin, está tranquila, aislada. Somos niños heroicos, desesperados.

El hermano menor murió en diciembre de 1942 bajo la ocupación japonesa. Me había marchado de Saigón en 1931, después de mi bachillerato superior. Me escribió una sola vez a lo largo de diez años. Sin que yo supiera nunca por qué. La carta era convencional, pasada a limpio, sin faltas, caligrafiada. Me decía que estaban bien, que la escuela funcionaba. Era una carta larga, de dos páginas enteras. Reconocí su escritura de niño. También me decía que tenía un apartamento, un coche, decía la marca. Que había reanudado el tenis. Que estaba bien, que todo iba bien. Que me abrazaba, tal como me quería, muy fuerte. No hablaba de la guerra ni de nuestro hermano mayor.

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